Authors: Isaac Asimov
—¡Suelta la palanca! ¡Ponte en pie!
El sonido de su voz retumbó como un trueno en el angosto espacio. Demasiado tarde, temió que las vibraciones del aire despertadas por su voz pudieran desencadenar todo el proceso, pero las estrellas en la visiopantalla permanecieron inmutables.
El robot, por supuesto, no hizo el menor movimiento. No podía recibir sensaciones de ninguna clase. Ni siquiera podía responder a la Primera Ley. Había quedado inmovilizado en la eterna mitad de lo que debía haber sido un proceso casi instantáneo.
Recordó las órdenes que había recibido. No permitían ninguna interpretación equívoca: «Toma la palanca con una presión firme. Tira de ella firmemente hacia ti. ¡Firmemente! Mantén tu presión hasta que el tablero de control te informe que has pasado dos veces a través del hiperespacio».
Bien, aún no había pasado a través del hiperespacio ni una sola vez. Cautelosamente, avanzó hacia el robot. Permanecía sentado allí con la palanca firmemente sujeta entre sus rodillas. Eso tenía que haber llevado el mecanismo disparador hasta el punto de contacto. Luego la temperatura de sus manos mecánicas habrían acoplado ese disparador, al estilo de una termocupla, lo suficiente como para que el contacto se estableciera realmente. Black echó una mirada automática a la lectura del termómetro situado en el tablero de control. Las manos del robot estaban a 37 centígrados, tal como correspondía.
Estupendo, pensó sardónicamente. Estoy a solas con esta máquina, y no puedo hacer absolutamente nada.
Lo que le hubiera gustado hacer hubiera sido tomar una barra metálica y reducir aquel robot a virutas. Gozó con aquel pensamiento. Imaginó el horror de Susan Calvin (si es que algún horror podía asomarse en medio de todo aquel hielo, era el horror de ver a un robot destrozado). Como todos los robots positrónicos, aquél pertenecía a la U. S. Robots, había sido construido allí, había sido probado allí.
Tras extraer todo el jugo que le fue posible de aquella imaginaria venganza, se tranquilizó y miró a su alrededor en la nave.
Después de todo, lo que había conseguido hasta entonces era cero.
Lentamente, se quitó el traje. Lo colgó cuidadosamente de una percha. Con cautela, fue de compartimiento en compartimiento, estudiando los enormes circuitos del motor hiperatómico, siguiendo los cables, inspeccionando los relés de campo.
No tocó nada. Había una docena de formas de desactivar el Hipercampo, pero cada una de ellas podía ser desastrosa a menos que supiera como mínimo aproximadamente dónde estaba el error y pudiera orientarse a partir de aquel extremo.
Volvió al panel de control, y gritó exasperado a la grave impasibilidad de las amplias espaldas del robot:
—Dime, ¿quieres? ¿Qué es lo que fue mal?
Sintió la necesidad de atacar al azar la maquinaria de la nave. Hacerla pedazos y terminar con todo. Reprimió firmemente el impulso. Aunque le tomara una semana, debía deducir, de alguna manera, el punto correcto de ataque. Le debía eso a la doctora Susan Calvin y a sus planes para con ella.
Se volvió lentamente sobre sus talones y consideró la situación. Cada parte de la nave, desde el motor en sí hasta el último conmutador, había sido comprobada exhaustivamente una y otra vez en la Base Hiper. Era casi imposible creer que algo pudiera ir mal. No había nada a bordo de la nave.. .
Bueno, sí, había una cosa, por supuesto. ¡El robot! Había sido probado por la U. S. Robots, por unos malditos diablos que afirmaban ser competentes.
Eso era lo que decía desde siempre todo el mundo: un robot siempre hará mucho mejor cualquier trabajo.
Era la frase habitual, basada en parte en las propias campañas publicitarias de la U. S. Robots. Podían construir un robot que fuera mucho mejor que cualquier hombre para cualquier trabajo específico. No «tan bueno como un hombre», sino «mejor que un hombre».
Y mientras Gerald Black miraba al robot y pensaba en eso, sus cejas se contrajeron bajo la estrecha frente y su mirada osciló entre la sorpresa y una loca esperanza.
Se acercó y rodeó al robot. Contempló sus brazos sujetando la palanca de control en posición de disparo, sujetándola eternamente a menos que la nave diera finalmente el salto o la energía del robot se agotara.
—Apostaría –jadeó Black—. Apostaría…
Retrocedió, pensó profundamente y dijo:
—Tiene que ser eso.
Conectó la radio de la nave. Estaba sintonizada ya con la Base Hiper. Le ladró al micrófono:
—Eh, Schloss.
Schloss respondió inmediatamente.
—Gran espacio, Black…
—Déjese de tonterías dijo Black crispadamente—. No haga frases. Sólo quiero estar seguro de que me está escuchando.
—Sí, naturalmente. Estamos todos aquí. Mire…
Pero Black desconectó el audio. Sonrió con un lado de la boca hacia la cámara de televisión de la sala de pilotaje; y eligió una porción del mecanismo del hipercampo que fuera visible desde ella. No sabía cuánta gente podía haber en la sala de recepción. Puede que solamente estuvieran Kallner, Schloss y Susan Calvin. Puede que estuviera todo el personal. En cualquier caso, iba a darles algo digno de ver.
La caja de relés número 3 era adecuada para sus propósitos, decidió. Estaba situada en un hueco de la pared, cubierta con una lisa tapa protectora sellada al frío. Black rebuscó en su bolsa de herramientas y sacó la bifurcada desoldadora de punta roma. Apartó la percha con su traje espacial colgado (tras girar éste de modo que la bolsa de herramientas quedara a su alcance), y se volvió hacia la caja de relés.
Ignorando un último estremecimiento de aprensión, Black alzó el desoldador y estableció contacto en tres puntos separados a lo largo de la soldadura en frío. El campo de fuerza de la herramienta actuó diestra y rápidamente, mientras el mango se calentaba ligeramente en su mano cuando el flujo de energía brotó y salió. El panel quedó suelto.
Miró rápidamente, casi involuntariamente, a la visiopantalla de la nave. Las estrellas eran normales. Él también se sentía normal.
Aquel era el último brote de ánimo que necesitaba. Alzó el pie y estrelló el tacón contra el delicado mecanismo que llenaba el hueco en la pared.
Hubo un estallido de cristales rotos, el metal se retorció, y se vio inundado por un breve chorro de gotitas de mercurio…
Respirando pesadamente, Black conectó de nuevo la radio.
—¿Sigue todavía ahí, Schloss?
—Sí, pero…
—Entonces permítame informarle que el hipercampo a bordo de la Parsec ha sido desactivado. Vengan a buscarme.
Gerald Black no se sentía más héroe que cuando partió hacia la Parsec, pero tampoco menos. Los hombres que lo llevaron hasta el pequeño asteroide acudieron a buscarle. Esta vez aterrizaron. Le dieron amistosas palmadas en la espalda.
La Base Hiper era una enorme masa de personal que aguardaba su llegada, y Black fue vitoreado. Saludó a la multitud y sonrió, como era la obligación de un héroe, pero no sentía ningún triunfo en su interior. Todavía no. Sólo anticipación. El triunfo vendría más tarde, cuando se encontrara con Susan Calvin.
Hizo una pausa antes de descender de la nave. La buscó, y no consiguió verla. El general Kallner estaba allí, aguardándole, recuperada toda su severidad militar y con una fingida expresión aprobadora firmemente pegada a su rostro. Mayer Schloss le sonrió nerviosamente. Ronson, de la Interplanetary Press, lo saludó frenéticamente. Susan Calvin no era visible por ningún lado.
Apartó a un lado a Kallner y Schloss cuando bajó de la nave.
—Primero quiero darme un baño y comer un poco.
No había ninguna duda, al menos por el momento, de que podría imponer su voluntad sobre el general o sobre cualquier otro.
Los guardias de seguridad abrieron camino para él. Se bañó y comió tranquilamente en la intimidad, una intimidad que él mismo había querido. Luego llamó a Ronson de la Interplanetary, y habló brevemente con él. Aguardó la llamada que inevitablemente debería venir a continuación, y al no recibirla se relajó como nunca antes lo había hecho. Todo había ido mucho mejor de lo que había esperado. El propio fallo de la nave había conspirado perfectamente con él.
Finalmente llamó a la oficina del general y exigió una conferencia. Eso era lo que había conseguido… poder exigir. El general de división Kallner dijo simplemente:
—Sí, señor.
Estaban juntos de nuevo. Gerald Black, Kallner, Schloss…, incluso Susan Calvin. Pero era Black quien dominaba ahora. La robopsicóloga, inexpresiva como siempre, se mostraba tan poco impresionada con el triunfo como hubiera podido mostrarse con el desastre, pero parecía resentirse un poco con un sutil cambio de actitud por el hecho de no ser ahora el foco de la atención.
El doctor Schloss se mordisqueó una uña y empezó a decir, cautelosamente:
—Doctor Black, nos sentimos muy agradecidos por su valor y por su éxito. —Luego, como si con ello hubiera abierto un camino, siguió—: De todos modos, destrozar la caja de relés con el tacón fue imprudente y…, bien, fue una acción que no parecía abocada al éxito.
—Fue una acción que difícilmente no hubiera tenido éxito —dijo Black—. ¿Sabe? —aquella era la bomba número uno—, en aquel momento sabía ya lo que había fallado.
Schloss se puso en pie de un salto.
—¿Realmente? ¿Está usted seguro?
—Vaya usted mismo a comprobarlo. Ahora ya no hay ningún peligro. Le diré dónde tiene que mirar.
Schloss volvió a sentarse, lentamente esta vez. El general Kallner se mostró entusiasmado.
—Bien, eso es estupendo, si es cierto.
—Es cierto —dijo Black. Sus ojos se desviaron hacia Susan Calvin, que no dijo nada.
Black estaba gozando con su sensación de poder. Dejó caer la bomba número dos.
—Era el robot, por supuesto. ¿Ha oído eso, doctora Calvin?
Susan Calvin habló por primera vez.
—Lo he oído. De hecho, lo esperaba. Era la única pieza de equipo a bordo de la nave que no había sido probada en la Base Hiper.
Por un momento Black se sintió frustrado.
—Usted no me habló de nada de eso —dijo.
—Como insinuó varias veces el doctor Schloss —dijo la doctora Calvin—, yo no soy una experta en etérica. Mi suposición, que no era más que eso, podía estar muy bien equivocada. Creí que no tenía derecho a condicionar de ninguna forma su misión.
—De acuerdo —murmuró Black—. ¿Acaso imaginó también cómo falló?
—No.
—Bien, falló porque fue construido mejor que un hombre. Ahí estuvo el fallo. ¿No es extraño que el fallo resida en la especialidad misma de la U. S. Robots? Según tengo entendido, construyen robots que son mejores que los seres humanos.
Estaba asaeteándola con sus palabras, pero ella no mordió el anzuelo. En vez de ello, se limitó a suspirar.
—Mi querido doctor Black, no soy responsable de los eslóganes de nuestro departamento de publicidad.
Black se sintió frustrado de nuevo. No era una mujer fácil de manejar.
—Su gente construyó un robot para reemplazar al hombre en los controles de la Parsec —dijo—. Tenía que tirar de la palanca de control hacia sí, colocarla en posición, y dejar que el calor de sus manos estableciera el contacto final. Bastante sencillo, ¿no cree, doctora Calvin?
—Bastante sencillo, doctor Black.
—Y si el robot no hubiera sido construido mejor que un ser humano, la cosa hubiera funcionado. Desgraciadamente, la U. S. Robots se sintió obligada a hacerlo mejor que un hombre. Al robot se le dijo que tirara de la palanca firmemente. Firmemente. La palabra fue repetida, reforzándola, enfatizándola. Así que el robot hizo lo que se le había dicho. Tiró de ella firmemente. Ese fue el fallo. Era fácilmente diez veces más fuerte que un ser humano ordinario para el cual había sido diseñada la palanca de control.
—¡Está usted insinuando…?
—Estoy diciendo que la palanca se dobló. Se torció lo suficiente como para desplazar el mecanismo disparador. Cuando el calor de la mano del robot accionó la termocupla, ésta no hizo contacto. —Sonrió—. Esto no es simplemente el fallo de un robot, doctora Calvin. Es el símbolo del fallo de la idea del robot.
—Oh, vamos, doctor Black —dijo heladamente Susan Calvin—, está ahogando usted la lógica en un mar de psicología misionera. El robot estaba equipado de fuerza bruta, pero también de la necesaria comprensión. Si los hombres que le dieron sus órdenes hubieran utilizado términos cuantitativos en vez del estúpido adverbio «firmemente», eso no hubiera ocurrido. Si hubieran dicho: «Aplica una presión de veintidós kilogramos», todo hubiera ido bien.
—Está diciendo usted —murmuró Black— que las ineptitudes de un robot deben ser suplidas por la ingeniosidad y la inteligencia de un hombre. Le aseguro que la gente de la Tierra lo verá de este modo, y no se sentirá muy dispuesta a perdonar a la U. S. Robots por este fracaso.
—Un momento, Black —dijo rápidamente el general de división Kallner, cargando de nuevo su voz de autoridad—. Todo lo que ha ocurrido es obviamente información clasificada.
—De hecho —dijo Schloss repentinamente—, su teoría aún no ha sido comprobada. Enviaremos un equipo a la nave para averiguarlo. Puede que a fin de cuentas la culpa no fuera del robot.
—Ustedes se encargarán de demostrarlo, ¿verdad? Me pregunto si la gente creerá a una parte interesada. Aparte de lo cual, tengo otra cosa que decir. —Entonces lanzó la bomba número tres—. A partir de este momento, dimito de mi puesto en este proyecto. Renuncio.
—¿Por qué? —preguntó Susan Calvin.
—Porque, como usted bien ha dicho, doctora Calvin, soy un misionero —dijo Black, sonriendo—. Tengo una misión. Creo que le debo a la gente de la Tierra el decirles que la era de los robots ha alcanzado un punto en el cual la vida humana es considerada menos valiosa que la vida de un robot. Ahora resulta posible ordenarle a un hombre que corra un peligro porque un robot es algo demasiado precioso como para someterlo a él. Creo que los terrestres deben oír esto. Hay muchos hombres que tienen muchas reservas respecto a los robots. La U. S. Robots aún no ha conseguido que el uso de los robots sea permitido en el planeta Tierra. Creo que lo que tengo que decir, doctora Calvin, completará el asunto. A causa del trabajo de hoy, doctora Calvin, usted y su compañía y sus robots serán borrados de la faz del sistema solar.
Estaba poniéndola sobre aviso, lo sabía, pero no quería perderse esta escena. Había vivido para aquel instante desde que había partido hacia la Parsec, y no quería renunciar a él.