El Robot Completo (35 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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—¿Pero cuál era el peligro? Si supiésemos de qué estaba huyendo...

—Tú los has sugerido. Una acción volcánica. En algún lugar justo junto a la fuente de selenio hay una filtración de gas de las entrañas de Mercurio. Dióxido de azufre, dióxido de carbono... y monóxido de carbono. Mucha cantidad... y a esta temperatura.

Donovan tragó saliva de forma audible.

—Monóxido de carbono más hierro da carbonilo de hierro volátil.

—Y un robot —añadió Powell—, es esencialmente hierro. Y prosiguió, lúgubremente—: No hay nada como la deducción. Hemos determinado todo nuestro problema menos la solución. Nosotros no podemos ir en busca del selenio, todavía está demasiado lejos. No podemos enviar a estos robots—caballos, porque no pueden ir solos, y no nos pueden llevar suficientemente de prisa a fin de que no nos quedemos fritos. Y no podemos coger a Speedy, porque el idiota piensa que estamos jugando y puede recorrer sesenta millas mientras nosotros caminamos cuatro.

—Si va uno de nosotros —tanteó Donovan—, y vuelve cocido, siempre quedará el otro.

—Sí, seria un sacrificio de lo más delicado —fue la sarcástica respuesta—. Salvo que esta persona antes siquiera de llegar a la fuente ya no estaría en condiciones de dar órdenes, y no creo que los robots volviesen nunca al precipicio sin órdenes. ¡A ver si lo entiendes! Estamos a dos o tres millas de la fuente, digamos dos, y el robot viaja a cuatro millas la hora; y nuestros trajes sólo aguantan veinte minutos. No es sólo el calor, recuérdalo. La radiación solar fuera de aquí en los ultravioleta y abajo es venenoso.

—Vaya, nos faltan diez minutos —dijo Donovan.

—Tanto como una eternidad. Y otra cosa. Si el potencial de la Regla 3 ha detenido a Speedy donde lo ha hecho, significa que debe de haber una apreciable cantidad de monóxido de carbono en la atmósfera llena de vapor de metal... y por consiguiente debe de haber una apreciable acción corrosiva. Hace ya horas que está fuera; y cómo sabremos si una juntura de la rodilla, por ejemplo, no se ha desencajado y lo ha hecho caer. No es sólo cuestión de pensar... ¡tenemos que pensar de prisa!

¡Profundo, oscuro, malsano, tenebroso silencio!

Donovan lo rompió, con una voz que temblaba por el propio esfuerzo de mantenerla fría. Dijo:

—Dado que no podemos aumentar el potencial de la Regla 2 dándole más órdenes, ¿por qué no trabajamos en el otro sentido? Si aumentamos el peligro, aumentaremos el potencial de la Regla 3 y lo haremos volver.

La placa de visión de Powell se volvió hacia él en una silenciosa pregunta.

—Escucha —empezó Donovan en cautelosa explicación—, todo lo que necesitamos para sacarlo de su ruta es aumentar la concentración de monóxido de carbono en su proximidad. Bien, en la Estación hay un completo laboratorio analítico.

—Naturalmente —admitió Powell—. Es una Estación Minera.

—Claro. Debe de haber kilos de ácido oxálico para precipitaciones de calcio.

—¡Santo espacio! Mike, eres un genio.

—Sólo un poco —admitió Donovan, modestamente—. Únicamente se trata de recordar que el ácido oxálico al calor se descompone en dióxido de carbono, agua, y el buen y viejo monóxido de carbono. La Universidad, la química, ya sabes.

Powell se había puesto de pie y había llamado la atención de uno de los robots monstruosos con el simple acto de golpear el muslo de la máquina.

—Eh, ¿sabes lanzar? —gritó.

—¿Señor?

—No importa. —Powell maldijo el cerebro de lenta melaza del robot. Buscó y encontró una piedra mellada del tamaño de un ladrillo—. Cógela —dijo—, y lánzala allí en el pedazo de cristales azulados justo en la fisura tortuosa. ¿Lo ves?

Donovan tiró de su hombro.

—Demasiado lejos, Greg. Está a casi media milla.

—Tranquilo —replicó Powell—. Se trata de la gravedad mercuriana y de cómo lanza un brazo de acero. Tú mira, ¿quieres?

Los ojos del robot estaban midiendo la distancia con precisión maquinal y estereoscópica. Su brazo se ajustó al peso del misil y se fue hacia atrás. Los movimientos del robot no se veían en la oscuridad, pero se oyó un fuerte sonido sordo cuando balanceaba su peso, y segundos después la piedra volaba furiosamente en la luz del sol. No había resistencia aérea que redujese su velocidad, ni viento que la desviase, y cuando golpeó el suelo levantó unos cristales justo en el centro del "pedazo azul».

Powell gritó feliz y exclamó:

—Vamos a por el ácido oxálico, Mike.

Y, mientras se introducían en la ruinosa subestación en su camino de vuelta a los túneles, Donovan dijo ceñudo:

—Speedy ha seguido vagando por este lado de la fuente de selenio, incluso después de haber ido en pos de él. ¿Lo has visto?

—Sí.

—Me parece que quiere jugar. ¡Bien, pues jugaremos con él!

Unas horas más tarde, estaban de vuelta con unos frascos de tres litros conteniendo la blanca sustancia química, y unas caras largas. Los bancos de fotocélulas se estaban deteriorando más rápidamente de lo que habían supuesto. En silencio y con un inexorable objetivo ambos guiaron sus robots hasta la luz del sol y hacia Speedy que esperaba.

Este ultimo trotó despacio hacia ellos.

—Por aquí otra vez. ¡Hola! He hecho una pequeña lista, el organista del piano; todos comen pastillas de menta y os las tiran a la cara.

—En tu cara vamos a tirar algo —murmuró Donovan—. Está cojeando, Greg.

—Lo he notado —le contestó su compañero, en voz baja y preocupada—. Si no nos damos prisa, le comerá el monóxido.

Ahora se estaban acercando cautelosamente, casi sigilosamente, a fin de evitar que el completamente irracional robot se alejase. Powell estaba demasiado lejos para decirlo, por supuesto, pero habría jurado que el loco de Speedy se estaba preparando para saltar.

—Vamos a lanzarlos —dijo en un grito sofocado—. ¡Cuento hasta tres! Uno... dos...

Dos brazos de acero se echaron hacia atrás y luego hacia delante simultáneamente y dos jarras de cristal fueron lanzadas hacia delante formando elevados arcos paralelos, que brillaban como diamantes en el Sol imposible. Y en un par de soplos silenciosos, golpearon el suelo detrás de Speedy, estrellándose de forma que el ácido oxálico voló como polvo.

Powell supo que, al pleno calor del Sol de Mercurio, había entrado en efervescencia como agua de Seltz.

Speedy se volvió para mirar, luego retrocedió despacio, e igualmente despacio fue tomando velocidad. Al cabo de quince segundos, estaba brincando hacia los dos hombres con un medio galope poco firme.

Powell no captó con precisión las palabras de Speedy en aquel momento, pero oyó algo como:

—Las declaraciones de amor cuando son pronunciadas en hessiano.

Se volvió.

—Regresemos al precipicio, Mike. Ha salido de la ruta y ahora aceptará las órdenes. Estoy empezando a tener calor.

Avanzaron despacio hacia la sombra al lento y monótono paso de sus monturas, y no fue hasta que entraron en el repentino frescor, éste los rodeó y lo sintieron, que Donovan miró hacia atrás.

—¡Greg!

Powell miró a su vez y casi gritó. Ahora Speedy se estaba moviendo despacio -muy despacio- y en la dirección contraria. Iba a la deriva, de vuelta a su ruta; y estaba cobrando velocidad. En los prismáticos parecía terriblemente cerca, y temiblemente inalcanzable.

Donovan gritó salvajemente:

—¡A por él! —y espoleó a su robot para ir en su busca, pero Powell lo hizo volver.

—No lo cogerás, Mike, es inútil —dijo, agitándose nervioso sobre la espalda del robot y apretando los puños en tensa impotencia—. ¿Por qué demonios debo ver estas cosas cinco segundos después de que todo haya pasado? Mike, hemos perdido el tiempo.

—Necesitarnos más ácido oxálico —declaró Donovan, tercamente—. La concentración no era suficientemente alta.

—Siete toneladas no habrían bastado... y, aunque bastasen, con el monóxido devorándolo, no tenemos horas para malgastar obteniéndolo. ¿No ves lo que pasa, Mike?

—No —dijo Donovan, claramente.

—Sólo estamos estableciendo nuevos equilibrios. Al crear un nuevo monóxido y aumentar el potencial de la Regla 3, él ha retrocedido hasta estar nuevamente equilibrado; y al desvanecerse el monóxido, ha avanzado, y otra vez había equilibrio. —La voz de Powell tenía un tono completamente desdichado—. Es el eterno círculo vicioso. Podemos dar un empujón a la Regla 2 y tirar de la Regla 3 sin llegar a ninguna parte, sólo cambiando la posición de la balanza. Tenemos que salir de las dos reglas. —E hizo que su robot se acercase al de Donovan, de forma que se quedaron sentados cara a cara, débiles sombras en la oscuridad, y murmuró: —¡Mike!

—¡Se ha acabado! —dijo Donovan, sombríamente—. Supongo que volveremos a la Estación, esperaremos que los bancos se agoten, nos estrecharemos las manos, tomaremos cianuro y nos marcharemos como caballeros. —Y lanzó una risita.

—Mike —repitió Powell seriamente—, tenemos que ir a buscar a Speedy.

—Lo sé.

—Mike —dijo Powell una vez más, y titubeó antes de continuar—. Queda todavía la Regla 1. Había pensado en ello... antes, pero es desesperado.

Donovan levantó la vista y su voz se animó:

—Nosotros estamos desesperados.

—Está bien. De acuerdo con la Regla 1, un robot no puede ver cómo a un humano le sucede algo malo por culpa de su falta de acción. La dos y la tres no pueden nada ante ello. No pueden nada, Mike.

—Incluso cuando el robot está medio loco... Bien, él está borracho. Sabes que es así.

—Es el riesgo que se corre.

—Para ya. ¿Qué vas a hacer?

—Ahora voy a salir para ver qué hará la Regla 1. Si no rompo el equilibrio, entonces qué demonios... o es ahora o dentro de tres o cuatro días.

—Espera, Greg. También hay reglas humanas de comportamiento. Tú no te vas así como así. Imagínate una lotería y dame mi oportunidad.

—De acuerdo. El primero que saque el número quince va. —Y casi inmediatamente—: ¡Veintisiete! ¡Cuarenta y cuatro! 

Donovan advirtió que su robot se tambaleaba ante un súbito empujón de la montura de Powell; y éste ya se había marchado hacia la luz del sol. Donovan abrió la boca para gritar, pero la cerró. Por supuesto, el maldito estúpido tenía ya preparado el número quince con antelación, y a propósito. Al igual que él.

El sol abrasaba más que nunca y Powell sintió un comezón enloquecedor en la parte más estrecha de la espalda. Imaginaciones, probablemente o, tal vez, la fuerte radiación que empezaba a manifestarse a través del traje antisolar.

Speedy lo estaba mirando, sin una palabra del galimatías de Gilbert y Sullivan como saludo. ¡Gracias a Dios por esto! Pero no se atrevió a acercarse demasiado.

Estaba a tres yardas cuando Speedy empezó a retroceder, un Paso a la vez, cautelosamente, y Powell se detuvo. Saltó de los hombros del robot y aterrizó en el suelo cristalino acompañado de un ligero ruido sordo y una lluvia de fragmentos desiguales.

Avanzó a pie, con el terreno arenoso y resbaladizo bajo sus pies y con dificultad a causa de la baja gravedad. El calor le provocaba cosquillas en las plantas. Echó una ojeada a la oscuridad de la sombra del acantilado por encima del hombro y se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos para volver, tanto sólo como con la ayuda de su anticuado robot. Era Speedy o nada, y la toma de conciencia de ello le encogió el corazón.

¡Ya estaba bastante lejos! Se detuvo.

—¡Speedy! —llamó—. ¡Speedy!

El brillante y moderno robot titubeó delante de él y dejó de retroceder, luego reanudó el camino.

Powell intentó poner una nota de lamento en su voz, y descubrió que no necesitaba hacer mucho teatro:

—Speedy, tengo que volver a la sombra o el Sol me abrasará. Es cosa de vida o muerte, Speedy. Te necesito.

Speedy dio un paso hacia delante y se paró. Habló, pero ante su sonido Powell gruñó, pues fue:

—Cuando uno está tumbado despierto con un horrible dolor de cabeza y el descanso está prohibido... —se fue desvaneciendo, y Powell, por alguna razón, se tomó un momento para murmurar:

—Iolanthe.

¡Hacía un calor abrasador! Vislumbró un movimiento por el rabillo del ojo y se volvió aturdido; entonces se quedó petrificado de asombro, pues el monstruoso robot sobre el que había montado se estaba moviendo, moviéndose hacia él, y sin jinete.

Estaba hablando:

—Perdón, Señor. No debo moverme sin un Señor sobre mí, pero usted está en peligro.

Claro, el potencial de la Regla 1 por encima de todo. Pero él no quería aquella torpe antigualla; él quería a Speedy. Se alejó y le hizo gestos frenéticos.

—Te ordeno que te mantengas alejado. ¡Te ordeno que te pares!

Era completamente inútil. No se puede luchar con el potencial de la Regla 1. El robot dijo estúpidamente:

—Está en peligro, Señor.

Powell miró en torno suyo, desesperadamente. No podía ver con claridad. Su cerebro le daba vueltas acaloradamente; el aliento le abrasaba al respirar y el suelo a su alrededor era una calina trémula.

Llamó una última vez, desesperadamente:

—¡Speedy! ¡Me estoy muriendo, maldito! ¿Dónde estás? Speedy, te necesito.

Estaba todavía dando traspiés hacia atrás en un ciego esfuerzo por alejarse del gigantesco robot a quien no quería, cuando notó unos dedos de acero en sus brazos y oyó una preocupada y apenada voz de timbre metálico en sus oídos.

—Por todos los santos, jefe, ¿qué está usted haciendo aquí? Y qué estoy haciendo yo... Me siento tan confundido...

—No importa —murmuró Powell, débilmente. —Llévame a la sombra del precipicio... ¡Y rápido!

Tuvo una última sensación de ser levantado en el aire, una impresión de rápido movimiento y de calor abrasador, y perdió el conocimiento.

Se despertó con Donovan inclinado sobre él y sonriendo ansiosamente.

—¿Cómo estás, Greg?

—¡Bien! —fue la respuesta—. ¿Dónde esta Speedy?

—Por aquí. Lo he enviado a una de las otras fuentes de selenio... esta vez con órdenes de conseguir el selenio a cualquier precio. Regresó a los cuarenta minutos y tres segundos. Lo cronometré. Aún no ha acabado de pedirnos disculpas por el círculo vicioso al que nos sometió. Tiene miedo a acercársete por lo que tú le puedas decir.

—Arrástralo hasta aquí —ordenó Powell—. No fue culpa suya. —Alargó una mano y apretó la metálica garra de Speedy—. Todo está bien, Speedy. —Luego, a Donovan—: ¿Sabes, Mike? Estaba pensando...

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