El Robot Completo (59 page)

Read El Robot Completo Online

Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
6.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bien, sí, doctora Calvin, esto lo comprendo. Pero ¿por qué abandonó su sitio Néstor 10? 

—¡Ah!... El doctor Black y yo habíamos hecho un pequeño arreglo. No eran los rayos gamma los que inundaban el espacio entre los robots y yo, sino los infrarrojos. Rayos ordinarios de calor, absolutamente inofensivos. Néstor 10 sabría que eran rayos infrarrojos inofensivos y se lanzó adelante como esperaba que harían los demás bajo la compulsión de la Primera Ley. Sólo una fracción de segundo demasiado tarde recordó que el Ns-2 normal puede detectar la radiación pero no puede identificar el tipo. Qué él sólo pudiese identificar las longitudes de onda, por la instrucción que había recibido en Hyper Base, bajo la dirección de meros seres humanos, era en aquel momento demasiado humillante de recordar. Para los robots normales el área era fatal, les habíamos dicho que lo sería, y sólo Néstor sabía que mentíamos.

Hizo una pausa, antes de terminar.

—Y por un solo momento olvidó, o no quiso recordar, que otros robots pueden ser más ignorantes que los seres humanos. Su misma superioridad lo perdió. Buenas tardes, general.

Riesgo

La Base Hiper había vivido para aquel día. Ocupando toda la tribuna de la sala de observación, en un orden de precedencia estrictamente dictado por el protocolo, había un grupo de oficiales, científicos, técnicos y otros que solamente podían ser catalogados con la calificación general de «personal». De acuerdo con sus temperamentos individuales, aguardaban esperanzados, intranquilos, conteniendo el aliento, ansiosos, o temerosos de aquella culminación de sus esfuerzos.

El hueco interior del asteroide conocido como la Base Hiper se había convertido para aquel día en el centro de una esfera de férrea seguridad que se extendía a más de quince mil kilómetros a su alrededor. Ninguna nave podía entrar en aquella esfera y sobrevivir. Ningún mensaje podía abandonarla sin escrutinio previo.

A mil quinientos kilómetros de distancia, más o menos, un pequeño asteroide se movía exactamente en la órbita en la que había sido emplazado un año antes, una órbita que circundaba la Base Hiper en un círculo tan perfecto como era posible. El número de identidad del pequeño asteroide era H937, pero nadie en la Base Hiper lo llamaba de otro modo que Él. («¿Has estado en él hoy?» «El general está en él, echando humo», y finalmente el pronombre personal había alcanzado, la dignidad de la mayúscula.)

En Él, desocupado ahora que se aproximaba el segundo cero, estaba la Parsec, la única nave de su clase jamás construida en la historia del hombre. Aguardaba, sin tripulación humana, lista para su despegue hacia lo inconcebible.

Gerald Black que, como uno de los brillantes ingenieros etéricos jóvenes, ocupaba un puesto de primera fila, hizo chasquear sus amplios nudillos, se secó las sudorosas palmas en la manchada bata blanca, y dijo ácidamente:

—¿Por qué no va a molestar usted al general, o a la dama que lo acompaña?

Nigel Ronson, de la Interplanetary Press, miró brevemente a través del estrado hacia el resplandeciente general de división Richard Kallner y a la anodina mujer que estaba a su lado, apenas distinguible junto al rutilante uniforme del hombre.

—Lo haría —dijo—, pero estoy interesado en las noticias.

Ronson era bajo y regordete. Llevaba el pelo cuidadosamente peinado al cepillo, cortado a menos de un centímetro, el cuello de la camisa abierto, y las perneras de sus pantalones largas hasta los tobillos, en una fiel imitación de los periodistas que eran más populares en la televisión. Sin embargo, era un buen periodista.

Black era robusto, y su negro pelo dejaba poco espacio para su frente, pero su cerebro era tan hábil como sus gruesos dedos torpes. Dijo:

—Ellos tienen todas las noticias.

—Tonterías —replicó Ronson—. Kallner no tiene apenas cuerpo bajo todos esos entorchados. Quíteselos, y no encontrará más que un transmisor enviando órdenes a los de abajo y cargando su responsabilidad a los de arriba.

Black estuvo a punto de sonreír, pero reprimió su sonrisa.

—¿Qué hay acerca de la doctora? —preguntó.

—La doctora Susan Calvin, de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos —entonó el periodista—. La dama tiene hiperespacio en el corazón y helio liquido en los ojos. Pasaría a través del sol y saldría por el otro lado envuelta en llamas congeladas.

Black se acercó un poco más a la sonrisa.

—¿Qué le parece el director Schloss, entonces?

—Sabe demasiado —dijo Ronson sin reflexionar—. Pero con el tiempo que pierde alimentando la débil llamita de la inteligencia en sus oyentes y disminuyendo la antorcha de su propio cerebro por miedo a cegarlos permanentemente con su deslumbrante fuerza, termina siempre por no decir nada.

Esta vez Black mostró sus dientes.

—Entonces dígame por qué me ha escogido a mí.

—Muy fácil, doctor. Lo observé, e imaginé que era usted demasiado feo como para ser estúpido y demasiado listo como para perderse una posible oportunidad de hacerse un paco de buena publicidad personal.

—Recuérdeme que le dé un puñetazo algún día —dijo Black—. ¿Qué es lo que quiere saber?

El hombre de la Interplanetary Press señaló hacia el pozo y preguntó:

—¿Va a funcionar eso?

Black miró también hacia abajo, y sintió un vago estremecimiento, como si acabara de recibir una ráfaga del tenue viento nocturno marciano. El pozo era una enorme pantalla de televisión, dividida en dos. Una mitad era una vista general de Él. En la gris superficie llena de cráteres de Él se hallaba la Parsec brillando tenuemente a la débil luz del sol. La otra mitad mostraba la sala de control de la Parsec. No había vida en aquella sala de control. En el asiento del piloto había un objeto cuya vaga humanidad no ocultaba en ningún momento el hecho de que era tan sólo un robot positrónico.

—Físicamente, amigo, eso funcionará —dijo Black—. El robot lo hará hasta su objetivo y regresará. ¡Espacio!, qué éxito tuvimos con esa parte del asunto. Yo la presencié toda. Vine aquí dos semanas después de obtener mi graduación en física etérica y he estado aquí, sin tomarme vacaciones ni permisos, desde entonces. Estaba aquí cuando enviamos la primera pieza de alambre de hierro a la órbita de Júpiter y la hicimos volver a través del hiperespacio…, y conseguimos tan sólo limaduras de hierro. Estaba aquí cuando enviamos ratones blancos hasta allí y los hicimos volver y conseguimos carne picada de ratón.

»Después de eso pasamos seis meses estableciendo un hipercampo estable. Tuvimos que eliminar intervalos tan pequeños como diezmilésimas de segundo de punto a punto a fin de hacer viable el hiperviaje. Después de eso, los ratoncitos blancos empezaron a regresar intactos. Recuerdo cómo estuvimos una semana celebrándolo cuando un ratón blanco regresó vivo y vivió diez minutos antes de morir. Ahora viven durante tanto tiempo como podemos seguir cuidándolos.

—¡Espléndido! —dijo Ronson.

Black le miró de soslayo.

—Dije: físicamente, funcionará. Esos ratoncitos blancos que regresan…

—¿Sí?

—Carecen de mente. Ni siquiera una pequeña mente tipo ratón. No comen. Tienen que ser alimentados a la fuerza. No se emparejan. No corren. Se quedan sentados. Sentados. Sentados. Eso es todo. Finalmente arreglamos las cosas para enviar un chimpancé. Fue lastimoso. Era algo demasiado parecido a un ser humano como para que el contemplarlo fuera soportable. Regresó convertido en un montón de carne que podía hacer unos limitados movimientos arrastrantes. Podía mover los ojos, y a veces podía escarbar. Gemía y se sentaba sobre sus propios excrementos sin moverse en absoluto. Alguien le pegó un tiro un día, y todos nos sentimos agradecidos por ello. Le diré esto, amigo: nada que haya ido nunca al hisperespacio ha vuelto trayéndose su mente consigo.

—¿Puedo publicar eso?

—Después de este experimento, quizá. Esperan grandes cosas de él.

Black alzó ligeramente una comisura de la boca.

—¿Usted no?

—¿Con un robot en los controles? No.

Casi automáticamente, la mente de Black regresó a aquel interludio, hacía algunos años, cuando había sido inconscientemente responsable de casi la pérdida de un robot. Pensó en los robots Nestor que habían llenado la Base Hiper con su conocimiento adquirido y sus perfeccionistas imperfecciones. ¿De qué servía hablar de robots? Él no era, por naturaleza, un misionero.

Pero entonces Ronson, llenando el prolongado silencio con un poco de charla intrascendente, dijo, mientras reemplazaba el chicle de su boca con una nueva barra:

—No me diga que es usted un antirrobots. Siempre he oído decir que los científicos eran el único grupo que no es antirrobots.

La paciencia de Black se rompió. Dijo:

—Eso es cierto, y ahí está el problema. La tecnología funciona a base de robots. Cualquier trabajo tiene que tener un robot al lado, o el ingeniero a cargo se siente estafado. Desea usted un sujeta-puertas: compre un robot con unos pies pesados. Eso es cierto.

Estaba hablando con una voz baja e intensa, dirigiendo directamente las palabras al oído de Ronson.

—Eh, yo no soy un robot. No la tome conmigo. Soy un hombre. Homo sapiens. Ha estado a punto de romperme un hueso. ¿No es eso una prueba?

Pero una vez lanzado, Black necesitaba algo más que una frivolidad para detenerle.

—¿Sabe usted cuánto tiempo se ha perdido preparando todo esto? —preguntó—. Hemos construido un robot perfectamente generalizado y le hemos dado una orden. Punto. Yo oí dar esa orden. La he memorizado. Breve y concisa: «Toma la palanca con una presión firme. Tira de ella firmemente hacia ti. ¡Firmemente! Mantén tu presión hasta que el tablero de control te informe que has pasado dos veces a través del hiperespacio».

»De modo que, a la hora cero, el robot agarrará la palanca de control y tirará de ella firmemente hacia sí. Sus manos han sido calentadas hasta la temperatura de la sangre. Una vez la palanca de control se halla en posición, la expansión calorífica completa el contacto y se inicia el hipercampo. Si le ocurre algo a su cerebro durante el primer viaje a través del hiperespacio; no importa. Todo lo que necesita hacer es mantener la posición un microinstante, y la nave regresará y el hiperespacio se desconectará. Nada puede ir mal. Luego estudiaremos todas sus relaciones generalizadas y veremos lo que ha ido mal, si es que algo ha ido mal.

Ronson parecía desconcertado.

—Todo eso tiene sentido para mí.

—¿De veras? —preguntó Black amargamente—. ¿Y qué es lo que aprenderá usted del cerebro de un robot? El suyo es positrónico, el nuestro es celular. El suyo es metálico, el nuestro es proteínico. No son lo mismo. No hay punto de comparación. Sin embargo, estoy convencido de que sobre las bases de lo que aprendan, o crean que han aprendido del robot, enviarán a hombres al hiperespacio. ¡Pobres diablos!… Mire, no se trata de una cuestión de morir. Se trata de volver sin mente. Si hubiera visto usted al chimpancé, sabría lo que quiero decir. La muerte es algo limpio y definitivo. Lo otro…

—¿Ha hablado usted a alguien de esto? —preguntó el periodista.

—Sí —dijo Black—. Dicen lo mismo que usted. Dicen que soy un antirrobots, y eso lo arregla todo para ellos. Mire a Susan Calvin, ahí. Puede ver que ella no es antirrobots. Vino especialmente de la Tierra para observar este experimento. Si hubiera habido un hombre a los controles, ella ni siquiera se habría molestado. ¡Pero qué importa!

—Eh —dijo Ronson—, no se detenga ahora. Hay más.

—¿Más qué?

—Más problemas. Usted ha explicado lo del robot. Pero ¿por qué todas esas repentinas medidas de seguridad?

—¿Eh?

—Oh, vamos. De pronto, no puedo enviar mis transmisiones. De pronto, las naves no pueden acercarse a esta zona. ¿Qué es lo que está pasando? Esto tan sólo es otro experimento. El público sabe acerca del hiperespacio y de lo que sus chicos están intentando hacer, así que ¿por qué todo este secreto?

La resaca de la irritación estaba fluyendo todavía sobre Black, irritación contra los robots, irritación contra Susan Calvin, irritación ante el recuerdo de aquel robot perdido en el pasado. Descubrió que le quedaba todavía un poco de irritación para dirigirla contra aquel irritante periodista pequeño y sus irritantes preguntas pequeñas.

“Veamos cómo se lo toma”, se dijo a sí mismo.

—¿De veras desea saberlo? —preguntó.

—Apueste.

—De acuerdo. Nunca habíamos iniciado un hipercampo para un objeto que tuviera más de una millonésima del tamaño que éste. Eso significa que el hipercampo que pronto va a ser iniciado es algo así como un millón de millones de veces más energético que cualquier otra cosa que jamás hayamos manejado. No estamos seguros de lo que puede hacer.

—¿Qué quiere decir?

—La teoría nos dice que la nave será limpiamente depositada en las cercanías de Sirio y limpiamente devuelta aquí. Pero ¿qué cantidad de volumen de espacio alrededor de la Parsec será arrastrado con ella? Es difícil decirlo. Todavía no sabemos lo suficiente acerca del hiperespacio. El asteroide en el cual se halla posada la nave puede ir con ella y, ¿sabe?, si nuestros cálculos resultan apenas un poco equivocados, es posible que nunca sea devuelto aquí. Puede regresar, digamos, a treinta mil millones de kilómetros de distancia. Y existe una posibilidad de que sea arrastrado algo más que el simple asteroide.

—¿Cuánto más? —preguntó Ronson.

—No podemos saberlo. Hay un elemento de incertidumbre estadística. Es por eso por lo que ninguna nave debe acercarse demasiado. Es por eso por lo que mantenemos las cosas en secreto hasta que el experimento haya terminado felizmente.

Ronson tragó audiblemente saliva.

—Supongamos que alcanza la Base Hiper.

—Existe la posibilidad —dijo Black serenamente—. No muchas posibilidades, o de otro modo el director Schloss no estaría aquí, se lo aseguro. De todos modos, existe una posibilidad matemática.

El periodista miró su reloj.

—¿Cuándo ocurrirá todo eso?

—Dentro de unos cinco minutos. ¿Está usted nervioso?

—No —dijo Ronson pero se sentó muy pálido y no hizo más preguntas.

Black se inclinó sobre la barandilla de la tribuna. Los últimos minutos estaban acabándose.

¡El robot se movió!

Hubo una masa de humanidad inclinándose hacia delante ante aquella señal de movimiento, y las luces descendieron a fin de realzar la luminosidad de la escena de abajo. Pero de momento sólo había sido el primer movimiento. Las manos del robot se acercaron a la barra de contacto.

Other books

Black Stallion and Satan by Walter Farley
All That's True by Jackie Lee Miles
Cetaganda by Lois McMaster Bujold
The Amateur Marriage by Anne Tyler
Orchard of Hope by Ann H. Gabhart
Shifted Temptations by Black, C.E.
The Wolf and the Druidess by Cornelia Amiri