El Robot Completo (33 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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»Echó a correr a toda velocidad hacia aquel cachorro de las tormentas.

»—¡Encárgate de ese maldito cachorro, Emma! —grité. Y, efectivamente, se encargó de él. Lo cogió en sus brazos, y siguió caminando. Le grité hasta que me quedé afónico, pero no regresó. Me dejó para que muriera en medio de la tormenta.

Donovan hizo una dramática pausa.

—Naturalmente, todos vosotros conocéis la Primera Ley: Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Bien, pues Emma Dos simplemente se marchó con aquel cachorro de las tormentas, dejándome atrás para que muriera. Quebrantó la Primera Ley.

»Afortunadamente, conseguí ponerme a salvo. Media hora más tarde, la tormenta amainó. Había sido una racha prematura y temporal. Es algo que ocurre a veces. Corrí apresuradamente a la base, donde llegué con los pies hechos polvo, y las tormentas empezaron realmente al día siguiente. Emma Dos regresó dos horas más tarde que yo, y el misterio se aclaró entonces finalmente, y los modelos MA fueron retirados inmediatamente del mercado.

—¿Y cuál era exactamente la explicación? —quiso saber MacFarlane.

Donovan lo miró seriamente.

—Es cierto que yo era un ser humano en peligro de muerte, Mac, pero para ese robot había algo más que pasaba por delante de eso, que pasaba por delante de mí, que pasaba por delante de la Primera Ley. No olvides que esos robots pertenecían a la serie MA, y que ese robot MA en particular había estado buscando escondites durante algún tiempo antes de desaparecer. Es como si estuviera esperando que algo especial y muy íntimo le ocurriera. Aparentemente, ese algo había ocurrido.

Donovan alzó reverentemente los ojos, y su voz tembló.

—Ese cachorro de las tormentas no era ningún cachorro de las tormentas. Lo llamamos Emma júnior cuando Emma Dos lo trajo consigo al volver. Emma Dos tenía que protegerlo de mi arma. ¿Qué es la Primera Ley, comparada con los sagrados lazos del amor materno?

Círculo vicioso

Uno de los tópicos favoritos de Gregory Powell era que nada se adelantaba poniéndose uno nervioso. Así, cuando Mike Donovan bajó dando brincos la escalera, con el cabello enmarañado por el sudor, él se limitó a fruncir el ceño.

—¿Qué pasa? ¿Te has roto una uña?

—Déjate de tonterías —gruñó Donovan, excitado—. ¿Qué has estado haciendo en los sótanos todo el día? —Respiró profundamente y lanzó—: Speedy no ha vuelto.

Los ojos de Powell se abrieron de par en par un instante y se detuvo en la escalera; a continuación recobró la calma y siguió subiendo. No habló hasta que hubo alcanzado el último peldaño, y entonces:

—¿Le habías enviado a por el selenio?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo hace que está fuera?

—Ahora, cinco horas.

¡Silencio! Era una situación endemoniada. Hacía exactamente doce horas que estaban allí en Mercurio -y metidos ya hasta la cintura en la peor clase de problema. Mercurio había sido durante largo tiempo el mundo gafe del Sistema, pero esto era demasiado, incluso para un gafe.

—Empieza desde el principio y cuéntamelo todo.

Estaban en aquel momento en la sala de radio, que es un equipo ya sutilmente anticuado, sin tocar durante los diez años anteriores a su llegada. Tecnológicamente hablando, incluso diez años significan mucho. No hay más que comparar a Speedy con el tipo de robot que debían de haber tenido en el 2005. Pero el adelanto en robótica de aquellos días era tremendo. Powell tocó cautelosamente una superficie de reluciente metal. El aire de desuso que lo rodeaba todo en la sala -y en toda la Estación- era muy depresivo.

Donovan debió de haberlo sentido. Empezó:

—He intentado localizarlo por radio, pero no lo he cogido. La radio no es ninguna maravilla en la parte de Mercurio donde da el Sol, en cualquier caso no más allá de dos millas. Ésta es una de las razones por las cuales falló la Primera Expedición. Y hasta dentro de unas semanas no tendremos montado el equipo de ultraondas...

—Olvídate de todo esto. ¿Qué has captado?

—He localizado la señal del cuerpo no organizado en la onda corta. Sólo ha servido para conocer su posición. Le he seguido la pista de esta forma durante dos horas y he anotado los resultados en el mapa.

Tenía un trozo amarillento de pergamino cuadrado en el bolsillo de su cadera -una reliquia de la fracasada Primera Expedición-, que arrojó sobre el escritorio con furiosa fuerza, y estiró con la palma de la mano. Powell, con las manos cruzadas sobre su pecho, lo miró a distancia.

El lápiz de Donovan señalaba nervioso:

—La cruz roja es la fuente de selenio. La marcaste tú mismo.

—¿Cuál es? —interrumpió Powell—. MacDougal nos localizó tres antes de marcharse.

—Envié a Speedy a la más cercana, por supuesto. A diecisiete millas. ¿Pero eso qué cambia? —Había tensión en su voz—. Son los puntos marcados con lápiz los que indican la posición de Speedy.

—¿Hablas en serio? Es imposible.

—Así es —rezongó Donovan.

Los pequeños puntos que indicaban la posición formaban un tosco círculo alrededor de la cruz roja de la fuente de selenio. Y los dedos de Powell se dirigieron a su moreno bigote, el signo infalible de la ansiedad.

Donovan añadió:

—Durante las dos horas que he investigado sus movimientos, ha dado la vuelta a esa maldita fuente cuatro veces. Tengo la sensación de que va a continuar así para siempre. ¿Te das cuenta de la situación en la que nos hallamos?

Powell levantó la vista brevemente. y no dijo nada. Oh, sí, se daba cuenta de la situación en la que estaban. Se planteaba tan simplemente como un silogismo. Los únicos bancos de fotocélulas que estaban entre todo el poder del monstruoso Sol de Mercurio y ellos se estaban agotando. Lo único que podía salvarlos era el selenio. La única cosa que podía conseguir el selenio era Speedy. Si Speedy no volvía, no había selenio. Sin selenio, no había bancos de fotocélulas. Sin fotobancos -bien, morirse asándose despacito es una de las formas mas desagradables de hacerlo.

Donovan se frotó salvajemente su mata de pelo rojo y se expresó con amargura:

—Vamos a ser el hazmerreír del Sistema, Greg. ¿Cómo puede haber ido todo de través tan pronto? Envían al gran equipo de Powell y Donovan a Mercurio para informar sobre la conveniencia de volver a abrir la Estación Minera de Mercurio con modernas técnicas y robots, y nosotros lo echamos todo por tierra el primer día. Además, se trata de un trabajo puramente rutinario. Nunca lo olvidaremos.

—Tal vez no tengamos que hacerlo —replicó Powell, en voz baja—. Si no hacemos algo rápidamente, no tendremos ni que olvidarlo... ni siquiera podremos contarlo.

—¡No seas estúpido! Si a ti te hace gracia, Greg, a mí no. Fue criminal enviarnos aquí con un solo robot. Y tú tuviste la brillante idea de que podríamos habérnoslas solos con los bancos de fotocélulas.

—Ahora estás siendo injusto. Fue una decisión mutua, y tú lo sabes. Todo lo que necesitábamos era un kilo de selenio, una placa de dielectrodo de cabeza fija y unas tres horas de tiempo... y en la parte del Sol hay fuentes de puro selenio. El espectrorreflector de MacDougal nos localizó tres en cinco minutos, ¿no es así? ¡Qué demonios! No podíamos haber esperado a la siguiente conjunción.

—Bien, ¿qué vamos a hacer? Powell, tú tienes una idea. Sé que es así, o no estarías tan tranquilo. No eres más héroe que yo. ¡Venga, suéltala!

—Nosotros no podemos ir a buscar a Speedy, Mike... a la parte del Sol no. Incluso los nuevos trajes antisolares sólo sirven para veinte minutos en la luz directa del Sol. Pero ya conoces el viejo dicho: «Monta un robot para cazar otro robot.» Escucha, Mike, tal vez las cosas no estén tal mal. Tenemos seis robots abajo en los sótanos, que podríamos usar, si funcionan. Si funcionan.

Hubo una chispa de repentina esperanza en los ojos de Donovan.

—Te refieres a los seis robots de la Primera Expedición, ¿estás seguro? Deben de ser máquinas subrobóticas. Ya sabes que diez años es mucho tiempo en lo tocante a los prototipos de robots.

—No, son robots. Me he pasado todo el día con ellos y lo sé. Tienen cerebros positrónicos; primitivos, por supuesto —dijo Powell, mientras guardaba el mapa en el bolsillo—. Bajemos.

Los robots estaban en el último sótano, los seis rodeados de enmohecidas cajas de embalaje de contenido incierto. Eran grandes, incluso en extremo, y, aunque estaban colocados en posición de sentados en el suelo, las piernas se esparrancaban ante ellos y las cabezas ocupaban sus buenos dos metros de aire.

Donovan silbó.

—Mira qué tamaño tienen, ¿quieres? Los pechos deben de tener tres metros de contorno.

—Esto es porque están montados con los viejos engranajes McGuffy. He estado mirando su interior; el equipo más miserable que jamás hayas visto.

—¿Los has accionado ya?

—No. No había razón para ello. Pero no creo que estén estropeados. Hasta el diafragma está en estado razonable. Pueden hablar.

Mientras hablaba, había destornillado la placa del pecho al que estaba mas cerca, había insertado la esfera de dos pulgadas que contenía la diminuta chispa de energía atómica que era la vida del robot. Fue difícil encajarla, pero lo consiguió y volvió a atornillar la placa de forma laboriosa. Los controles de radio de los modelos más modernos no eran conocidos diez años antes. Seguidamente, la misma operación con los otros cinco.

Donovan dijo, con desasosiego:

—No se han movido.

—No han recibido órdenes para ello —replicó Powell, sucintamente. Se dirigió de nuevo al primero de la fila y le golpeó el pecho—: ¡Tú! ¿Me oyes?

La cabeza del monstruo se inclinó lentamente y sus ojos se posaron sobre los de Powell. A continuación, con una voz áspera y chillona, como la de un fonógrafo medieval, rechinó:

—¡Sí, Señor!

Powell sonrió divertido a Donovan.

—¿Lo sabias? Era la época de los primeros robots habladores, cuando parecía que se iba a prohibir el uso de los robots en la Tierra. Los fabricantes lucharon mucho y construyeron complejos, buenos y saludables esclavos dentro de las condenadas máquinas.

—No les sirvió de mucho —murmuró Donovan.

—No, no les sirvió, pero te aseguro que lo intentaron —dijo Powell, y se volvió una vez mas hacia el robot—: ¡Levántate!

El robot se elevó despacio y Donovan estiró el cuello y sus fruncidos labios silbaron.

—¿Puedes salir a la superficie? —dijo Powell—. ¿A la luz?

Se hizo un silencio mientras el lento cerebro del robot trabajaba. Luego:

—Sí, Señor.

—Bien. ¿Sabes lo que es una milla?

Otro silencio, y otra escueta respuesta:

—Sí, Señor.

—En ese caso, te llevaremos a la superficie y te indicaremos la dirección. Recorrerás aproximadamente diecisiete millas y, en algún lugar de esta región general, encontrarás a otro robot, más pequeño que tú. ¿Comprendes hasta aquí?

—Sí, Señor.

—Encontrarás a este robot y le ordenarás que vuelva. Si no quiere hacerlo, tendrás que traerlo a la fuerza.

Donovan tiró de la manga de Powell.

—¿Por qué no enviarlo directamente a por el selenio?

—Porque quiero que vuelva Speedy, idiota. Quiero descubrir qué es lo que no va. —y dirigiéndose al robot—: De acuerdo, sígueme.

El robot permaneció inmóvil y su voz retumbó:

—Perdón, Señor, pero no puedo. Primero me tiene que montar.

Y sus torpes brazos se habían juntado con los embotados y grandes dedos entrelazados. Powell miró atónito y luego se pellizcó el bigote.

—Hum... ¡Oh!

A Donovan se le saltaban los ojos de las órbitas.

—¿Vamos a tener que montarlo? ¿Como a un caballo?

—Creo que la idea es ésa. Aunque no sé por qué. No veo la razón... Sí, la veo. Te he explicado que en aquella época causaban molestias con la seguridad de los robots. Evidentemente, debieron de vender la idea de seguridad no permitiendo que se moviesen solos, sin un amo sobre su espalda continuamente. ¿Qué hacemos ahora?

—Estaba pensando precisamente en esto —murmuró Donovan—. Nosotros no podemos salir a la superficie, con un robot o sin él. Oh, por todos los santos. —Y chasqueó los dedos dos veces. Se puso nervioso—. Dame el mapa que te he dado. No lo he estado estudiando durante dos horas para nada. Esto es una Estación Minera. ¿Qué pasa si utilizamos los túneles?

En el mapa, la Estación Minera era un círculo negro, y las líneas luminosas salpicadas de puntos que eran los túneles se extendían como una telaraña.

Donovan estudió la lista de símbolos de la parte inferior del mapa.

—Mira, los puntitos negros dan a la superficie y aquí hay uno que está quizás a tres millas de la fuente de selenio. Aquí hay un número... ¿No crees que lo podían haber escrito más grande...? El 13a. Si los robots conocen el camino...

Powell lanzó la pregunta y recibió la rutinaria respuesta:

—Sí, Señor.

—Ve a por tu traje antisolar —dijo Powell con satisfacción. Era la primera vez que ambos se ponían los trajes antisolares -que marcaba asimismo un momento que ninguno de los dos había esperado cuando llegaron el día antes-, y probaron los incómodos movimientos de sus miembros.

El traje antisolar era mucho más voluminoso y mucho más feo que el traje espacial normal; pero sin embargo considerablemente más ligero, debido al hecho de que en su entera composición no entraba nada metálico. Compuestos de plástico resistente al calor y de capas de corcho químicamente tratadas y equipado con una unidad desecante a fin de mantener el aire completamente seco, los trajes antisolares podían soportar todo el resplandor del Sol de Mercurio durante veinte minutos. Asimismo, de cinco a diez minutos más sin que el ocupante llegase a morir.

Y las manos del robot seguían formando el estribo; tampoco dio muestras del mínimo átomo de sorpresa ante la grotesca figura en la que se había convertido Powell.

La áspera voz de Powell a través de la radio tronó:

—¿Estás preparado para tomar la Salida 13a?

—Sí, Señor.

Bien, pensó Powell; carecían de radio control pero por lo menos estaban equipados con radiorreceptores.

—Móntate en uno de los otros —le dijo a Donovan.

Puso un pie en el improvisado estribo y saltó arriba. El asiento le pareció cómodo; la «montura» se componía de la giba del robot, evidentemente construida con este fin, una ranura poco profunda en cada hombro para los muslos y dos «orejas» alargadas cuyo objetivo era ahora obvio.

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