Authors: Isaac Asimov
Por primera vez en la historia de Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S. A., se había producido la destrucción de un robot por accidente en la propia Tierra.
Era imposible señalar responsabilidades. El vehículo aéreo había sido derribado en pleno vuelo y un incrédulo comité de investigación intentaba decidir si realmente tendría la osadía de hacer públicas las pruebas de que el aparato había sido alcanzado por un meteorito. Ninguna otra cosa hubiera podido avanzar con la velocidad suficiente para llegar a evitar que actuara el mecanismo de desviación automática; ninguna otra cosa podría haber causado el desastre salvo una explosión nuclear, y eso quedaba descartado.
Asóciese a ello un informe sobre un destello detectado en medio de la noche justo antes de la explosión del vehículo -y no por cualquier aficionado, sino por el Observatorio Flagstaff- y la localización de un fragmento de hierro de considerables dimensiones y claramente meteórico, recientemente incrustado en el suelo a una milla del lugar del suceso. ¿Cabía otra conclusión?
Aun así, nunca antes había ocurrido nada parecido y el cálculo de las probabilidades en contra del suceso arrojaba cifras monstruosas. Pero incluso los hechos más colosalmente
improbables
pueden producirse alguna vez.
El cómo y el porqué eran considerados de importancia secundaria en las oficinas de la Norteamericana de Robots. Lo verdaderamente grave era que se había producido la destrucción de un robot.
Ello, por sí solo, ya resultaba preocupante.
El hecho de que JN-5 fuera un prototipo, el primero en actuar sobre el terreno, tras cuatro pruebas anteriores, era aún más preocupante.
El hecho de que JN-5 fuese un tipo radicalmente nuevo de robot, totalmente distinto de cualquier otro jamás construido hasta el momento, resultaba abismalmente preocupante.
El hecho de que según todos los indicios JN-5 había logrado averiguar algo de incalculable importancia antes de su destrucción y que ese logro tal vez se hubiera perdido para siempre, situaba el desánimo más allá de cualquier posible expresión.
Apenas parecía digno de mención el detalle de que, junto con el robot, había perecido también el primer robosicólogo de la compañía.
Clinton Madarian llevaba diez años en la empresa. Durante los cinco primeros, había trabajado sin rechistar bajo la refunfuñante supervisión de Susan Calvin.
Las brillantes capacidades de Madarian eran perfectamente evidentes, y Susan Calvin le había ascendido calladamente por encima de otros hombres mayores que él. Ella se habría negado a justificar en cualquier caso este proceder ante el director de investigación, Peter Bogert, pero lo cierto es que no fueron precisas razones. O, más bien, éstas eran obvias.
Madarian era la absoluta antítesis de la famosa doctora Calvin en varios aspectos muy notorios. En realidad no era tan obeso como le hacía parecer su destacado doble mentón, pero aun así tenía una figura que imponía respeto, en tanto que Susan pasaba prácticamente desapercibida. Ante el grueso rostro de Madarian, su mata de relucientes cabellos castaño rojizos, su piel tosca y su voz atronadora, su risa sonora y, en especial, su irreprimible confianza en sí mismo y la vehemencia con que anunciaba sus éxitos, las demás personas que había en la habitación tuvieron la sensación de que el espacio era insuficiente para todos.
Cuando Susan Calvin se retiró por fin (negándose de antemano a cooperar en ningún sentido con cualquier cena testimonial que pudiera organizarse en su honor, en términos tan contundentes que su jubilación ni siquiera se comunicó a las agencias de noticias), Madarian la sustituyó.
Llevaba exactamente un día en el cargo cuando puso en marcha el proyecto JN.
Éste exigió la mayor dedicación de fondos jamás concedida por Norteamericana de Robots a un proyecto concreto, pero Madarian despachó ese detalle con un genial movimiento desdeñoso de la mano.
—Vale cada uno de esos centavos, Peter —dijo—. Y confío que así sabrás hacérselo entender al Consejo de Dirección.
—Dame alguna razón —dijo Bogert, preguntándose si Madarian accedería a hacerlo. Susan Calvin jamás había dado razones para nada.
—Desde luego —dijo, sin embargo, Madarian, y se instaló confortablemente en el gran sillón del despacho del director.
Bogert se lo quedó mirando con expresión casi temerosa. Sus propios cabellos, negros en otro tiempo, se habían vuelto ya casi blancos y tardaría menos de diez años en seguir a Susan por el camino de la jubilación. Ése sería el fin del equipo inicial que había convertido a Norteamericana de Robots en una empresa de alcance mundial capaz de rivalizar con los gobiernos nacionales en cuanto a importancia y complejidad. De algún modo, ni él ni sus antecesores habían llegado a hacerse verdadero cargo de la enorme expansión de la empresa.
Pero ahora estaba ante una nueva generación. Los nuevos hombres se sentían a sus anchas con el Coloso. Carecían de ese toque de admiración que a ellos les hacía caminar de puntillas como si no acabaran de creérselo. Y por eso avanzaban con arrojo, lo cual era bueno.
—Me propongo iniciar la construcción de robots sin restricciones —dijo Madarian.
—¿Sin las tres leyes? Sin duda...
—No, Peter. ¿Sólo se te ocurren esas restricciones? ¡Qué diablos!, tú colaboraste en el diseño de los primeros cerebros positrónicos. ¿Tendré que ser yo quien te diga que, prescindiendo ya de las tres leyes, no existe un solo circuito de esos cerebros que no esté cuidadosamente diseñado y prefijado? Tenemos robots programados para tareas específicas, dotados de capacidades específicas...
—Y te propones...
—Dejar abiertos los circuitos a todos los niveles, excepto por lo que respecta a las tres leyes. No es difícil.
—No es difícil, desde luego —dijo secamente Bogert—. Las cosas inútiles nunca son difíciles. Lo difícil es fijar los circuitos y conseguir que el robot sea de alguna utilidad.
—Pero, ¿por qué es difícil hacer eso? Fijar los circuitos es un proceso muy trabajoso a causa de la importancia que tiene el principio de incertidumbre en las partículas de la masa de positrones y de la necesidad de minimizar el efecto de incertidumbre. Pero, ¿por qué minimizarlo? Si disponemos las cosas de manera que el principio tenga justo el peso suficiente para permitir que los circuitos se interconecten de manera imprevisible...
—Tendremos un robot imprevisible.
—Tendremos un robot
creativo
—dijo Madarian, sin la menor señal de impaciencia—. Peter, si algo tiene el cerebro humano que jamás ha tenido un cerebro robótico, es precisamente ese residuo de imprevisibilidad derivado de los efectos de la incertidumbre a nivel subatómico. Reconozco que jamás se ha demostrado experimentalmente la presencia de este efecto en el sistema nervioso, pero sin él, el cerebro humano no sería superior al cerebro robótico, en principio.
—Y crees que si logras introducir ese efecto en el cerebro robótico, el cerebro humano no será superior a aquél, en principio.
—Eso pienso, exactamente —dijo Madarian.
Y continuaron charlando un largo rato a partir de allí.
Era evidente que el Consejo de Dirección no tenía la menor intención de dejarse convencer fácilmente.
Scott Robertson, el principal accionista de la compañía, dijo:
—Ya es bastante difícil controlar la industria de los robots tal como están las cosas, con la hostilidad del público hacia los robots siempre a punto de estallar. Si el público imagina que los robots estarán incontrolados... Oh, no me vengan ahora con las tres leyes. El hombre medio no creerá que las tres leyes puedan protegerlo una vez haya oído mencionar tan sólo la palabra «incontrolado».
—Pues, no la usen —dijo Madarian—. Pueden decir que el robot es... «intuitivo».
—Un robot intuitivo —musitó alguien—. ¿Un robot mujer?
Una sonrisa se extendió por toda la mesa de juntas. Madarian aprovechó esa ocasión.
—Muy bien. Un robot mujer. Nuestros robots son asexuados, evidentemente, y también lo será éste, pero siempre los tratamos como si fueran varones. Les ponemos nombres de hombre y nos referimos a ellos en masculino. Éste en concreto, desde el punto de vista de la naturaleza de la estructura matemática del cerebro que he propuesto, entraría dentro del sistema de coordinación JN. El primer robot sería el JN-1, y había dado por sentado que se llamaría John-1... Me temo que ése es el nivel de originalidad al que se mueve el roboticista medio. Pero, ¿por qué no llamarlo Jane-1, qué demonios? Si es imprescindible que el público sepa lo que estamos haciendo, pues diremos que estamos construyendo un robot femenino, con intuición:
Robertson meneó la cabeza:
—¿Y qué cambia con eso? Estás diciendo que te propones suprimir la última barrera que, en principio, mantiene el cerebro robótico a un nivel inferior al del cerebro humano. ¿Cómo supones que reaccionará el público cuando se entere?
—¿Acaso piensas dar publicidad a ese hecho? —dijo Madarian. Reflexionó un poco y luego añadió—: Mira. Si algo cree la opinión pública general es que las mujeres son menos inteligentes que los hombres.
Una mirada inquieta se reflejó por un instante en el rostro de algunos de los hombres sentados en torno a la mesa y echaron un rápido vistazo a su alrededor como si Susan Calvin todavía ocupara su lugar acostumbrado.
—Si anunciamos un robot femenino —dijo Madarian—, ya podrá ser cualquier cosa. El público dará automáticamente por sentado que es una retrasada mental. Sólo tenemos que presentar al robot como Jane-1 y no nos será preciso añadir nada más. Estaremos a salvo.
—En realidad —dijo pausadamente Peter Bogert—, eso no es todo. Madarian y yo hemos repasado cuidadosamente los cálculos matemáticos, y la serie JN, llámese John o Jane, sería perfectamente segura. Los robots serían menos complejos y poseerían menos capacidades intelectuales, en un sentido ortodoxo, que muchas otras series que hemos diseñado y construido. Sólo tendríamos el único factor adicional de..., bueno, tendremos que irnos acostumbrando a llamarlo «intuición».
—¿Quién sabe qué hará ese factor? —musitó Robertson.
—Madarian ha sugerido una de las cosas que podría hacer. Como todos ustedes saben, en principio se ha logrado desarrollar el salto espacial. Los hombres pueden alcanzar lo que, en efecto, vienen a ser hipervelocidades superiores a la de la luz y visitar otros sistemas estelares y regresar en un período de tiempo insignificante, en un espacio de semanas como máximo.
—Eso no es ninguna novedad —dijo Robertson—. Podría haberse logrado sin robots.
—Exactamente, y no nos está sirviendo de nada porque no podemos usar el hiperreactor excepto tal vez en una que otra exhibición ocasional para dar un poco de publicidad a Norteamericana de Robots. El salto espacial es arriesgado, consume una terrible cantidad de energía y, por tanto, resulta enormemente caro. Si pensamos usarlo a pesar de todo, sería bonito poder comunicar la existencia de un planeta habitable. Llámenle necesidad psicológica. Gasten unos veinte mil millones de dólares en un solo salto espacial, para luego no obtener más que datos científicos y el público querrá saber por qué se ha despilfarrado su dinero. Comuniquen la existencia de un planeta habitable y se convertirán en un Colón interestelar, y nadie se preocupará de averiguar cuánto ha costado.
—¿Y a qué viene esto?
—Pues se trata de que vamos a encontrar un planeta habitable. O dicho de otro modo: averiguaremos qué estrella al alcance del salto espacial en su presente fase de desarrollo, cuál de las trescientas mil estrellas y sistemas estelares situados en el radio de trescientos años luz tiene mayores probabilidades de contar con un planeta habitable. Disponemos de una enorme cantidad de detalles sobre cada una de las estrellas situadas en un radio de trescientos años luz y datos para suponer que cada una de ellas cuenta con un sistema planetario. Pero, ¿cuál posee un planeta habitable? ¿Cuál debemos visitar?... Lo ignoramos.
—¿En qué podría sernos útil ese robot Jane? —quiso saber uno de los directores.
Madarian estuvo a punto de responderle, pero luego le hizo una leve señal a Bogert y éste comprendió. La opinión del director de investigación tendría más peso. A Bogert le gustaba especialmente la idea; si la serie JN resultaba un fracaso, su relación con la misma sería bastante notoria como para que los dedos pegajosos de las acusaciones se adhirieran a él. Pero, por otra parte, no le faltaba mucho para jubilarse, y si el proyecto salía bien, se retiraría en medio de un resplandor de gloria. Tal vez sólo se debiese a la confianza que irradiaba Madarian, pero Bogert había llegado a convencerse sinceramente de que la cosa saldría bien.
—Es posible —dijo— que en algún lugar de las bibliotecas de datos que hemos reunido sobre esas estrellas, se oculten los métodos para calcular las probabilidades de que existan planetas habitables semejantes a la Tierra. Sólo nos falta interpretar adecuadamente los datos, considerarlos bajo el apropiado punto de vista creativo, establecer las correlaciones exactas. Aún no lo hemos logrado. O si algún astrónomo lo ha conseguido, no ha tenido la perspicacia suficiente para comprender lo que tenía entre manos.
»Un robot de tipo JN podría establecer las correlaciones con mucha mayor rapidez y exactitud que un hombre. Sería capaz de establecer y rechazar en un solo día tantas correlaciones como un hombre en diez años. Además, trabajaría realmente al azar, en tanto que un hombre tendría fuertes prejuicios basados en concepciones previas y en lo que ya se da por sentado.
A estas palabras siguió un considerable silencio, que fue roto finalmente por Robertson.
—Pero es sólo cuestión de probabilidad, ¿no es así? Supongan que el robot dijese: «La estrella con mayores probabilidades de contar con un planeta habitable en un radio de tantos y tantos años luz es Squidgee-17», o lo que sea, y nos trasladamos allí y descubrimos que una probabilidad es sólo una probabilidad y que a fin de cuentas allí no había ningún planeta habitable. ¿Cuál sería entonces nuestra situación?
En aquel momento intervino Madarian.
—Aun así saldríamos ganando. Sabríamos cómo llegó el robot a esa conclusión, pues él, ella, nos lo diría. Es posible que ello nos permitiera profundizar enormemente en algunos detalles astronómicos y sacar un provecho de todo el asunto, aun cuando ni siquiera llegásemos a efectuar el salto espacial. Por otro lado, entonces podríamos calcular la localización de los cinco planetas más probables, y la probabilidad de que en uno de los cinco sistemas hubiese un planeta habitable sería superior a 0,95. Sería prácticamente seguro...