Authors: Isaac Asimov
—No lo discutiré. Ignoro la existencia de nada de ese tipo, pero es poco probable que hasta mi despacho lleguen noticias de algo tan secreto como puede ser una nueva arma. Sin embargo, si existe un desintegrador, y si es tan secreto como parece, debe de tratarse de un monopolio norteamericano, desconocido en el resto de la Federación. En ese caso sería algo de lo que ni usted ni yo deberíamos hablar. Podría ser un arma de guerra más peligrosa que las bombas nucleares, precisamente porque, si lo que usted dice es cierto, sólo provoca una desintegración en el lugar del impacto y un poco de frío en los alrededores inmediatos. Sin explosión, sin fuego, sin radiaciones mortíferas. Sin esos terribles efectos secundarios, nada podría frenar su uso, pero, por lo que sabemos, podría llegar a tener la potencia suficiente como para destruir el propio planeta.
—En eso coincido con usted —dijo Edwards.
—Entonces comprenderá que, si el desintegrador no existe, es una locura hablar de él; y si existe, es criminal mencionar su existencia.
—No se lo he mencionado a nadie, excepto ahora a usted, porque deseo hacerle comprender la gravedad de la situación. Por ejemplo, si alguien hubiera hecho uso de un desintegrador, ¿no debería interesarle al Gobierno averiguar cómo había ocurrido eso, saber si otra unidad de la Federación también lo posee?
Janek movió negativamente la cabeza.
—Creo que podemos confiar en que los órganos competentes del Gobierno habrán tenido en cuenta esa cuestión. Y lo mejor que puede hacer usted es no preocuparse más de ello.
—¿Puede garantizarme que los Estados Unidos son el único Gobierno que dispone de esa arma? —preguntó Edwards, controlando apenas su impaciencia.
—No podría decírselo, puesto que nada sé sobre semejante arma, y nada debo saber al respecto. Usted no debería haberme hablado de ello. Aun suponiendo que semejante arma no exista, el mero rumor de su existencia ya podría resultar nocivo.
—Pero ahora que ya se lo he dicho y el daño ya está hecho, escúcheme hasta el final, por favor. Deme la oportunidad de convencerle de que usted, y sólo usted, tiene en sus manos la clave de una terrible situación que tal vez yo sea el único en imaginar.
—¿Una situación que usted es el único en imaginar? ¿Una situación cuya clave sólo yo tengo?
—¿Le parece una paranoia? Permita que se lo explique y después juzgue por sí mismo.
—Voy a concederle un poco más de tiempo, señor, pero me reafirmo en lo que ya le he dicho. Debe renunciar usted a ese..., ese pasatiempo suyo..., esa investigación. Es algo terriblemente peligroso.
—Lo peligroso sería renunciar a ella. ¿No comprende que si el desintegrador existe y si los Estados Unidos tienen el monopolio de su fabricación, entonces eso significa que el número de personas que podrían haber tenido acceso al mismo es sumamente limitado? Como ex miembro del Servicio poseo algunos conocimientos prácticos sobre la materia, y puedo asegurarle que la única persona en el mundo que podría conseguir sustraer un desintegrador de nuestros arsenales supersecretos sería el presidente... Sólo el presidente de los Estados Unidos podría haber organizado esa tentativa de asesinato, señor Janek.
Se quedaron mirándose fijamente un instante, y luego Janek apretó un contacto acoplado a su mesa de trabajo.
—Precauciones adicionales —dijo—. Nadie podrá escuchar ahora nuestra conversación por ningún medio. Señor Edwards, ¿se da usted cuenta de lo arriesgada que es esa afirmación? ¿Del peligro que representa para usted mismo? No debe sobrevalorar la eficacia de la Constitución mundial. Un Gobierno tiene derecho a adoptar medidas razonables para proteger su estabilidad.
—He acudido a usted, señor Janek, porque le considero un fiel ciudadano norteamericano —dijo Edwards—. He acudido a usted con la noticia de un terrible crimen que afecta a todos los norteamericanos y a la Federación entera. Un crimen que ha originado una situación que tal vez sólo usted pueda remediar. ¿Por qué me responde con amenazas?
—Es ya la segunda vez que intenta presentarme como potencial salvador del mundo —respondió Janek—. No consigo imaginarme en ese papel. Supongo que comprenderá que no poseo poderes extraordinarios.
—Es usted el secretario del presidente.
—Eso no significa que tenga un contacto especial con él ni que exista una relación íntima o confidencial entre él y yo. Hay momentos, señor Edwards, en que sospecho que los demás me consideran un simple mayordomo, y hay momentos en que incluso yo mismo me siento inclinado a darles la razón.
—Aun así, le ve usted con frecuencia, le ve en situaciones informales, le ve...
—Le veo lo suficiente como para poder asegurarle que el presidente no habría ordenado la destrucción de ese artefacto mecánico el día del Tricentenario —le interrumpió Janek impaciente.
—¿Opina usted que eso es pues imposible?
—No he dicho tal cosa. He dicho que no lo habría hecho. A fin de cuentas, ¿para qué iba a hacerlo? ¿Qué motivos podría tener el presidente para querer destruir un doble androide que había sido un valioso colaborador durante más de tres años de mandato? Y si hubiera querido hacerlo por algún motivo, ¿por qué demonios iba a hacerlo de manera tan increíblemente pública: nada menos que el día del Tricentenario, proclamando así su existencia, corriendo el riesgo de que el público se indignase por haber estado estrechando la mano de un artefacto mecánico, sin mencionar ya las repercusiones diplomáticas por el hecho de emplear tal artefacto para tratar con los representantes de las otras partes de la Federación? Podría haberse limitado simplemente a ordenar su desmantelamiento sin publicidad. Nadie se habría enterado a excepción de unos cuantos altos cargos de la Administración.
—Sin embargo, el presidente no ha sufrido ningún tipo de consecuencias indeseables a resultas del incidente, ¿no es así?
—Ha tenido que reducir el ceremonial. Ya no es tan accesible como era antes.
—Como lo era el robot.
—Bueno —dijo Janek, incómodo—. Sí, supongo que tiene razón.
—Y, en realidad, el presidente fue reelegido, y su popularidad no ha disminuido a pesar de que la destrucción fue pública. El argumento contra la destrucción pública no tiene el peso que usted quiere darle.
—Pero la reelección se produjo a pesar del incidente. Fue resultado de la rápida actuación del presidente, que dio la cara, y sin duda reconocerá usted que el discurso que pronunció fue uno de los más grandes de toda la historia de los Estados Unidos. Fue una actuación absolutamente sorprendente; no puede usted negarlo.
—Fue un drama muy bien escenificado. Yo diría que el presidente ya contaba con eso.
Janek se reclinó en su silla.
—Si le he comprendido bien, señor Edwards, está sugiriendo usted una novelesca intriga tautológica. ¿Intenta decir que el presidente hizo destruir el artefacto, tal como fue destruido, en medio de una multitud, precisamente durante la celebración del Tricentenario, ante los ojos de todo el mundo, para poder ganarse la admiración de todos con su rápida intervención? ¿Sugiere que lo dispuso todo de ese modo para poder demostrar sus cualidades de hombre de vigor y fortaleza inesperados bajo unas circunstancias sumamente dramáticas y transformar así una campaña electoral en la que llevaba las de perder en la campaña triunfal que luego fue...? Señor Edwards, ha estado leyendo usted cuentos de hadas.
—Realmente seria un cuento de hadas si yo afirmase todo eso, pero no lo afirmo —dijo Edwards—. En ningún momento he sugerido que el presidente ordenase asesinar al robot. Sólo le he preguntado si usted lo consideraba posible, y usted me ha respondido bastante enfáticamente que no. Me alegra que ésa sea su opinión, pues yo pienso lo mismo.
—Entonces, ¿a qué viene todo esto? Comienzo a pensar que me está haciendo perder usted el tiempo.
—Sólo un momento más, por favor. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué no hicieron el trabajo con un rayo láser, con un desactivador de campo, con un martillo incluso? ¿Para qué iba a tomarse nadie la increíble molestia de conseguir un arma protegida por las más rigurosas medidas de seguridad gubernamental para hacer un trabajo que no requería semejante arma? Prescindiendo de la dificultad de obtenerla, ¿para qué correr el riesgo de revelar al resto del mundo la existencia de un desintegrador?
—Todo este asunto del desintegrador no es más que una teoría suya.
—El robot desapareció por completo ante mis ojos. Lo estaba observando. No me baso en información de segunda mano para afirmar eso. No importa el nombre que le dé al arma; comoquiera que la llame, su efecto fue desmontar al robot átomo a átomo y dispersar irremediablemente todos esos átomos. ¿Para qué hacer eso? Fue una acción tremendamente excesiva.
—Ignoro qué ideas podía haber en la mente del autor.
—¿Lo ignora? Sin embargo, yo pienso que sólo existe un motivo lógico para una pulverización total cuando un método mucho más simple hubiera conseguido la destrucción. La pulverización no dejó ningún rastro del objeto destruido. No dejó nada que pudiera indicar qué se había destruido, si un robot o cualquier otra cosa.
—Pero no hay dudas en cuanto a lo que era —dijo Janek.
—¿No? Antes he dicho que sólo el presidente podría haber logrado obtener y hacer utilizar un desintegrador. Pero, teniendo en cuenta la existencia de un robot que era su doble, ¿qué presidente lo hizo?
—Creo que no podemos continuar esta conversación. Usted está loco —dijo Janek secamente.
—Piénselo bien —dijo Edwards—. Por el amor de Dios, piénselo bien. El presidente no destruyó al robot. Sus argumentos son convincentes en este sentido. Lo que ocurrió fue que el robot destruyó al presidente. El presidente Winkler fue asesinado en medio de la multitud el cuatro de julio del año dos mil setenta y seis. Un robot que se parece al presidente Winkler pronunció el discurso del Tricentenario, se presentó para la reelección, fue reelegido, y aún actúa como presidente de los Estados Unidos.
—¡Una locura!
—He acudido a usted, a usted, porque usted puede demostrarlo y también puede cambiar las cosas.
—Simplemente no ocurrió como usted dice. El presidente es... el presidente.
Janek hizo ademán de levantarse y poner fin a la entrevista.
—Usted mismo ha dicho que ha cambiado —dijo rápida e insistentemente Edwards—. El discurso del Tricentenario estaba muy por encima de las capacidades del viejo Winkler. ¿No se ha sorprendido usted mismo de todo lo que se ha logrado en los últimos dos años? Sinceramente..., ¿cree que el Winkler del primer mandato podría haber logrado todo esto?
—Sí, podría haberlo hecho, porque el presidente del segundo mandato es el presidente del primer mandato.
—¿Niega que ha cambiado? Lo dejo a su albedrío. Usted decida, y yo acataré su decisión.
—Se ha puesto a la altura de las circunstancias, eso es todo. No es la primera vez que ocurre algo parecido en la historia de los Estados Unidos.
Pero Janek se había dejado caer otra vez en la silla. Se le veía inquieto.
—No bebe —dijo Edwards.
—Nunca bebió... demasiado.
—Ya no frecuenta mujeres. ¿Niega usted que solía hacerlo en el pasado?
—Un presidente es un hombre. Pero estos últimos dos años se ha entregado de lleno al problema de la Federación.
—Es un cambio para bien, debo reconocerlo —dijo Edwards—, pero es un cambio. Naturalmente, si tuviera una mujer, no habría sido posible llevar adelante el engaño, ¿verdad?
—Es una lástima que no tenga esposa —dijo Janek. Pronunció la arcaica palabra de manera algo afectada—. Todo este asunto ni se plantearía si la tuviera.
—El hecho de que no la tenga facilitó la conspiración. Sin embargo, es padre de dos hijos. No creo que hayan visitado la Casa Blanca, ninguno de los dos, desde el Tricentenario.
—¿Por qué iban a hacerlo? Son mayores, tienen su propia vida.
—¿Han sido invitados? ¿El presidente ha manifestado algún interés por verlos? Usted es su secretario particular. Debería saberlo. ¿Han sido invitados?
—Pierde usted el tiempo —dijo Janek—. Un robot no puede matar a un ser humano. Usted sabe que así lo establece la Primera Ley de la robótica.
—Lo sé. Pero nadie ha dicho que el Winkler-robot matase al Winkler-hombre. Cuando el Winkler-hombre estaba en medio de la multitud, el Winkler-robot estaba sobre la tarima, y dudo de que pudiera apuntar un desintegrador desde esa distancia sin causar mayores daños. Tal vez pudo hacerlo, pero lo más probable es que el Winkler-robot tuviera un cómplice, un mandado, si no confundo la jerga que se usaba en el siglo veinte.
Janek frunció el entrecejo. Su cara regordeta hizo un mohín y adoptó una expresión de sufrimiento.
—¿Sabe una cosa? —dijo—: La locura debe de ser contagiosa. Estoy empezando a considerar realmente esa idea enloquecida que usted me plantea. Por suerte, no se tiene en pie. Al fin y al cabo, ¿para qué asesinar en público al Winkler-hombre? Todos los argumentos contra la destrucción del robot en público son igualmente válidos para el asesinato del presidente humano en público. ¿No comprende que eso echa abajo toda la teoría?
—No la echa abajo... —comenzó a decir Edwards.
—Sí, la echa abajo. Nadie, a excepción de unos pocos altos cargos, conocía la existencia del artefacto mecánico. Si el presidente Winkler hubiera sido asesinado en privado y se hubiera hecho desaparecer su cuerpo, el robot podría haber ocupado fácilmente su lugar sin despertar sospechas..., sin despertar las suyas, por ejemplo.
—Siempre habrían quedado esos pocos altos cargos que habrían estado enterados, señor Janek. Habría sido preciso ampliar el círculo de asesinatos. —Edwards se inclinó hacia delante y habló muy seriamente—. Fíjese bien, por lo general no existía ningún riesgo de confundir al ser humano con la máquina. Imagino que el robot no debía utilizarse constantemente, sino que sólo lo sacaban para ocasiones concretas, y que siempre habría unos cuantos individuos clave, tal vez bastantes de ellos, que sabían dónde estaba el presidente y qué estaba haciendo. En ese caso, el asesinato tendría que llevarse a cabo en un momento en que esos altos mandos creyesen verdaderamente que el presidente era el robot.
—No le sigo.
—Mire. Una de las tareas del robot era estrechar las manos a las multitudes; tocar la carne. Mientras esto ocurría, los funcionarios enterados sabrían perfectamente que el que estaba estrechando las manos era, realmente, el robot.