El Robot Completo (60 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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Black aguardó al segundo final, cuando el robot tirara de la palanca hacia sí. Black podía imaginar un buen número de posibilidades, y todas ellas saltaron de forma casi simultánea en su mente.

Primero se produciría el corto parpadeo que indicaría la partida a través del hiperespacio y el regreso. Pese a que el intervalo de tiempo sería notablemente corto, el regreso no se produciría exactamente en el mismo punto de la partida, y además habría como un parpadeo. Siempre lo había.

Luego, cuando la nave regresara, podría descubrirse quizá que los dispositivos que mantenían la estabilidad del campo sobre el enorme volumen de la nave habían resultado inadecuados. El robot podía ser tan sólo un amasijo de acero. La nave podía ser un amasijo de acero.

O sus cálculos podían haberse excedido algo y la nave no regresar jamás. O peor aún, la Base Hiper podía ser arrastrada junto con la nave y no regresar jamás tampoco.

O, por supuesto, todo podía ir bien. La nave podía parpadear y regresar en perfecto estado. El robot, con su mente intocada, podía alzarse de su asiento y señalar así el completo éxito del primer viaje de un objeto construido por el hombre más allá del control gravitatorio del Sol.

El último minuto iba desgranándose.

Finalmente llegó el último segundo, y el robot aferró la palanca de control y tiró firmemente de ella hacia sí…

¡Nada!

Ningún parpadeo. ¡Nada!

La Parsec nunca abandonó el espacio normal.

El general de división Kallner se quitó la gorra para secarse su brillante frente, y al hacerlo dejó al descubierto una cabeza calva que hubiera envejecido diez años su apariencia si su tensa expresión no lo hubiera hecho ya. Había pasado casi una hora desde el fracaso de la Parsec, y no se había hecho nada.

—¿Cómo ocurrió? ¿Cómo ocurrió? No lo comprendo.

El doctor Mayer Schloss, que a los cuarenta años era el «gran viejo» de la joven ciencia de las matrices de los hipercampos, dijo impotente:

—No hay nada erróneo en la teoría de base. Apostaría mi vida en ello. Tiene que haber algún fallo mecánico en algún lugar de la nave. Nada más. —Lo había dicho una docena de veces—. Creí que todo había sido comprobado —había dicho también.

—Lo ha sido, señor, lo ha sido. Sin embargo…

Y así.

Permanecían sentados mirándose mutuamente en la oficina de Kallner, que había sido despejada ahora de todo el personal y a la que no se permitía entrar a nadie. Ninguno de los dos se atrevía a mirar a la tercera persona presente.

Los delgados labios de Susan Calvin y sus pálidas mejillas no mostraban ninguna expresión. Dijo fríamente:

—Pueden consolarse con lo que les dije antes. Es dudoso que todo esto hubiera resultado algo útil.

—Ahora no es momento para viejas discusiones —gruñó Schloss.

—No estoy discutiendo nada. La Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos se limita a proporcionar robots fabricados según especificaciones concretas para cualquier utilización legal por parte de un comprador legal. Nosotros hicimos nuestra parte. Sin embargo, les informamos que no podíamos garantizarles poder extraer conclusiones referentes al cerebro humano a partir de nada que pudiera ocurrirle al cerebro positrónico. Nuestra responsabilidad termina aquí. No hay nada que discutir.

—Gran espacio —dijo el general Kallner, en un tono que hizo que la imprecación sonara débil—, no discutamos sobre eso.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —murmuró Schloss, volviendo nuevamente al tema pese a todo—. Hasta que no sepamos exactamente lo que ocurre a la mente en el hiperespacio no podemos hacer ningún progreso. La mente de un robot es al menos capaz de análisis matemático. Es un inicio, una forma de empezar. Y hasta que no lo intentemos… —Alzó la vista bruscamente—. Pero el asunto no es su robot, doctora Calvin. No estamos preocupados por él o por su cerebro positrónico. Maldita sea, mujer… —su voz alcanzó los límites del grito.

La robopsicóloga lo redujo al silencio con una voz que apenas se levantó un poco por encima de su monótono nivel.

—Nada de histerismos, por favor. A lo largo de toda mi vida he asistido a muchas crisis, y nunca he visto que ninguna se resolviera por la histeria. Deseo respuestas a algunas preguntas.

Los gruesos labios de Schloss temblaron, y sus ojos profundos hundidos parecieron retirarse aún más en sus órbitas, dejando pozos de sombras en su lugar. Dijo ásperamente:

—¿Tiene usted algunos conocimientos de ingeniería etérica?

—Esa es una pregunta irrelevante. Soy robopsicóloga jefe de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos. Hay un robot positrónico sentado a los controles de la Parsec. Como todos tales robots, es alquilado y no vendido. Tengo derecho a pedir información relativa a cualquier experimento en el cual se halle implicado tal robot.

—Hable con ella, Schloss —ladró el general Kallner—. Tiene…, tiene razón.

La doctora Calvin volvió sus pálidos ojos hacia el general, que había estado presente en la época del asunto del robot perdido, y que por lo tanto cabía esperar que no cometería el error de subestimarla. (Schloss estaba enfermo cuando ocurrió todo aquello, de modo que lo sabía todo de oídas, lo cual no es tan efectivo como la experiencia personal. )

—Gracias, general —dijo.

Schloss miró impotente de uno a la otra y murmuro:

—¿Qué es lo que quiere saber?

—Obviamente, mi primera pregunta es: ¿cuál es su problema, si no se trata del robot?

—Pero si el problema es lo más obvio del mundo. La nave no se ha movido. ¿Acaso no puede verlo? ¿Está usted ciega?

—Lo veo perfectamente. Lo que no veo es su obvio pánico acerca de algún fallo mecánico. ¿Acaso su gente no espera fallos de tanto en tanto?

—Son los gastos —murmuró el general—. La nave es infernalmente cara. El Congreso Mundial… las asignaciones de fondos… —Calló.

—La nave aún sigue ahí. Una ligera revisión, una corrección, y ya está. No puede crear tantos problemas.

Schloss se había recuperado un poco. La expresión de su rostro era la de un hombre que ha atrapado su alma con ambas manos, la ha agitado violentamente, y la ha puesto en pie. Su voz adoptó incluso un tono de paciencia.

—Doctora Calvin, cuando hablo de fallo mecánico, quiero decir algo como un relé trabado por una mota de polvo, una conexión impedida por una mancha de grasa, un transistor inutilizado por una momentánea expansión de calor. Una docena de cosas así. Un centenar de cosas así. Cualquiera de ellas puede ser algo solamente temporal. Puede dejar de tener efecto en cualquier momento.

—Lo cual significa que en cualquier momento la Parsec puede cruzar el hiperespacio y volver después de todo.

—Exactamente. ¿Comprende usted ahora?

—En absoluto. ¿No es eso precisamente lo que quieren ustedes?

Schloss hizo un movimiento como si quisiera atrapar un doble puñado de pelo y tirar fuertemente de él.

—Usted no es un ingeniero etérico —dijo.

—¿Es eso lo que le ata la lengua, doctor?

—Habíamos preparado la nave —dijo Schloss desalentadamente— para efectuar un salto desde un punto definido del espacio tomando como referencia el centro de gravedad de la galaxia a otro punto. El regreso tenía que efectuarse al punto original, corregido por el movimiento del sistema—solar. En la hora que ha pasado desde que la Parsec hubiera debido moverse, el sistema solar ha variado su posición. Los parámetros originales a los cuales está ajustado el hiperespacio ya no son aplicables. Las leyes normales del movimiento no se aplican al hiperespacio, e iba a tomarnos una semana de computaciones calcular un nuevo juego de parámetros.

—¿Quiere decir que si la nave se mueve ahora regresará a algún punto impredecible a miles de kilómetros de distancia?

—¿Impredecible? —Schloss sonrió huecamente—. Sí, podría llamarlo así. La Parsec puede terminar en la nebulosa de Andrómeda o en el centro del sol. En cualquier caso, las posibilidades de volver a verla alguna vez están en contra nuestra.

Susan Calvin asintió.

—Entonces la situación es que si la nave desaparece, como puede hacerlo en cualquier momento, unos cuantos miles de millones de dólares del dinero de los contribuyentes desaparecerán de forma irrecuperable y, podríamos decir, a causa de su impericia.

El general de división Kallner no hubiera saltado más perceptiblemente si le hubieran clavado profundamente una aguja en las posaderas.

La robopsicóloga continuó:

—De alguna forma, entonces, el mecanismo del hiperespacio de la nave debe ser desconectado, y lo más pronto posible. Hay que desconectar o arrancar o saltar algo —terminó diciendo, casi hablando para sí misma.

—No es tan sencillo —dijo Schloss—. No puedo explicárselo completamente, puesto que no es usted una experta en etérica. Es como intentar cortar un circuito eléctrico normal cortando unos cables de alta tensión con unas tijeras de podar. Puede ser desastroso. Será desastroso.

—¿Quiere decir usted que cualquier intento de cortar el mecanismo puede lanzar a la nave al hiperespacio?

—Cualquier intento al azar es muy probable que lo haga. Las hiperfuerzas no están limitadas por la velocidad de la luz. Es muy probable que no posean ningún limite de velocidad en absoluto. Eso hace las cosas extremadamente difíciles. La única solución razonable es descubrir la naturaleza del fallo y aprender de ella una forma segura de desconectar el campo.

—¿Y cómo se propone hacer eso, doctor Schloss?

—Me parece que lo único que podemos hacer —dijo Schloss— es enviar a uno de nuestros robots Néstor…

—¡No! No sea estúpido —interrumpió Susan Calvin.

Gélidamente, Schloss dijo:

—Los Néstor están familiarizados con los problemas de ingeniería etérica. Serán ideales…

—Completamente descartado. Usted no puede utilizar uno de nuestros robots positrónicos para una finalidad como esa sin mi permiso. No lo tiene, y no lo tendrá.

—¿Cuál es la alternativa?

—Tiene que enviar usted a uno de sus ingenieros.

Schloss agitó violentamente la cabeza.

—Imposible. El riesgo implicado es demasiado grande. Si perdemos una nave y un hombre…

—Sea como sea, no usará usted un robot Néstor —dijo el general—. Todo este problema ha de llegar a las más altas esferas.

—Yo de usted no lo haría aún —dijo ásperamente Susan Calvin—. Lo único que conseguirá será ponerse a disposición de la benevolencia del gobierno si lo hace sin ninguna sugerencia o plan de acción. No va a salir muy bien parado, estoy segura.

—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó el general, usando de nuevo su pañuelo.

—Envíe a un hombre. No hay otra alternativa. Schloss había palidecido más allá de un gris ceniciento.

—Es fácil de decir. Envíe a un hombre. Pero ¿a quién?

—He estado considerando ese problema. ¿No hay aquí un joven, creo que su nombre es Black, al que tuve ocasión de conocer en mi anterior visita a la Base Hiper?

—¿El doctor Gerald Black?

—Creo que sí. Por aquel entonces estaba soltero. ¿Sigue estándolo?

—Sí, creo que sí.

—Entonces sugeriría que lo trajeran aquí, dentro de quince minutos, y que mientras tanto yo tenga acceso a sus antecedentes.

Suavemente se había hecho la dueña de la situación, y ni Kallner ni Schloss hicieron ningún intento por disputarle su autoridad.

Black había visto a Susan Calvin a distancia en aquella su segunda visita a la Base Hiper. No había hecho ningún movimiento por acortar aquella distancia. Ahora que había sido llamado a su presencia, se dio cuenta de que estaba mirándola con revulsión y desagrado. Apenas se dio cuenta de la presencia del doctor Schloss y del general Kallner de pie a su lado.

Recordó la última vez que se había enfrentado a ella, siendo sometido a una fría disección en beneficio de un robot perdido.

Los fríos ojos grises de la doctora Calvin se clavaron firmemente en sus ardientes ojos marrones.

—Doctor Black —dijo—, creo que comprende usted la situación.

—Sí —dijo Black.

—Habrá que hacer algo. La nave es una inversión demasiado grande como para perderla. La mala publicidad significaría probablemente el fin del proyecto.

Black asintió.

—He estado pensando en eso.

—Espero que haya pensado usted también en que será necesario que alguien aborde la Parsec, descubra lo que ha fallado y… esto… lo desactive.

Hubo una momentánea pausa. Black dijo secamente:

—¿Qué estúpido haría algo así?

Kallner frunció el ceño y miró a Schloss, que se mordió los labios y dejó que sus ojos se perdieran en la nada.

—Por supuesto —dijo Susan Calvin—, hay la posibilidad de una activación accidental del hipercampo, en cuyo caso la nave puede ir a parar más allá de cualquier posible alcance. Por otra parte, puede regresar a algún lugar dentro de los limites del sistema solar. Si es así, no se regateará ningún dinero o esfuerzo por recuperar hombre y nave.

—¡Idiota y nave! —exclamó Black—. Es sólo una corrección.

Susan Calvin prescindió del comentario.

—Le he pedido permiso al general Kallner para depositar esa responsabilidad sobre sus hombros. Es usted quien irá.

No hubo la menor pausa entonces. Black, de la forma más clara posible, dijo:

—Señora, no me estoy presentando voluntario.

—Ni siquiera suman una docena los hombres de la Base Hiper que poseen los conocimientos suficientes como para tener una oportunidad de realizar esta operación con éxito. De aquellos que conozco, le he seleccionado a usted sobre la base de nuestro anterior conocimiento. Usted aportará a esa tarea una comprensión…

—Mire, no me estoy presentando voluntario.

—No tiene elección. ¿Se da cuenta de su responsabilidad?

—¿Mi responsabilidad? ¿Qué es lo que la hace mía?

—El hecho de que usted es el más adecuado para el trabajo.

—¿Sabe usted el riesgo?

—Creo que sí —asintió Susan Calvin.

—Yo sé que no. Usted nunca vio a ese chimpancé. Mire, cuando he dicho «idiota y nave», no estaba expresando una opinión. Estaba constatando un hecho. Arriesgaré mi vida si debo hacerlo. No alegremente quizá, pero la arriesgaré. Arriesgar el convertirme en un idiota, pasar el resto de mi vida en un embrutecimiento animal, es algo a lo que no voy a arriesgarme, eso es todo.

Susan Calvin miró pensativamente al sudoroso e irritado rostro del joven ingeniero.

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