Authors: Isaac Asimov
El doctor Lanning pareció desconcertado. Virtualmente había estado con la cabeza juntada con la mujer de cabellos grises que se encontraba a su lado. Se puso ahora en pie y la mujer levantó también la mirada de manera inexpresiva.
El doctor Lanning dijo:
—Muy bien, Su Señoría.
Hizo una pausa como si estuviese a punto de lanzarse a pronunciar un gran discurso, y prosiguió con una rabiosa claridad.
—Primera Ley: un robot no puede dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que un ser humano llegue a ser lastimado. Segunda Ley: un robot debe obedecer las órdenes dadas por un ser humano, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia mientras dicha protección no entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley.
—Comprendo —replicó el juez, tomando notas con rapidez—. Estas Leyes están incorporadas a cada robot, ¿no es verdad?
—En todos ellos. Es algo que realiza rutinariamente cualquier robotista.
—¿Y específicamente al Robot EZ-27?
—Sí, Su Señoría.
—Probablemente se le requerirá para que repita esas declaraciones bajo juramento.
—Estoy dispuesto a hacerlo, Su Señoría.
Y se sentó de nuevo.
La doctora Susan Calvin, robopsicóloga en jefe de «E.U. Robots», que era la mujer de cabellos grises que se sentaba al lado de Lanning, miró a su titular superior sin ninguna condescendencia, pero tampoco se mostraba condescendiente con ningún ser humano.
Dijo:
—¿Ha sido exacto el testimonio de Goodfellow, Alfred?
—En lo esencial, sí —musitó Lanning—. No estaba tan nervioso como dice acerca del robot, y más bien lo suficientemente ansioso para hablar de asuntos de negocios conmigo cuando se enteró del precio. Pero no parece existir ninguna drástica distorsión.
La doctora Calvin dijo pensativamente:
—Hubiera sido más prudente poner un precio por encima de los mil dólares.
—Estábamos muy ansiosos de colocar a Easy.
—Lo sé. Tal vez demasiado ansiosos. Podrían tratar de hacer parecer como si tuviésemos algún motivo ulterior.
Lanning parecía exasperado.
—Lo hicimos. Admití eso en la reunión del Consejo de la Universidad.
—Pueden intentar que parezca como si tuviésemos otro objetivo, además del que hemos admitido.
Scott Robertson, hijo del fundador de «E.U. Robots» y aún propietario de la mayor parte de las acciones, se inclinó desde el otro lado de la doctora Calvin y dijo, en una especie de explosivo susurro:
—¿Por qué no hace hablar a Easy para que sepamos dónde estamos realmente?
—Ya sabe que él no puede hablar acerca de eso, señor Robertson.
—Consígalo. Usted es la psicóloga, doctora Calvin. Haga que hable.
—Si la psicóloga soy yo, señor Robertson —replicó fríamente Susan Calvin—, permítame adoptar las decisiones. Mi robot no hará cualquier cosa al precio de su bienestar.
Robertson frunció el ceño e iba a contestar, pero el magistrado Shane estaba dando golpes con su maza de una forma más bien educada y, a regañadientes, se quedaron silenciosos.
Francis J. Hart, jefe del Departamento de inglés y decano de los Estudios para graduados, se hallaba en aquel momento en el estrado. Era un hombre regordete, trajeado meticulosamente con prendas oscuras de un corte conservador y poseedor de varios mechones de cabello que cruzaban la rosada parte superior de su cráneo.
Se hallaba muy retrepado hacia atrás en la silla del estrado de los testigos, con las manos muy bien dobladas encima del regazo y exhibiendo, de vez en cuando, una sonrisa con los labios muy apretados.
Dijo:
—Mi primera conexión con el asunto del Robot EZ-27 fue con motivo de la sesión del Consejo Ejecutivo de la Universidad, en la cual se presentó este tema por parte del profesor Goodfellow. Posteriormente, el diez de abril del año pasado, tuvimos una sesión especial acerca de este asunto, en la cual yo ocupé la presidencia.
—¿Se han conservado las actas de la reunión del Comité Ejecutivo? Es decir, de esa reunión especial...
—Pues no. Constituyó más bien una reunión extraordinaria.
El decano sonrió fugazmente.
—Creímos que debía permanecer con carácter confidencial.
—¿Y qué ocurrió en esa reunión?
El decano Hart no se encontraba muy a gusto presidiendo aquella reunión. Ni tampoco los demás miembros congregados estaban por completo calmados. Sólo el doctor Lanning parecía hallarse en paz consigo mismo. Su alta y demacrada figura y la melena de cabello blanco que la coronaba, le hacían recordar a Hart los retratos que había visto de Andrew Jackson.
Los ejemplos de las tareas del robot se hallaban esparcidos por las regiones centrales de la mesa, y la reproducción de un gráfico trazado por el robot se encontraba ahora en manos del profesor Minott de Química física. Los labios del químico estaban retorcidos en una obvia aprobación.
Hart se aclaró la garganta y dijo:
—No existe la menor duda de que el robot puede llevar a cabo algunas tareas rutinarias dentro de una adecuada competencia. He estado inspeccionando esto, por ejemplo, poco antes de entrar aquí, y se pueden encontrar muy pocos fallos.
Cogió una larga hoja de impresora, unas tres veces más larga que la página media de un libro. Se trataba de una hoja de pruebas de galeradas, previstas para que las corrigieran los autores antes de que los caracteres se compaginasen. A lo largo de los anchos márgenes de la galerada se encontraban todos los signos de corrección, muy claros y en extremo legibles. De vez en cuando, una voz impresa aparecía tachada y una palabra nueva la sustituía en el margen, con unos caracteres tan finos y regulares que podía haber estado también impresa como las demás. Algunas de las correcciones se habían escrito en color azul para indicar que el error original cabía achacarlo al autor, otras aparecían en color rojo, donde el error había sido cometido en la imprenta.
—En realidad —siguió Lanning—, lo que puede aducirse como errores es escasísimo. Incluso diré que no es posible encontrar ningún tipo de error, doctor Hart. Estoy seguro de que las correcciones son perfectas, en la medida en cómo se entregó el manuscrito original. Si el manuscrito cotejado con las galeradas corregidas tenía alguna falta que, en realidad, no correspondiera al idioma inglés, en este caso el robot no es competente para corregir el posible error.
—Aceptamos eso. Sin embargo, el robot ha corregido en ocasiones el orden de las palabras, y no creo que las reglas del idioma inglés sean lo suficientemente estrechas para nosotros como para estar seguros de que, en cada caso, la elección del robot haya sido la correcta.
—El cerebro positrónico de Easy —contestó Lanning, mostrando unos dientes largos al sonreír— se ha modelado de acuerdo con los contenidos de todas las obras básicas acerca de este tema. Estoy seguro de que no puede señalar un caso en que la elección del robot haya sido incorrecta de forma clarísima.
El profesor Minott alzó la mirada del gráfico que aún sostenía en la mano.
—Lo que a mí me preocupa, doctor Lanning, es que no necesitamos en absoluto un robot, dadas todas las dificultades en relaciones públicas que debemos afrontar. La ciencia de la automación ha alcanzado seguramente un punto en el que su empresa sea capaz de diseñar una máquina, un ordenador de tipo corriente, conocido y aceptado por el público, con la competencia suficiente para la corrección de galeradas.
—Estoy seguro de que podríamos hacerlo —replicó envaradamente Lanning—, pero una máquina así requeriría que las galeradas se tradujeran a unos símbolos especiales o, por lo menos, hubiera que transcribirlas a unas cintas. Cualquier corrección posible también aparecería en forma de símbolos. Necesitaría tener a unos hombres dedicados a traducir las palabras a símbolos y los símbolos a palabras. Además, un ordenador de esta clase no podría ejecutar ninguna tarea diferente. No podría trazar la gráfica que ahora, por ejemplo, tiene en la mano...
Minott emitió un gruñido.
Lanning prosiguió:
—El sello característico de un robot positrónico radica en su flexibilidad. Puede realizar un gran número de tareas. Está diseñado igual que un hombre, por lo que puede utilizar herramientas y máquinas que, a fin de cuentas, se han diseñado para que las utilicen los hombres. Puede hablar con usted y usted puede hablar con él. Y hasta cierto punto incluso es posible razonar con el robot. Comparado con el robot más sencillo, un ordenador corriente, con un cerebro no positrónico, es sólo una pesada máquina de calcular.
Goodfellow alzó la mirada y dijo:
—Si podemos hablar y razonar con el robot, ¿cuáles son nuestras posibilidades de llegar a confundirlo? Supongo que carece de capacidad para absorber una cantidad infinita de datos.
—No, no puede. Pero durará unos cinco años dentro de un empleo ordinario. Ya es sabido que cuando necesite que lo despejen, la empresa realiza esa tarea sin presentar ningún tipo de cargo.
—¿La compañía hará eso?
—Sí. La empresa se reserva el derecho del servicio técnico al robot cuando sobrepase el curso ordinario de sus tareas. Ésta es la razón de que conservemos el control sobre nuestros robots positrónicos y los alquilemos en vez de venderlos. En el desarrollo de sus funciones ordinarias, cualquier robot puede ser dirigido por cualquier hombre. Más allá de sus tareas específicas, un robot necesita que lo maneje un experto, y somos nosotros los que podemos prestar esos servicios. Por ejemplo, cualquiera de ustedes puede ajustar un robot EZ en cierta extensión, sólo con decirle que debe borrar esto o aquello. Pero deberían emitir esta orden de cierta manera para que no olvide demasiado o demasiado poco. Y nosotros detectamos esos fallos, puesto que hemos insertado algunos tipos de seguros. Sin embargo, dado que no hay necesidad de borrar todas las cosas de un robot que se refieran a su trabajo ordinario, o para hacer otras inútiles, todo ello no representa ningún problema.
El decano Hart se tocó la cabeza como para asegurarse de que sus cuidadosamente atendidos mechones se encontraban bien distribuidos al azar.
Luego dijo:
—Usted desea que nos quedemos con la máquina. Pero, probablemente, esto constituya una mala proposición por parte de «E.U. Robots». Mil dólares al año de alquiler es un precio ridículamente bajo. ¿Tienen tal vez la esperanza de alquilar otras máquinas semejantes a otras Universidades a un precio más razonable?
—Ciertamente existe una esperanza de ese tipo —replicó Lanning.
—Pero, incluso así, el número de máquinas que puedan alquilar sería limitado. Dudo que de esta forma hagan un buen negocio.
Lanning apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó nerviosamente hacia delante.
—Caballeros, permítanme explicarles las cosas con claridad. Los robots no se pueden emplear en la Tierra, excepto en algunos casos especiales, dado que existe un fuerte prejuicio contra ellos por parte de la gente. «E.U. Robots» es una empresa de gran éxito sólo con nuestros mercados extraterrestres y de los vuelos espaciales, por no decir nada en lo que se refiere a nuestras filiales de ordenadores. Sin embargo, nos preocupan otras cosas además de únicamente los beneficios. Nuestra empresa cree que el empleo de robots en la propia Tierra significaría, llegado el momento, una vida mucho mejor para todos, aunque, al principio, se produjeran algunas perturbaciones de tipo económico.
»Como es natural, los sindicatos están en contra de nosotros, pero seguramente podemos esperar cooperación de las grandes Universidades. El robot, Easy, les facilitará el trabajo en el papeleo académico, siempre y cuando, como es natural, le permitan hacerse cargo del papel de corrector de galeradas. Otras Universidades e instituciones de investigación les imitaran en esto, y si la cosa funciona, tal vez otros robots de otros tipos lleguen a colocarse y las objeciones públicas irán desapareciendo poco a poco.
Minott murmuró:
—Hoy, la Universidad del Nordeste; mañana, el mundo.
Furioso, Lanning musitó a Susan Calvin:
—Yo no fui tan elocuente y ellos tampoco se mostraron tan reluctantes. Por mil dólares al año de alquiler se mostraron ansiosos por quedarse con Easy. El profesor Minott me dijo que jamás había visto un trabajo tan magnífico, y que ni en la gráfica que tenía en la mano, ni en las galeradas, ni en ninguna parte, aparecía el menor error. Hart lo admitió también con entera libertad.
Las severas arrugas verticales en el rostro de la doctora Calvin no se suavizaron.
—Debías haberles pedido más dinero del que podían pagar, y dejar luego que te lo regatearan.
—Tal vez —gruñó.
El fiscal aún no había acabado con el profesor Hart.
—Después de que se fuera el doctor Lanning, ¿votaron acerca de quedarse con el Robot EZ-27?
—Sí, así lo hicimos.
—¿Y cuál fue el resultado?
—La mayoría de los votos se decantaron por la aceptación.
—¿Y lo que dijo usted influyó en la votación?
La defensa objetó al instante la pregunta.
El fiscal la planteó de otra manera:
—¿Qué es lo que le influyó, personalmente, en su voto individual? Porque supongo que usted votaría a favor.
—Voté a favor, sí. Y lo hice, sobre todo, porque había quedado impresionado por la convicción del doctor Lanning respecto de que era nuestro deber, como miembros de la clase dirigente intelectual, permitir que la Robótica ayudase al Hombre en la solución de sus problemas.
—En otras palabras, el doctor Lanning le convenció.
—Ése es su trabajo. Y lo hizo muy bien.
—Su testigo...
El defensor se acercó a la silla del testigo y miró atentamente durante unos largos momentos al profesor Hart. Dijo:
—En realidad, se encontraba más bien ansioso por tener a su servicio al Robot EZ-27, ¿no es cierto?
—Creíamos que si era capaz de realizar el trabajo, en ese caso podía ser muy útil.
—¿Si podía hacer el trabajo? Me ha parecido comprender que usted examinó las muestras del trabajo original del Robot EZ-27 con gran cuidado, aquel día de la reunión, tal y como nos acaba de describir.
—Sí, lo hice. Dado que el trabajo de la máquina tenía que ver, ante todo, con el manejo del idioma inglés, y puesto que es mi campo de competencia, parecía lógico que fuese yo el elegido para examinar el trabajo.