Authors: Isaac Asimov
—Suave como la manteca —respondió Walenski encendiendo un pitillo—. ¿Qué pasa, sin embargo, doctor? Primero estamos tres días sin trabajo y ahora tenemos todo este lío... —Se echó atrás apoyándose en el codo y echó una bocanada de humo.
—Han venido dos robots más de la Tierra —dijo Black juntando las cejas—. ¿Recuerda las perturbaciones que tuvimos con los robots al penetrar en los campos gamma, antes de que les metiésemos en el cráneo que no tenían que hacerlo?
—Sí. ¿No venían unos nuevos robots?
—Hemos reemplazado algunos, pero principalmente era una cuestión de adoctrinarlos. De todos modos, los que los hacen quieren crear unos robots que no queden tan fuertemente afectados por los rayos gamma.
—Parece extraño, de todos modos, parar todo el trabajo por este asunto de los robots. Creía que nada podía detener la creación de la Zona...
—Eso es la gente de arriba quien tiene que decirlo. Yo..., no hago más que lo que me dicen. Probablemente todo es una cuestión de infl...
—Sí —interrumpió el electricista con una sonrisa y guiñando el ojo—. Siempre hay quien tiene amigos en Washington... Pero mientras mi paga llegue puntualmente, no me preocupo. La cuestión de la Zona no es asunto mío. ¿Qué van a hacer aquí?
—¿Me lo pregunta? Han traído unos robots... más de sesenta, y van a medir sus reacciones. Eso es "todo" lo que sé.
—¿Cuánto tiempo se necesitará?
—Me gustaría saberlo.
—Ya... —dijo Walenski en tono de sarcasmo—. Con tal de que me paguen bien, por mí pueden jugar tanto como quieran.
Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso caía por el aire, sobre él; después, en el último momento, se apartó a un lado, bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de fuerza. En sesenta y tres células de madera, sesenta y tres robots Nst-2 se lanzaron simultáneamente adelante en aquel preciso segundo, antes de que el peso alcanzase al hombre y sesenta y tres fotocélulas instaladas a cinco pies de su posición original, accionaron la punta marcadora e hicieron una pequeña señal en el papel. El peso caía y se elevaba, caía y se elevaba, caía y...
¡Diez veces!
Diez veces los robots saltaron adelante y se detuvieron, mientras el hombre permanecía tranquilamente sentado.
El general Kallner no había vuelto a ponerse su esplendoroso uniforme desde la primera comida dada a los representantes de la U.S. Robots. Entonces, en mangas de camisa, llevaba el cuello abierto y el nudo de la corbata flojo.
Miró esperanzado a Bogert, que seguía impecablemente vestido y cuyas emociones interiores eran sólo delatadas por un ligero sudor en la frente.
—¿Qué le parece? —preguntó el general—. ¿Qué está usted tratando de ver?
—Una diferencia que puede resultar demasiado sutil para nuestros propósitos —respondió Bogert—. Para sesenta y dos de estos robots la necesidad de saltar hacia el ser humano en peligro aparente ha sido lo que llamamos, en lenguaje robótico, una reacción forzosa. Comprenda usted, incluso cuando el robot sabe que al ser humano en cuestión no le ocurrirá nada, y tiene que saberlo después de la tercera o cuarta vez, no puede evitar reaccionar como lo ha hecho. La Primera Ley lo exige.
—¡Bien, y qué!
—Pero el robot sesenta y tres, este Néstor modificado, no tiene tal compulsión. Está bajo una acción libre. Si hubiese querido, hubiera podido continuar en su sitio. "Desgraciadamente" —añadió con un tono de lamento en la palabra—, no ha sido éste su deseo.
—¿Supone usted el porqué?
—Supongo —dijo Bogert encogiéndose de hombros—, que la doctora Calvin nos lo dirá cuando venga. Probablemente con una interpretación horriblemente pesimista, además. Algunas veces es un poco molesta.
—¿Está calificada, verdad? —preguntó el general con cierta inquietud.
—Sí —dijo Bogert—. Está calificada. Entiende en robots como si fuesen sus hermanos. Quizá sea la consecuencia de odiar a los seres humanos con la misma intensidad. En todo caso, psicóloga o no, es sumamente neurótica. Tiene tendencias paranoicas. No se la tome demasiado en serio.
Extendió delante de él un largo rollo de gráficas llenas de líneas quebradas.
—Vea, general, en el caso de cada robot, el tiempo-intervalo entre la caída del peso y el salto de un metro y medio hacia adelante tiende a disminuir a medida que la prueba se repite. Hay una relación matemáticamente definida que gobierna estas cosas y el no conformarse a ello indicaría una marcada anormalidad en el cerebro positrónico. Desgraciadamente, aquí todos parecen normales.
—Pero si nuestro Néstor 10 no responde obedeciendo a una fuerza obligatoria, ¿por qué su curva no es diferente? No lo entiendo.
—Es muy sencillo. Las reacciones robóticas son perfectamente análogas a las humanas, ésta es la lástima. En los seres humanos, la acción voluntaria es más lenta que el reflejo. Pero con los robots no es éste el caso; es una mera cuestión de libertad de elección; por lo demás, la rapidez de la acción forzosa y la libre es la misma. Lo que yo había esperado era que Néstor 10 fuese pillado de sorpresa la primera vez y dejase transcurrir un intervalo demasiado grande antes de responder.
—¿Y no fue así?
—Temo que no.
—Entonces, no hemos llegado a ninguna parte —dijo el general, echándose atrás con expresión contrariada—. Hace ya cinco días que están ustedes aquí...
En aquel momento entró Susan Calvin y volvió a cerrar la puerta con un fuerte golpe.
—Retire sus gráficas de aquí, Peter. Ya sabe usted que no demuestran nada.
Murmuró algo con impaciencia al ver que el general se levantaba para saludarla y prosiguió:
—Vamos a tener que intentar algo más urgente. No me gusta todo lo que ocurre.
—¿Pasa algo? —preguntó Bogert, cambiando una mirada con el general.
—¿Específicamente? ¡No! Pero no me gusta que Néstor 10 siga eludiéndonos. Es un mal asunto. Debe halagar su vanidoso sentido de superioridad. Mucho me temo que su complejo no sea ya meramente el de obedecer órdenes. Me parece que se está convirtiendo en una aguda necesidad neurótica, para él, ir más allá que los humanos. Es una situación malsana y peligrosa. Peter, ¿hizo usted lo que le pedí? ¿Ha establecido los factores inestables del Nst-2 modificado siguiendo las líneas que le pedí?
—Está en marcha —respondió el matemático sin interés.
Susan lo miró durante un momento con rencor y se volvió hacia el general.
—Néstor 10 se ha dado cuenta, desde luego, de lo que estamos haciendo, general. No tiene necesidad alguna de morder el cebo en este experimento, especialmente después de la primera vez, cuando tiene que haber visto que el sujeto no corre peligro. Los otros no podían abstenerse; pero él está fingiendo deliberadamente la reacción.
—¿Y qué cree usted que debemos hacer, doctora Calvin?
—Imposibilitarle, falsificar su reacción la próxima vez. Repetiremos el experimento, pero con una modificación. Estableceremos unos cables de alta tensión entre los robots y el sujeto, capaces de electrocutar los modelos Néstor en cantidad suficiente para que no puedan saltar por encima de ellos; el robot se dará cuenta de que tocar los cables significa la muerte.
—¡Alto! —exclamó súbitamente Bogert, indignado—. No vamos a electrocutar dos millones de dólares de robots para localizar a Néstor 10. Hay otros medios.
—¿Está usted seguro? No hemos encontrado ninguno. De todos modos, no se trata de electrocución. Podemos aplicar un contacto que cortará la corriente en el momento de soltar el peso. Si el robot pisa los cables, no será electrocutado. Pero el robot "no lo sabrá".
—¿Saldrá bien esto? —dijo el general con un brillo de esperanza en los ojos.
—Creo que sí. En estas condiciones, Néstor 10 tiene que permanecer en su silla. Puede recibir la orden de tocar los cables y morir, porque la Segunda Ley de obediencia es anterior a la Tercera Ley de autoconservación; pero esta orden no la recibirá, será meramente dejado a su propio impulso, como todos los demás robots. En el caso de los robots normales, la Primera Ley de la seguridad humana los llevará a la muerte aun sin haber recibido orden expresa. Pero en el caso de nuestro Néstor 10, no. Sin la Primera Ley completa, y sin haber recibido órdenes específicas, la Tercera Ley, la de autoconservación, será la más fuerte y no tendrá más remedio que permanecer en su sitio. Será una acción forzosa.
—¿Lo hacemos esta noche, entonces?
—Esta noche —dijo la doctora en psicología— si los cables pueden tenderse a tiempo. Voy a explicar a los robots lo que vamos a hacer.
Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso caía sobre él, rápido; después, en el último momento, se apartó a un lado bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de energía.
Sólo una vez...
Y desde su silla plegable de la cabina de observación, la doctora Susan Calvin se levantó de un salto, abriendo la boca horrorizada.
Sesenta y tres robots permanecían sentados inmóviles en sus sillas, mirando con ojos de milano el hombre en peligro que tenían delante. Ni uno de ellos se movió.
La doctora Calvin estaba furiosa hasta casi lo insoportable. Tanto más furiosa, por no atreverse a demostrarlo delante de los robots, que iban entrando y saliendo uno a uno de la habitación. Comprobó la lista. Ahora tenía que entrar el Veintiocho. Faltaban todavía veinticinco.
Entró el número Veintiocho, receloso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Susan, tratando de conservar la calma.
Con una voz apagada e incierta, el robot contestó:
—No he recibido nombre todavía. Soy un Nst-2 y ocupaba el número veintiocho en la hilera. Tengo aquí una tira de papel que voy a darle.
—¿Habéis estado ya aquí alguna otra vez?
—No.
—Siéntate. Vas a contestar a algunas preguntas, número Veintiocho. ¿Estabas en la Sala de Radiaciones del Edificio Dos hace unas cuatro horas?
El robot tuvo dificultad en contestar; finalmente lo hizo con un ronquido, como de una maquinaria que necesitase aceite.
—Sí, doctora.
—Había allí un hombre que estaba casi en peligro de sufrir daño, ¿no?
—Sí, doctora.
—Y tú no hiciste nada ¿verdad?
—No, doctora.
—A aquel hombre pudo ocurrirle daño por causa de tu inacción. ¿Sabes esto, verdad?
—Sí, doctora. No pude evitarlo, doctora. —Es difícil imaginar una voluminosa figura metálica sin expresión gimiendo, pero casi lo consiguió.
—Quiero que me digas exactamente por qué no hiciste nada por salvarlo.
—Quiero explicárselo, doctora. No quiero que creas..., que "nadie", crea... que soy capaz de causar daño a un ser humano. ¡Oh, no, esto sería horrible... e inconcebible!
—¡Por favor, no te excites, muchacho! No te censuro nada. Quiero solamente que me digas qué pensabas en aquel momento.
—Doctora, antes de que todo aquello ocurriese, nos dijiste que uno de los humanos estaría en peligro por aquel peso que se caía y que tendríamos que cruzar unos cables eléctricos si queríamos intentar salvarlo. Bien, esto no me hubiera detenido. ¿Qué es mi destrucción comparada con la seguridad de un humano? Pero... se me ocurrió que si yo moría al ir a salvarlo, estaría muerto sin objeto alguno y quizá algún día otro humano podría sufrir un daño que no hubiera sufrido si yo hubiese estado todavía en vida. ¿Me entiendes, doctora?
—¿Quieres decir que era una mera elección entre la muerte del humano solo o la muerte de los dos?
—Eso es. Era imposible salvar al humano. Podía considerársele muerto. En este caso era inconcebible que yo corriese a la muerte..., sin haber recibido órdenes.
La doctora en psicología sacó un lápiz. Había oído la misma historia con insignificantes variaciones veintisiete veces ya. La pregunta crucial venía ahora.
—Oye —dijo—, tu punto de vista tiene sus razones, pero no es lo que yo hubiera creído que eras capaz de pensar. ¿Se te ocurrió a ti?
—No —dijo el robot después de haber vacilado.
—¿A quién se le ocurrió, pues?
—Anoche estábamos hablando y uno de nosotros tuvo esta idea, y nos pareció a todos razonable.
—¿A cuál?
El robot quedó sumido en profunda reflexión.
—No lo sé. Uno de nosotros.
—Nada más —dijo Susan con un suspiro.
El robot siguiente era el Veintinueve. Después vinieron treinta y cuatro más.
También el general Kallner estaba enojado. Durante una semana estera toda la Hyper Base había estado inmovilizada, a excepción de algún trabajo de papeleo sobre los asteroides subsidiarios del grupo. Y entonces los representantes, o por lo menos la mujer, hacían proposiciones inaceptables.
Afortunadamente para la situación general, Kallner juzgaba imposible poner de manifiesto abiertamente su cólera.
—¿Por qué no, general? —insistía Susan Calvin—. Es evidente que la actual situación es desgraciada. La única forma como podemos encontrar algún resultado en el futuro, o en lo que nos quede de futuro en este asunto, es separar los robots. No podemos conservarlos juntos por más tiempo.
—Mi querida doctora Calvin —gruñó el general con una voz que había alcanzado los registros bajos de un barítono—, no veo cómo alojar separadamente sesenta y tres robots en este sitio...
—Entonces no puedo hacer nada —interrumpió Susan levantado los brazos en un gesto de desesperación—. Néstor 10 imitará lo que hagan los demás robots o inducirá a los demás a no hacer lo que no puede hacer él. Y en ambos casos, es un mal asunto. Estamos en pugna con el condenado robot desaparecido y por ahora nos gana. Cada victoria suya agrava la anormalidad.
Se puso en pie con rígida determinación.
—General Kallner, si no puede separar los sesenta y tres robots como le pido, me veo obligada a pedirle que los sesenta y tres sean destruidos inmediatamente.
—¿Lo pide usted, verdad? —preguntó Bogert interviniendo súbitamente con rabia—. ¿Y quién le da a usted derecho a pedirá semejante cosa? Estos robots permanecer n como están. Soy yo el responsable de ellos, no usted.
—Y yo —añadió el general Kallner—, soy el responsable del Coordinador del Mundo..., y tengo que solucionar esto.
—En tal caso —saltó en el acto Susan Calvin— no me queda otro camino que dimitir. Si es necesario para forzarle a usted a la indispensable destrucción, daré publicidad al asunto. No fui yo quien dio su aprobación a la manufactura de los robots modificados.