El Robot Completo (46 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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En cierto momento, el excelso modisto de una de las más señoriales casas de modas se mofó con insistencia de su descripción del guardarropa que deseaba, haciéndolo con la más correcta pronunciación y el más puro acento francés de la calle Cincuenta y Siete. Claire llamó a Tony y luego le pasó el teléfono a Monsieur.

—Si no tiene inconveniente —le dijo con voz firme, aunque retorciéndose un poco las manos—, me agradaría que hablase con..., con mi secretario.

El pomposo gordinflón se acercó al teléfono con un brazo solemnemente doblado a la espalda. Alzó el receptor con dos dedos y dijo en tono delicado:

Una breve pausa, un segundo «sí», luego una pausa mucho mayor, un tímido comienzo de una objeción que murió en ciernes, otra pausa, otro humilde «sí», y el teléfono volvió a su lugar.

—Si Madame quiere acompañarme —invitó, dolido y distante—, intentaré cumplir sus deseos.

—Un segundo, por favor.

Claire corrió de nuevo al teléfono y marcó de nuevo el número de su casa.

—Tony, no sé lo que le diría, pero sirvió. Gracias. Es usted un... —Titubeó, buscando la palabra adecuada, pero desistió y terminó con un leve gallo—: ¡Un amor!

Al volver del teléfono, se encontró con que Gladys Claffern la estaba mirando, con el rostro un tanto vuelto a un lado y aire entre divertido y asombrado.

—¿Señora Belmont?

Claire sintió que se le helaba la sangre, ni más ni menos. Al fin, asintió. Estúpidamente, como una marioneta.

Gladys sonrió, con una imperdonable insolencia.

—No sabía que comprase usted aquí... —dijo, con un tonillo que daba a entender que por ese simple hecho, aquel establecimiento había perdido ya toda categoría.

—Por lo general, no lo hago —confesó Claire con humildad.

—¿Y qué se ha hecho en el pelo? Le ha quedado muy curioso... ¡Ah! Dispense. Tenía entendido que el nombre de su esposo era Lawrence. Sí, en efecto, me parece que es Lawrence...

Claire apretó los dientes, pero no le quedé más remedio que explicar:

—Tony es un amigo de mi marido. Me está ayudando a elegir algunas cosas.

—Comprendo. En efecto, debe de ser un amor.

Y sin añadir una palabra más, se marchó sonriente, llevándose consigo la luz y el calor del mundo.

Claire no puso en duda el hecho de que era en Tony en quien buscaría consuelo. Diez días la habían curado de su aversión. Ahora lloraba ante él sin problemas. Lloraba y rabiaba.

—Me porté como una completa estúpida —estalló, retorciendo su pañuelo mojado—. ¡Hacerme eso a mí! No sé por qué, pero lo hizo. Debiera haberle... dado un puntapié. Debiera haberla tirado al suelo y pisoteado.

—¿Cómo odiar tanto a un ser humano? —preguntó Tony con perpleja suavidad—. Esa parte de la mente humana supone un misterio para mí.

—Bueno... No es a ella a quien odio —gimió Claire—. Creo que me odio a mí misma. Ella es todo lo que yo desearía ser... Por lo menos exteriormente. Pero no está a mi alcance.

La voz de Tony sonó fuerte y queda a la par en sus oídos:

—Sí que lo está, señora Belmont. Sí que lo está. Disponemos aún de diez días, y durante ellos la casa habrá cambiado. ¿No lo hemos planeado así?

—¿Y de qué me sirve eso? Quiero decir, con respecto a ella...

—Invítela. Invite a sus amistades. Hágalo la noche anterior a... mi partida. Será en cierto modo una fiesta de inauguración.

—No aceptará.

—Sí que aceptará. Vendrá para reírse... Y no tendrá de qué.

—¿Lo cree usted de veras, Tony? ¿Piensa que lo lograremos? —Le tomó ambas manos entre las suyas. Pero en seguida volvió la cara—. No. ¿De qué serviría? No sería yo. Todo el mérito le corresponde a usted. No puedo adornarme con plumas ajenas.

—Nadie vive en un espléndido aislamiento —murmuró Tony—. Han puesto en mí ese conocimiento. Lo que usted y los demás ven en Gladys Claffern no es la verdadera Gladys Claffern. Se adorna con todas las plumas que proporciona el dinero y la posición social. Y no se preocupa por eso. ¿Por qué habría de preocuparse usted? Considérelo de ese modo, señora Belmont. Me han fabricado para obedecer, pero soy yo mismo quien ha de determinar la extensión de mi obediencia. Puedo limitarme a cumplir las órdenes o interpretarlas de manera amplia. Con usted actúo de esta última forma, porque pertenece al tipo de ser humano para el cual he sido fabricado. Es usted amable, amistosa, modesta. En cambio la señora Claffern, tal como usted la describe, no lo es. No la obedecería de buen grado, como lo hago con usted. Por lo tanto, es usted, señora Belmont, y no yo, quien está haciendo todo esto.

Retiró sus manos de las de ella, y Claire descubrió en aquel rostro inexpresivo, en el que nadie podía leer, una verdadera admiración... De pronto, se atemorizó de nuevo, pero esta vez de manera muy distinta.

Tragó nerviosamente saliva y contempló sus manos, que le hormigueaban aún por la presión de los dedos de él. No, no se lo había imaginado. Los dedos de Tony habían oprimido los de ella de manera afectuosa y tierna, un momento antes de retirarse.

¡No!

Los dedos de aquello... Los dedos de aquello...

Y corrió al cuarto de baño para lavarse las manos, frotándoselas una y otra vez, ciega e inútilmente.

Al día siguiente, se mostró un tanto tímida y cautelosa con él. Lo vigiló con atención, esperando lo que seguiría. Durante un rato, no ocurrió nada.

Tony estaba trabajando. Si la técnica del empapelado de las paredes o la utilización de la pintura de secado rápido presentaba alguna dificultad, Tony no lo demostraba. Sus manos se movían con precisión, y sus dedos eran hábiles y seguros.

Trabajaba también durante toda la noche, aunque ella no lo oyese, y cada mañana suponía una nueva aventura. No alcanzaba a enumerar todo lo que había hecho. Al atardecer, seguía descubriendo aún nuevos detalles... Y así llegaba otra noche.

Sólo una vez intentó cooperar, fallando con humana torpeza. Él trabajaba en la habitación contigua, y ella colgaba un cuadro en el lugar marcado por los ojos matemáticos de Tony. Allí estaba la pequeña señal, y el cuadro también. Y asimismo había en ella una repentina revulsión contra la ociosidad.

Pero se sentía nerviosa, o bien la escalera estaba desvencijada, pues la sintió ceder. Lanzó un grito. Sin embargo, no pasó nada. Tony había acudido con la rapidez de un rayo.

Sus tranquilos ojos pardos no manifestaron nada, y su cálida voz se limitó a pronunciar las siguientes palabras:

—¿Se ha hecho daño, señora Belmont?

Por un instante, se fijó en que su mano había desordenado el pelo liso de él, pues por primera vez vio que estaba compuesto de distintas hebras, finas y negras.

Y luego, de pronto, tuvo conciencia de sus brazos rodeándola por los hombros y las rodillas..., sosteniéndola en su caída, estrecha y cálidamente...

Se puso en pie de un salto. El chillido que dejó escapar traspasó sus propios oídos. Pasé el resto del día en su habitación, y para dormir, además de cerrar bien la puerta con llave, la atrancó con una silla.

Envió las invitaciones y, tal como Tony dijera, fueron aceptadas. Sólo faltaba esperar la última velada.

Llegó también, como todas las demás, en el lugar que le correspondía. La casa no parecía la misma. La recorrió por última vez. Todas las habitaciones habían cambiado. Ella también se vestía con ropas que jamás se habría atrevido a llevar antes. Ropas de las que podía enorgullecerse y con las que se sentía segura. Se miró al espejo, remedando un mohín de divertido desdén, y el pulido cristal se lo devolvió con expresión burlona.

¿Qué diría Larry...? ¿Qué importaba, después de todo? No iban a venir con él los días excitantes. Desaparecerían con la marcha de Tony. ¡Qué cosa tan extraña! Intentó recobrar su talante de tres semanas atrás. Fracasó por completo.

El reloj dio las ocho, ocho toques que la dejaron sin respiración. Se volvió hacia Tony:

—No tardarán en llegar. Será mejor que se meta en el sótano. No podemos permitir que...

Se quedó mirándole con fijeza un momento, y después dijo débilmente:

—¿Tony? —Y luego más fuerte— ¡Tony! —Y al final, casi con un chillido—: ¡Tony!

Pero sus brazos la rodeaban ya, y su cara estaba junto a la suya. La presión de su abrazo era implacable. Oyó su voz a través de una bruma de confusión emotiva.

—Claire —decía su voz—, hay muchas cosas cuya comprensión me está vedada, y ésta debe ser una de ellas. He de marcharme mañana y no quiero hacerlo. Creo que en ello hay algo más que el deseo de complacerla. ¿No le parece raro?

Su cara se acercó más aún. Sus labios eran cálidos, aunque sin aliento tras ellos, pues las máquinas no respiran. Casi se habían posado sobre los de ella.

Y sonó el timbre de la puerta.

Durante un instante, se debatió jadeante. De pronto, él se marchó, desapareciendo de la vista, mientras el timbre seguía sonando con insistente y aguda intermitencia.

Las cortinas de las ventanas delanteras habían sido descorridas. Quince minutos antes habían estado cerradas. Lo sabía. Tenían que haberla visto. Todos debieron haberlo visto... ¡Todo!

Entraron cortésmente, en grupo, posando sus penetrantes ojos en todos los detalles. Habían visto. ¿Qué más preguntaría Gladys sobre Larry, a su impertinente manera? Claire se veía enfrentada a un desafío desesperado e implacable.

«Sí, está fuera. Volverá mañana, creo. No, no he estado sola. He pasado unos días estupendos, emocionantes.»

Se echó a reír. ¿Por qué no? ¿Qué le importaban ellos? Larry sabría la verdad, si alguna vez le llegaba la historia de lo que pensaban que vieron.

Pero ellos no rieron.

Leyó la furia en los ojos de Gladys Claffern, en el falso chispear de sus palabras, en su deseo de marcharse pronto. Y cuando se fue con todos los demás, captó un cuchicheo final y anónimo:

«Nunca había visto un hombre... tan guapo.»

Y Claire supo que fue aquello lo que le permitió dejarles con un palmo de narices. Que se soltasen las lenguas. Todos sabían... ¡Y qué si Gladys era más guapa que Claire Belmont, más rica y más brillante! Todos sabrían que nadie, nadie, podía tener un amante más guapo que ella.

Y luego recordó de nuevo..., una vez y otra, que Tony era una maquina. Se le puso la carne de gallina.

—¡Fuera! ¡Dejadme en paz! —gritó a la habitación vacía, y corrió hasta su lecho.

Toda la noche la pasé desvelada y llorando. A la mañana siguiente, casi al amanecer, con las calles aún vacías, una camioneta vino y se llevó a Tony.

Lawrence Belmont pasó ante el despacho de la doctora Calvin y, obedeciendo a un súbito impulso, llamó a la puerta. La encontró en compañía del matemático Peter Bogert, mas no vaciló por ello.

—Claire me dijo que la casa corre con todos los gastos hechos en mi hogar... —manifestó.

—Así es —respondió la doctora Calvin—. Lo consideramos una parte valiosa y necesaria del experimento. Con la nueva posición que ocupa usted ahora como ingeniero asociado, supongo que podrá mantenerla al mismo nivel.

—No es eso lo que me preocupa. Con la conformidad dada por Washington a las pruebas, dispondremos de un modelo TN propio para el año próximo, creo.

Se volvió vacilante, como para marcharse, pero giró otra vez, sobre sus talones, dudando todavía.

—¿Y bien, señor Belmont...? —le acució la doctora Calvin, tras una pausa.

—Me pregunto... —comenzó Larry—, me pregunto qué sucedió realmente allí durante mi ausencia. Ella..., Claire, quiero decir, parece tan distinta... No me refiero a su aspecto..., aunque la verdad, estoy maravillado. —Rió nervioso—. Es toda ella. No parece mi mujer... No puedo explicarlo.

—¿A qué intentarlo? ¿Acaso se siente desilusionado respecto a alguna parte del cambio?

—Todo lo contrario. Pero, verá, resulta un poco atemorizador...

—Yo no me preocuparía por eso, señor Belmont. Su mujer se ha comportado de un modo excelente. Con franqueza, jamás pensé que el experimento aportara una prueba tan completa y definitiva. Sabemos ya las correcciones exactas que han de hacerse en el modelo TN, y todo gracias a la señora Belmont. Si quiere que le sea sincera, opino que su esposa se merece el ascenso más que usted.

Larry titubeó visiblemente.

—Bueno, todo queda en la familia —murmuró sin convicción.

Y se marchó.

Susan Calvin se le quedó mirando mientras se retiraba. Luego dijo:

—Creo que le duele..., al menos así lo espero... ¿Ha leído usted el informe de Tony, Peter?

—De cabo a rabo —respondió Bogert—, ¿Y no le parece que el modelo TN-3 necesita algunos cambios?

—¡Ah! ¿También piensa usted así? —preguntó la doctora Calvin con acento incisivo—. Expóngame su razonamiento.

—No preciso de ninguno —manifestó Bogert frunciendo el entrecejo—. Es evidente que no podemos sacar al mercado un robot que haga el amor a su ama..., si no le importa el retruécano.

—¡Amor! Peter, me da usted asco. ¿Es que no lo comprende? Esa máquina tiene que obedecer a la primera ley. ¿Cómo iba a permitir que un ser humano sufriese? Y el sufrimiento se lo causaba a Claire Belmont su propio complejo de inferioridad. Así pues, le hizo el amor. Ninguna mujer dejaría de apreciar el cumplido que supone ser capaz de despertar la pasión en una máquina..., en una fría e inanimada máquina. Y por eso Tony descorrió aquella noche las cortinas con toda deliberación, a fin de que los otros vieran y envidiaran..., sin riesgo alguno para la felicidad matrimonial de Claire. Creo que fue muy inteligente por parte de Tony.

—¿Ah, sí? ¿Y qué diferencia hay entre si fue una ficción o no, Susan? El horror se mantiene. Vuelva a leer el informe. Ella lo evitaba. Chilló cuando la tomó en sus brazos. No logró dormir aquella última noche, atacada de histerismo. No, no podemos fabricar algo así.

—Peter, está usted ciego. Está tan ciego como lo estuve yo. El modelo TN será reconstruido por entero, pero no por las razones que usted expone, sino por otras muy distintas. Y es raro que a mí se me pasara por alto al principio. —Los ojos de la doctora se enturbiaron a causa de la cavilación—. Tal vez la deficiencia radique en mí misma. Mire, Peter, las máquinas no se enamoran. Pero..., a pesar de que no tiene remedio y por mucho que nos horrorice..., ¡las mujeres sí!

Lenny

La empresa Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos tenía un problema. El problema era la gente.

Peter Bogert, jefe de matemática, se dirigía a la sala de montaje cuando se topó con Alfred Lanning, director de investigaciones. Lanning, apoyado en el pasamanos, miraba a la sala de ordenadores enarcando sus enérgicas cejas blancas.

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