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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (69 page)

BOOK: El Robot Completo
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—¿Y no lo han hecho?

—Se nos dijo exactamente qué era lo que teníamos que buscar.

—¿Sí?

—En pocas palabras, señor Byerley, y para no andarnos con circunloquios, se nos ha dicho que lo registráramos a usted.

—¿A mí? —preguntó el fiscal con una sonrisa que cada vez era más amplia—. ¿Y cómo pretenden hacerlo?

—Hemos traído con nosotros una unidad de radiaciones Penet...

—¿Entonces su idea es someterme a una sesión de rayos X? ¿Tienen autorización para ello?

—Vio usted mi orden.

—¿Puedo verla de nuevo?

Harroway, con su frente brillando con algo más que entusiasmo, le entregó la orden por segunda vez.

Con voz llana, Byerley dijo:

—Leo aquí como descripción de lo que hay que registrar, cito: «La casa perteneciente a Stephen Alien Byerley, situada en el 355 de Willow Grove, Evanstron, junto con cualquier garaje, almacén u otras estructuras o edificios a él pertenecientes, junto con todos los terrenos a él pertenecientes...», y así. Completamente en orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada acerca de registrar mi interior. Yo no formo parte de mi propiedad. Puede registrar usted mis ropas si cree que llevo un robot escondido en el bolsillo.

Harroway tenía muy claro en su mente a quién debía aquel trabajo. Y no tenía la menor intención de echarse atrás ante aquella oportunidad de conseguir un puesto superior con una paga mucho más alta.

—Mire —dijo, con el débil eco de una bravata—, tengo autorización para registrar todos los muebles de su casa, y cualquier otra cosa que encuentre en ella. Usted está en ella, ¿no? 

—Una notable observación. Estoy en ella. Pero no pertenezco a ella. No soy una pieza de mobiliario. Como ciudadano adultamente responsable, tengo el certificado psiquiátrico que lo prueba, poseo ciertos derechos bajo las leyes regionales. Registrarme a mí representa violar mi derecho a la intimidad. Este documento no es suficiente.

—Seguro, pero si usted es un robot, no tiene ningún derecho a la intimidad.

—Cierto..., pero este documento sigue sin ser suficiente. Me reconoce implícitamente como un ser humano.

—¿Dónde? —Harroway lo miró fijamente.

—Donde dice: «La casa perteneciente a», y lo que sigue. Un robot no puede tener propiedades. Y puede decirle usted a su empleador, señor Harroway, que si intenta extender un documento similar en el cual no se me reconozca implícitamente como un ser humano, se verá enfrentado inmediatamente a un requerimiento judicial y una demanda civil, que le obligarán a probar que soy un robot mediante elementos de convicción que posea actualmente, o en caso contrario a pagarme una indemnización astronómica por intentar privarme ilegalmente de mis derechos bajo la ley regional. Le dirá usted todo eso, ¿quiere?

Harroway se dirigió hacia la puerta. Se volvió.

—Es usted un abogado marrullero. —Llevaba la mano en el bolsillo. Por un momento permaneció de pie allí. Luego se alejó, sonrió al scanner de la televisión, que seguía enfocado en la entrada, saludó con la mano a los periodistas y gritó—: Tendremos algo para vosotros mañana, chicos. Y no estoy bromeando.

En su coche, se reclinó en el asiento, extrajo el pequeño mecanismo de su bolsillo, y lo inspeccionó cuidadosamente. Era la primera vez que tomaba una fotografía por reflexión de rayos X. Esperaba haberlo hecho correctamente.

Quinn y Byerley nunca se habían encontrado solos frente a frente. Pero el visiofono era algo muy parecido a ello. De hecho, aceptada literalmente, quizá la frase fuera acertada, pese a que para cada uno de ellos el otro no fuera más que la luz emitida por un conjunto de fotocélulas.

Fue Quinn quien inició la llamada. Fue Quinn quien habló primero, y sin ninguna ceremonia particular.

—Tal vez le interese saber, Byerley, que tengo intención de hacer público el hecho de que lleva usted un escudo protector contra las radiaciones Penet.

—¿De veras? En ese caso, permítame decirle que muy probablemente acaba usted de hacerlo público ya. Tengo la noción de que nuestros emprendedores representantes de la prensa tienen interceptadas mis distintas líneas de comunicación desde hace un cierto tiempo. Sé que tienen las líneas de mi oficina llenas de agujeros; es por eso precisamente por lo que he permanecido la mayor parte del tiempo en mi casa durante las últimas semanas.

Byerley se mostraba amistoso, casi charlatán.

Quinn apretó fuertemente los labios.

—Esta llamada está protegida... absolutamente. La estoy haciendo corriendo un cierto riesgo personal.

—Debería haberlo imaginado. Nadie sabe que es usted quien está detrás de esta campaña. Al menos, nadie lo sabe oficialmente. Aunque nadie no lo sepa extraoficialmente. No me preocupa. ¿Así que llevo un escudo protector? Supongo que lo descubrió cuando su cachorro del otro día con su máquina fotográfica a radiaciones Penet sólo obtuvo una película velada por sobre exposición.

—¿Se da cuenta, Byerley, de que resultará obvio para todo el mundo que usted no se atreve a enfrentarse a un análisis por rayos X?

—¿Y de que usted, o sus hombres, provocaron una invasión ilegal de mi derecho a la intimidad?

—Y un infierno van a preocuparse por ello.

—Pueden hacerlo. Es algo más bien simbólico de nuestras dos campañas, ¿no cree? A usted le preocupan muy poco los derechos de los ciudadanos individuales. A mí me preocupan mucho. No me someteré a ningún análisis por rayos X, puesto que deseo mantener por principio la inviolabilidad de mis derechos. Del mismo modo que mantendré los derechos de los demás, cuando sea elegido.

—Sin duda su oratoria será fenomenal cuando diga todo eso, pero nadie le va a creer. Suena un poco demasiado ampuloso como para ser cierto. Otra cosa —un repentino y crispado cambio—: El personal de su casa no estaba completo la otra noche.

—¿En qué sentido?

—Según el informe —hojeó algunos papeles ante él, que apenas eran visibles por la visio-pantalla—, faltaba una persona..., un inválido.

—Como dice usted muy bien —dijo Byerley, atonalmente—, un inválido. Mi viejo maestro, que vive conmigo y que ahora está en el campo..., donde lleva dos meses. Un «imprescindible descanso» es la palabra habitual aplicada a este caso. ¿Tiene su permiso?

—¿Su maestro? ¿Algo parecido a un científico?

—Un abogado en sus tiempos..., antes de quedar inválido. Posee un título gubernamental en investigación biofísica, con un laboratorio propio, y hay una descripción completa del trabajo que está haciendo, debidamente documentado. Se halla a su disposición si le interesa. Es un trabajo sin importancia, pero completamente inofensivo, y un pasatiempo apasionante para un... para un pobre inválido. Entiéndalo, intento ayudar tanto como me es posible.

—Entiendo. ¿Y qué es lo que sabe ese... maestro... acerca de la fabricación de robots?

—No puedo juzgar la amplitud de sus conocimientos en un campo con el que no estoy familiarizado.

—¿No habrá tenido su amigo acceso a cerebros positrónicos? —Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. Robots. Ellos tienen que saberlo.

—Se lo diré francamente, Byerley. Su inválido maestro es el auténtico Stephen Byerley. Usted es el robot que él creó. Podemos probarlo. Fue él quien sufrió el accidente de automóvil, no usted. Habrá formas de comprobar los archivos.

—¿De veras? Hágalo, entonces. Le deseo toda la suerte del mundo.

—Y podemos registrar el «lugar en el campo» de su maestro, y ver lo que podemos encontrar allí.

—Bueno, no lo creo, Quinn. —Byerley sonrió ampliamente—. Por desgracia para usted, mi maestro es un hombre enfermo. Su lugar en el campo es un lugar de descanso. Su derecho a la intimidad como ciudadano adultamente responsable es naturalmente más fuerte aún de lo normal, dadas las circunstancias. No conseguirá usted obtener una orden para entrar en su propiedad sin presentar una causa justa. De todos modos, le garantizo que yo voy a ser el último en impedir que lo intente.

Hubo una pausa de moderada longitud, y luego Quinn se inclinó hacia delante, de tal modo que la imagen de su rostro se expandió y las finas arrugas de su frente se hicieron visibles.

—Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No puede resultar elegido.

—¿No puedo?

—¿Cree usted que puede? ¿Supone que el hecho de que no haga ningún intento por demostrar la falsedad de la acusación de ser un robot, cuando podría hacerlo fácilmente, sólo con quebrantar una de las tres leyes, consigue algo excepto convencer a la gente de que es usted un robot?

—Hasta el momento, todo lo que veo es que de ser un vagamente conocido pero aún oscuro abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen publicista.

—Pero usted es un robot.

—Eso es lo que dicen, pero nadie lo ha probado.

—Ha quedado suficientemente probado para el electorado.

—Entonces relájese..., ha vencido usted.

—Adiós —dijo Quinn, con su primer toque de perversidad, y la pantalla del visiofono se apagó.

—Adiós —dijo imperturbable Byerley a la vacía pantalla.

Byerley trajo a su «maestro» de vuelta la semana antes de las elecciones. El aero-coche descendió rápidamente en una parte inconcreta de la ciudad.

—Te quedarás aquí hasta después de las elecciones —le dijo Byerley—. Será mejor que te mantengas apartado de la circulación por si las cosas van mal.

La ronca voz que brotó dolorosamente de la retorcida boca de John parecía tener acentos preocupados. 

—¿Hay peligro de violencia?

—Los fundamentalistas amenazan con ello, así que supongo que lo hay, en un sentido teórico. Pero realmente no lo espero. Los Fundy no tienen auténtico poder. Son simplemente el eterno factor irritante que puede llegar a provocar un tumulto al cabo de un cierto tiempo. ¿No te importa quedarte aquí? Por favor. No seré yo mismo si tengo que preocuparme por ti.

—Oh, me quedaré. ¿Sigues pensando que todo va a ir bien?

—Estoy seguro de ello. ¿Nadie te molestó allí arriba?

—Nadie. Estoy seguro.

—¿Y por tu parte todo fue bien?

—Perfectamente. No habrá ningún problema en ese sentido.

—Entonces cuídate, y mira la televisión mañana, John.

Byerley le dio un fuerte apretón a la retorcida mano que se apoyaba en la suya.

La frente de Lenton era un ceñudo bosquejo de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco envidiable trabajo de director de la campaña de Byerley en una campaña que no era una campaña, para una persona que se negaba a revelar su estrategia y se negaba a aceptar la estrategia de su director de campaña.

—¡No puedes hacerlo! —era su frase favorita. Había llegado a convertirse en su última frase—. ¡Te lo digo, Steve, no puedes hacerlo!

Se detuvo delante del fiscal, que pasaba el rato hojeando las páginas mecanografiadas de su discurso.

—Deja eso, Steve. Mira, esa multitud ha estado organizada por los Fundy. No van a escucharte. Lo más probable es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso delante de un público? ¿Qué hay de malo en una grabación, una simple grabación visual?

—Tú quieres que gane las elecciones, ¿verdad? —preguntó suavemente Byerley.

—¡Ganar las elecciones! No las vas a ganar, Steve. Todo lo que estoy haciendo es intentar salvar tu vida.

—Oh, no corro ningún peligro.

—No corres ningún peligro. No corres ningún peligro. —Lenton emitió un extraño sonido raspante en su garganta—. ¿Quieres decir que vas a salir realmente a ese balcón frente a cincuenta mil locos idiotas con la intención de meter un poco de buen sentido en sus cabezotas..., desde un balcón, como un dictador medieval?

Byerley consultó su reloj.

—Dentro de cinco minutos..., tan pronto como las líneas de televisión estén libres.

La observación que profirió Lenton como respuesta es absolutamente irreproducible. La multitud llenaba una amplia zona despejada de la ciudad. Árboles y casas parecían brotar de los cimientos mismos de la masa humana. Y a través de las ultra ondas, el resto del mundo observaba. Eran unas elecciones puramente locales, pero de todos modos la audiencia era mundial. Byerley pensó en aquello, y sonrió.

Pero no había nada de qué sonreír en la propia multitud. Había banderas y pancartas, relativas a todos los aspectos posibles de su supuesta roboticidad. La actitud hostil iba ascendiendo lenta y tangiblemente en la atmósfera.

Desde un principio el discurso fue un fracaso. Competía con los rudimentarios gritos de la multitud y las rítmicas consignas de los Fundy que formaban islas de multitud dentro de la multitud. Byerley habló lentamente, fríamente...

En el interior, Lenton se tiraba del pelo y gruñía..., y aguardaba la aparición de la sangre.

Hubo una agitación en las primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso y protuberantes ojos, con ropas demasiado cortas para la longitud de sus miembros, estaba abriéndose paso por entre los demás. Un policía fue tras él, abriéndose paso lentamente, como pudo. Byerley le hizo un gesto de que lo dejara, furioso.

El delgado hombre estaba ahora directamente debajo del balcón. Sus palabras ascendieron por encima del rugir general.

Byerley se inclinó hacia delante.

—¿Qué es lo que dices? Si tienes alguna pregunta legítima que hacer, la contestaré. —Se volvió hacia uno de los guardias que permanecían a su lado—. Háganlo subir aquí.

Hubo una repentina tensión en la multitud. Gritos de «Silencio» brotaron desde varios lados, y se convirtieron en un griterío generalizado, luego fueron descendiendo poco a poco. El delgado hombre, jadeante y enrojecido, se enfrentó a Byerley.

—¿Tienes alguna pregunta que hacer?—dijo Byerley.

El delgado hombre se lo quedó mirando, y dijo con voz ronca:

—¡Pégame!

Con una brusca energía, adelantó la barbilla, aguardando el golpe.

—¡Vamos, pégame! Dices que no eres un robot. Pruébalo. No puedes golpear a un ser humano, monstruo.

Hubo un repentino, absoluto, mortal silencio. La voz de Byerley lo puntuó.

—No tengo ninguna razón para pegarte.

El delgado hombre se echó a reír estentóreamente.

—No puedes pegarme. No vas a pegarme. No eres humano. Eres un monstruo, un producto fabricado por el hombre.

Y Stephen Byerley, apretando fuertemente los labios, delante de miles de personas que lo contemplaban directamente y millones que lo observaban a través de las pantallas, lanzó hacia delante su puño con un fuerte impulso y alcanzó sonoramente al hombre en la mandíbula. El hombre que lo había desafiado retrocedió y se derrumbó bruscamente, sin ninguna otra expresión en su rostro más que una absoluta, absoluta sorpresa.

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