Authors: Isaac Asimov
Siguió con un tono de voz muy atenuado:
—Pero, seguramente, profesor Ninheimer, a su actual edad ya no puede confiar en ganar más de, siendo muy generosos, unos 150.000 dólares durante el resto de su vida. Y lo que le está pidiendo al tribunal es que le ofrezca una recompensa cinco veces superior.
Ninheimer replicó con una aún mayor explosión emocional:
—No es sólo toda mi vida la que he arruinado. No sé aún por cuántas generaciones se me señalará por los sociólogos como... un loco o un maníaco. Mis auténticos logros quedarán enterrados e ignorados. No sólo quedaré arruinado hasta el día de mi muerte, sino por todo el tiempo que seguirá después, porque siempre habrá gente que no se acabará de creer que todo haya sido obra de un robot, que fue el que realizó todos esos añadidos...
Fue en aquel momento cuando el Robot EZ-27 se puso en pie. Susan Calvin no realizó el menor movimiento para detenerle. Siguió sentada e inmóvil, mirando hacia delante. El abogado defensor suspiró imperceptiblemente.
La melodiosa voz de Easy se escuchó con total claridad.
Dijo:
—Me gustaría explicar a todo el mundo que inserté en las pruebas de galeradas ciertos pasajes que parecían oponerse de una manera directa a todo lo que se había dicho previamente...
Incluso el ministerio fiscal se había quedado tan desconcertado ante el espectáculo de aquel robot de más de dos metros, que se levantaba para dirigirse al tribunal, que no fue capaz de pedir que se detuviese el procedimiento, que resultaba obviamente de lo más irregular.
Cuando pudo al fin serenarse, era ya demasiado tarde: Ninheimer se había levantado de la silla del estrado de los testigos, con el rostro demudado.
Gritó de modo salvaje:
—¡Maldita sea, tenías instrucciones de mantener la boca cerrada...!
Se ahogó y dejó de hablar. También Easy permaneció silencioso.
El fiscal se había ya levantado y exigía que el juicio fuese anulado. El magistrado Shane empezó a dar mazazos desesperadamente.
—¡Silencio! ¡Silencio! Existen todas las razones posibles para declarar la nulidad de las actuaciones, excepto que, en interés de la justicia, me gustaría que el profesor Ninheimer completase su declaración. Le he escuchado con la mayor claridad decirle al robot que el robot había recibido instrucciones para mantener la boca cerrada respecto de algo. ¡En su testimonio, profesor Ninheimer, no realizó la menor mención a cualesquiera instrucciones impartidas al robot para que se mantuviese en silencio respecto de alguna cosa!
Ninheimer miró en silencio al juez.
El magistrado Shane prosiguió:
—¿Dio usted instrucciones al Robot EZ-27 para mantener silencio acerca de algo? Y de ser así, ¿acerca de qué?
—Su Señoría —comenzó Ninheimer con voz ronca, pero no pudo continuar.
La voz del juez se fue haciendo cada vez más cortante:
—¿En realidad ordenó que hiciese los añadidos en cuestión en las galeradas y luego le ordenó al robot que mantuviese silencio respecto de su participación en este asunto?
El fiscal presentó con el mayor vigor su objeción, pero Ninheimer gritó:
—¿Y eso qué importa? ¡Sí! ¡Sí!
Y salió corriendo del estrado de los testigos. Se vio detenido en la puerta por el alguacil y se hundió desesperanzado en una de las últimas hileras de sillas, con la cabeza sepultada entre ambas manos.
El magistrado Shane prosiguió:
—Me resulta de lo más evidente que el Robot EZ-27 ha sido traído aquí para realizar una artimaña. Pero hay que tener en cuenta que esta artimaña ha servido para impedir que se cometiese un error judicial, por lo que no puedo sancionar por desacato al abogado defensor. Ahora ha quedado claro, más allá de cualquier duda, de que el demandante ha cometido lo que para mi resulta un fraude por completo inexplicable, puesto que, aparentemente, sabia que iba a arruinar su carrera en el proceso...
La sentencia, naturalmente, fue favorable para la parte demandada.
La doctora Susan Calvin anunció su presencia en los edificios de la residencia para solteros de la Universidad. El joven ingeniero que la había llevado en coche se ofreció a subir con ella, pero la doctora le miró ceñudamente.
—¿Cree usted que me va a atacar? Espéreme aquí.
Ninheimer no se hallaba de humor para asaltar a nadie. Estaba haciendo la maleta, sin perder el menor tiempo, ansioso por alejarse antes de que la adversa conclusión del juicio llegara a conocimiento general.
Se quedó mirando a la Calvin con cierto aire de desafío, y dijo:
—¿Viene usted a avisarme que ahora me demandarán a su vez? De ser así, no les va a servir de nada. No tengo dinero, ni trabajo ni futuro. Ni siquiera podré abonar las costas de este juicio.
—Si lo que busca es mi simpatía —replicó la doctora Calvin con la mayor frialdad—, va de lo más descaminado. Éste es el merecido pago por sus acciones. Sin embargo, no habrá una contrademanda, ni contra usted ni contra la Universidad. Incluso haremos lo que esté en nuestras manos para evitar que acabe en prisión por perjurio. No somos vengativos.
—¿Así que esa es la razón de que no me halle bajo custodia por jurar en falso? Ya me había extrañado. Pero, en realidad —añadió amargamente—. ¿por qué deberían mostrarse vengativos? Ahora ya tienen lo que querían.
—Sí, tenemos parte de lo que deseábamos —replicó la doctora Calvin—. La Universidad seguirá empleando a Easy, con unos honorarios de alquiler considerablemente más elevados. Además, habrá cierta publicidad clandestina en lo referente al juicio, lo cual posibilitará el colocar unos cuantos modelos EZ más en otras instituciones, sin el peligro de que se repitan todos estos problemas.
—¿En ese caso, por qué ha venido a verme?
—Porque aún no tengo todo lo que quiero. Deseo saber por qué odia tanto a los robots. Aunque hubiera ganado el pleito, de todos modos su reputación habría quedado arruinada. El dinero que hubiera conseguido no habría representado una compensación por todo eso. ¿Pero si habría sido una satisfacción por su odio a los robots?
—¿Le interesan las mentes humanas, doctora Calvin? —preguntó Ninheimer con ácida burla.
—En lo que estas reacciones tengan que ver con el bienestar de los robots, sí me interesan. Por esta razón, he aprendido también un poco de psicología humana.
—¡La suficiente para haberme engañado!
—Eso no fue difícil —replicó la doctora Calvin, sin la menor pomposidad—. Lo difícil era hacer la cosa de tal modo que no llegase a lastimar a Easy.
—Eso significa que se halla más preocupada por una máquina que por un hombre.
Se la quedó mirando con un salvaje desprecio.
Aquello no conmovió a la doctora Calvin.
—Sólo lo parece así, profesor Ninheimer. Sólo preocupándonos por los robots se llega uno a preocupar verdaderamente por el hombre del siglo XXI. Lo comprendería mejor si fuese usted robotista.
—He leído ya lo suficiente acerca de robots para saber que no deseo en absoluto ser especialista en Robótica...
—Perdón... Usted ha leído un libro sobre robots. Pero no le ha enseñado nada. Aprendió lo suficiente para saber que podía ordenar a un robot que hiciese muchas cosas, incluso falsear un libro, si lo llevaba a cabo de una manera apropiada. Aprendió lo bastante para saber que no le podía ordenar olvidar algo por completo y sin riesgo de que fuese detectado, pero pensó que sí podía ordenarle simplemente guardar silencio, para una mayor seguridad. Pero se equivocó.
—¿Conjeturó usted la verdad a partir de su silencio?
—No tuve que conjeturar nada. Usted era sólo un aficionado y no sabía lo suficiente como para borrar por completo todas sus huellas. Mi único problema fue probar el asunto al juez y usted fue lo suficientemente amable como para ayudarnos allí, pasando por alto la robótica que tanto alega despreciar.
—¿Esta discusión tiene algún tipo de propósito? —preguntó Ninheimer cansinamente.
—Para mí, sí —replicó Susan Calvin—, porque quiero que comprenda lo mal que ha juzgado a los robots. Redujo al silencio a Easy diciéndole que si le explicaba a alguien cómo usted había distorsionado el libro, perdería el empleo. Eso mantuvo cierto potencial dentro de Easy hacia el silencio, algo que fue lo suficientemente fuerte como para resistir nuestros esfuerzos para hacerle hablar. Y le hubiéramos causado daños a su cerebro de haber persistido.
»Sin embargo, ya en el estrado de los testigos, fue usted mismo el que suscitó un contrapotencial aún más fuerte. Afirmó que, dado que la gente pensaría que había sido usted, y no un robot, el que había escrito los disputados pasajes del libro, acabaría usted perdiendo mucho más que sólo su trabajo. Perdería su reputación, su modo de vida, su respeto, su razón de vivir. Incluso perdería su memoria después de su muerte. Usted mismo introdujo un nuevo y más alto potencial, y eso es lo que le hizo hablar a Easy.
—Dios santo —exclamó Ninheimer, apartando la cabeza.
Calvin se mantuvo inexorable.
Prosiguió:
—¿Comprende por qué habló? No fue para acusarle, sino para defenderle... Resultaba algo matemático el que él iba a asumir toda la culpa del crimen de usted, y negar que usted tuviera algo que ver con el asunto. La Primera Ley exigía eso. Iba a mentir, a dañarse él mismo, para que el perjuicio monetario sólo afectase a una empresa. Él lo único que quería era salvarle a usted. De haber comprendido bien a los robots y a la robótica, debería haberle permitido hablar. Pero usted no lo comprendió, como yo estaba segura que sucedería, tal y como garanticé al abogado defensor de que usted no lo sabría. En su odio hacia los robots, estaba por completo convencido de que Easy actuaría como lo hacen los seres humanos, y que se defendería él mismo y a su costa. Así su ira se desató contra él, pero fue usted el que se destruyó a sí mismo.
Ninheimer respondió, con la mayor mala intención:
—Espero que algún día sus robots se vuelvan contra usted y la asesinen...
—No sea bobo —repuso la Calvin—. Ahora lo que quiero es que me explique por qué hizo todas esas cosas.
Ninheimer sonrió de forma distorsionada, una sonrisa carente por completo de humor.
—¿Debo desmenuzar mi mente, por curiosidad intelectual, y a cambio de una inmunidad respecto de una acusación de perjurio?
—Enfóquelo de esa manera si lo desea —repuso la doctora Calvin sin la menor emoción—. Lo que quiero es que lo explique.
—¿Será de ese modo como protegerá a los robots de una manera más eficiente de los intentos que se hagan contra ellos. ¿Comprendiendo mejor las cosas?
—En efecto, así es.
—Verá... —siguió Ninheimer—, se lo diré... Sólo para observar que no le sirva para nada. Usted no comprende las motivaciones humanas. Sólo entiende a sus malditas máquinas, porque es usted misma una máquina, aunque con piel.
Ninheimer respiraba pesadamente y no hubo el menor titubeo en su perorata, en la que tampoco buscó la precisión. Era como si para él la precisión ya no mostrase la menor utilidad.
Dijo:
—Durante doscientos cincuenta años, la máquina ha estado sustituyendo al hombre y destruyendo todo lo que era artesanía. La alfarería ha acabado en moldes y prensas. Las obras de arte se han visto sustituidas por cachivaches estampados en una matriz. ¡Llámelo progreso si lo desea! El artista se ha visto reducido a la abstracción, confinado en un mundo de ideas. Debe diseñar algo en su mente..., y luego la máquina se dedica a hacer el resto.
»¿Cree usted que la alfarería tiene bastante con la creación mental? ¿Supone que la idea es suficiente? ¿Cree que no hay nada en la sensación de la arcilla en si, en observar cómo la cosa crece, mientras mano y mente trabajan unidas? ¿Le parece que el auténtico crecimiento no actúa como una retroalimentación para modificar y mejorar la idea?
—Pero usted no es un alfarero —le dijo la doctora Calvin.
—¡Yo soy un artista creador! Yo diseño y fabrico artículos y libros. Hay algo más que simplemente pensar en las palabras y en colocarlas en un orden correcto. Si la cosa fuera así, no habría en ello el menor placer, ni tampoco la menor recompensa.
»Un libro va tomando forma en manos del escritor. Uno ve cómo los capítulos crecen y se desarrollan. Se debe trabajar y recrear, y observar cómo los cambios tienen lugar más allá incluso del concepto de original. Uno toma entre las manos las galeradas y ve cómo se ven las frases una vez impresas, y luego se las moldea de nuevo. Existen centenares de contactos entre un hombre y su trabajo en cada una de las fases del juego, y el mismo contacto es placentero y paga con creces a un hombre por el trabajo que dedica a su creación, algo que es superior a cualquier otra cosa. Y su robot nos ha robado todo eso.
—Pero lo mismo hace una máquina de escribir. Y una prensa de imprenta. ¿Lo que usted propone es volver a la iluminación a mano y a los manuscritos?
—Las máquinas de escribir y las de imprimir quitan algo, pero su robot es el que nos priva de todo. Sus robots se han apoderado de las galeradas. Muy pronto ellos, u otros robots, se apoderarán también de la escritura original, de la búsqueda de las fuentes, de comprobar y recomprobar los distintos pasajes, tal vez incluso de realizar las deducciones para las conclusiones. ¿Y qué le quedará entonces al erudito? Sólo una cosa: las estériles decisiones relativas a las órdenes que habrá que dar al robot siguiente... Quiero salvar a las futuras generaciones de estudiosos de un final tan diabólico. Eso significa para mí mucho más que mi propia reputación y por lo tanto estoy decidido a destruir a «E.U. Robots» por todos los medios que estén a mi alcance.
—Pues lo más seguro será que fracase en su intento —repuso Susan Calvin.
—Pero valdrá la pena intentarlo —afirmó Simon Ninheimer.
La doctora Calvin se dio la vuelta y se marchó. Procuró lo mejor que pudo evitar el menor asomo de simpatía hacia aquel hombre destruido.
Pero no lo logró por completo.
Volví a ver a Susan Calvin a la puerta de su oficina. Estaba sacando los archivos.
—¿Cómo van estos artículos, mi joven amigo? —me preguntó.
—Muy bien —dije. Los había estructurado según mi leal saber y entender, dramatizando lo escueto de su relato y añadiendo a la conversación algunos toques de amenidad—. ¿Quiere usted echarles una mirada y decirme si he sido injurioso o me he propasado en algo?
—Con mucho gusto. ¿Quiere que vayamos a la Sala de Juntas? Podremos tomar café.