El Robot Completo (67 page)

Read El Robot Completo Online

Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
4.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Le aseguro que no puedo hacerme cargo de algo así, señor Quinn. No estará sugiriendo usted seriamente que la compañía tome parte en la política local.

—No tiene otra elección. Supongamos que hago públicas mis averiguaciones sin pruebas. La evidencia es lo suficientemente circunstancial.

—Si le conviene hacerlo.

—No, no me conviene. Serían mucho más preferibles las pruebas. Y no le conviene a usted, puesto que la publicidad sería muy dañina para su compañía. Está usted perfectamente informado, supongo, de las estrictas leyes contra el uso de robots en los mundos habitados.

—¡Por supuesto! —exclamó con una cierta brusquedad.

—Usted sabe que la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos es la única constructora de robots positrónicos en el sistema solar, y si Byerley es un robot, es un robot positrónico. Es también consciente de que todos los robots positrónicos son alquilados, y no vendidos; que la compañía sigue siendo la dueña de cada robot, y que por lo tanto es responsable de todas sus acciones.

—Resulta muy fácil, señor Quinn, probar que la compañía nunca ha manufacturado un robot de características humanoides.

—Pero ¿puede hacerse? Estoy discutiendo meramente posibilidades.

—Sí. Puede hacerse.

—Secretamente, imagino también. Sin quedar registrado en sus libros.

—No el cerebro positrónico, señor. Hay implicados en él demasiados factores, y están los estrictos controles gubernamentales.

—Sí, pero los robots se gastan, se rompen, se descomponen..., y son desmantelados.

—Y los cerebros positrónicos vueltos a utilizar o destruidos.

—¿Realmente? —Francis Quinn se permitió un rastro de sarcasmo—. ¿Y si uno resultara, accidentalmente, por supuesto, no destruido..., y resultara que existía una estructura humanoide aguardando a un cerebro? —¡Imposible!

—Eso tendrá que probárselo usted al gobierno y al público, así que, ¿por qué no me lo prueba a mí ahora?

—Pero ¿cuál podría ser nuestro propósito en ello? —preguntó exasperado Lanning—. ¿Cuál sería nuestra motivación? Concédanos al menos un mínimo de buen sentido.

—Mi querido señor, se lo suplico. La compañía se sentiría tremendamente agradecida de que varias regiones permitieran la utilización de robots positrónicos humanoides en mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero los prejuicios del público hacia tal práctica son demasiado grandes. Supongamos que los acostumbran ustedes primero a tales robots... Veamos, tenemos a un hábil abogado, un buen alcalde..., y resulta que es un robot. ¿No compraría usted nuestros mayordomos robots?

—Absolutamente fantástico. Un humorismo que roza casi lo ridículo.

—Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O sigue prefiriendo intentar probarlo en público?

La luz estaba disminuyendo en la oficina, pero aún no era lo suficientemente oscuro como para que no se apreciara el enrojecimiento de frustración en el rostro de Alfred Lanning. Lentamente, el dedo del roboticista pulsó un botón, y los iluminadores de la pared cobraron una suave vida.

—Bien—gruñó—, veámoslo.

El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía cuarenta años según su certificado de nacimiento y cuarenta según su apariencia..., pero era una apariencia saludable y bien alimentada; una apariencia que hacía pensar automáticamente en lo imprecisa que puede llegar a ser la expresión de «aparenta su edad».

Eso era particularmente serio cuando se reía, y ahora estaba riéndose. Su risa brotaba fuerte y continua, se detenía unos instantes, luego empezaba de nuevo...

Y el rostro de Alfred Lanning se contrajo en un rígidamente amargo monumento a la desaprobación. Hizo un gesto medio esbozado a la mujer que se sentaba a su lado, pero sus delgados labios sin sangre simplemente se fruncieron un poco.

Byerley consiguió recuperarse casi hasta la normalidad.

—Realmente, doctor Lanning..., realmente... Yo..., yo... ¿un robot?

Lanning mordió sus palabras a medida que iba pronunciándolas.

—No es una afirmación mía, señor. Me sentiría completamente satisfecho sabiendo que es usted un miembro de la humanidad. Puesto que nuestra compañía nunca lo ha fabricado a usted, estoy completamente seguro de que lo es..., en un sentido legal, al menos. Pero puesto que nos ha llegado de una manera seria la presunción de que es usted un robot, y esa presunción nos ha llegado por parte de un hombre de una cierta categoría...

—No mencione su nombre, si eso ha de hacer saltar una esquirla del bloque de granito de su ética, pero déjeme suponer que se trata de Frank Quinn, sólo como un complemento más a la conversación, y prosigamos.

Lanning dejó escapar un seco y cortante bufido ante la interrupción, e hizo una seca pausa antes de añadir fríamente:

—... por un hombre de una cierta categoría, sobre cuya identidad no estoy interesado en jugar juegos adivinatorios, me veo obligado a pedirle su colaboración para demostrar lo contrario. El mero hecho de que esa presunción pueda ser emitida y hecha pública por los medios de que ese hombre dispone sería un mal golpe para la compañía a la que represento..., aunque la acusación nunca fuera probada. ¿Me comprende?

—Oh, sí, su posición me resulta bastante clara. La acusación en sí es ridícula. La posición en que se encuentra usted no. Le pido perdón, si mi risa le ha ofendido. Fue de lo primero de lo que me reí, no de lo segundo. ¿Cómo puedo ayudarle?

—Es muy sencillo. Lo único que tiene que hacer es sentarse ante un plato de comida en un restaurante en presencia de testigos, dejar que le sean tomadas algunas fotos, y comer.

Lanning se echó hacia atrás en su silla, habiendo pasado lo peor de la entrevista. La mujer a su lado observó a Byerley con una expresión aparentemente absorta, pero no contribuyó en nada.

Stephen Byerley cruzó los ojos con los de ella por un instante, se sintió atraído por ellos, luego se volvió de nuevo hacia el roboticista. Por unos instantes sus dedos juguetearon con el pisapapeles de bronce que era el único adorno sobre su escritorio.

—Me temo no poder complacerles —dijo con suavidad.

Alzó una mano.

—No, espere, doctor Lanning. Comprendo el hecho de que todo este asunto resulta desagradable para usted, que se ha visto obligado a ello en contra de su voluntad, que tiene la sensación de que está representando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, el asunto me afecta aún más íntimamente a mí, de modo que sea tolerante.

»En primer lugar, ¿qué le hace pensar que Quinn..., ese hombre de una cierta categoría, ya sabe..., no le está engañando a fin de obligarle a hacer precisamente lo que está usted haciendo?

—Porque me parece muy improbable que una persona de una reputación así la ponga en peligro de una manera tan ridícula, a menos que esté convencido de que lo que dice es cierto.

Había poco humor en los ojos de Byerley.

—Usted no conoce a Quinn. Puede convertir en terreno seguro el reborde de una montaña donde ni siquiera se sostendría una cabra montes. Supongo que le mostró los detalles de la investigación que afirma ha hecho sobre mí. 

—Los suficientes como para convencerme de que traería demasiados problemas al hacer que nuestra compañía tuviera que desmentirlos cuando usted puede hacerlo mucho más fácilmente.

—Entonces, usted le cree cuando dice que yo nunca como. Usted es un científico, doctor Lanning. Piense en la lógica que eso requiere. Nunca he sido observado comer, luego nunca como, lo cual era lo que queríamos demostrar. ¡Oh, vamos!

—Está utilizando usted tácticas de abogado en un tribunal para confundir una situación que realmente es muy sencilla.

—Al contrario, estoy intentando clarificar algo que entre usted y Quinn están haciendo muy complicado. Veamos, no duermo mucho, lo cual es cierto, y por supuesto nunca duermo en público. Nunca me ha gustado comer con gente..., una idiosincrasia que es poco habitual y probablemente refleja un carácter neurótico, pero que no hace daño a nadie. Mire, doctor Lanning, déjeme presentarle un caso supuesto. Supongamos que tenemos a un político que está interesado en derrotar a un candidato reformista a cualquier precio, y mientras está investigando su vida privada descubre algunas rarezas como las que acabo de mencionar.

»Suponga además que a fin de hundir más efectivamente al candidato, acude a su compañía considerándola como el agente ideal. Cabe esperar que diga: "Fulano es un robot porque casi nunca come con gente, y nunca lo he visto dormirse en medio de un caso; y una vez atisbé a través de su ventana en medio de la noche y lo vi allí, en pie y leyendo un libro; y miré en su nevera y no tenía comida en ella".

»Si le dijera eso, usted llamaría a los loqueros para que se lo llevaran. Pero en vez de ello le dice: "Nunca duerme; nunca come", y la impresión de esa afirmación lo ciega a usted hasta ante el hecho de que tales afirmaciones son imposibles de probar. Usted cae en sus manos y le sigue el juego.

—Independientemente, señor —empezó Lanning, con una amenazadora obstinación—, de que considere usted serio o no este asunto, lo único que requiere es que efectúe usted la comida que he mencionado para terminar con todo el asunto.

De nuevo Byerley se volvió hacia la mujer, que seguía contemplándole inexpresivamente.

—Perdón. ¿He captado correctamente su nombre, doctora Susan Calvin?

—Sí, señor Byerley.

—Es usted la psicóloga de la U. S. Robots, ¿no?

—Robopsicóloga, por favor.

—Oh, ¿son mentalmente tan distintos los robots de los hombres?

—Están a mundos de distancia. —Se concedió una helada sonrisa—. Los robots son esencialmente decentes.

El humor se asomó a las comisuras de la boca del abogado.

—Bien, ese ha sido un duro golpe. Pero lo que deseaba decir era esto. Puesto que es usted una psic..., una robopsicóloga, y una mujer, apostaría a que usted ha hecho algo en lo que el doctor Lanning ni siquiera ha pensado.

—¿Y qué es ello?

—Ha traído usted algo comestible en su bolso.

Algo indefinido cruzó por la adiestrada indiferencia de los ojos de Susan Calvin.

—Me sorprende usted, señor Byerley—dijo.

Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Lentamente, se la tendió. El doctor Lanning, tras la sorpresa inicial, siguió el lento movimiento de una a otra mano con ojos muy alertas.

Lentamente, Stephen Byerley dio un mordisco, masticó, y lentamente tragó.

—¿Ve, doctor Lanning?

El doctor Lanning sonrió con un tangible alivio, haciendo que incluso sus cejas parecieran benevolentes. Un alivio que sobrevivió por un frágil segundo.

Susan Calvin dijo:

—Por supuesto, sentía curiosidad por ver si iba usted a comérsela, pero en el presente caso eso no prueba nada.

Byerley sonrió.

—¿No lo hace?

—Por supuesto que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuera un robot humanoide, sería una perfecta imitación. Es casi demasiado humano como para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y observando seres humanos durante todas nuestras vidas; sería imposible engañarnos con algo que simplemente fuera parecido. Tendría que ser perfecto. Observe la textura de la piel, la calidad de los iris, la formación ósea de la mano. Si es un robot, me gustaría que la U. S. Robots lo hubiera hecho, porque es un buen trabajo. ¿Supone pues que cualquiera capaz de prestar atención a tales detalles olvidaría la inclusión de unos cuantos artilugios para cuidar de cosas tales como comer, dormir, eliminar los desechos? Quizá tan sólo para usos de emergencia; como, por ejemplo, para prevenir una situación como la que se ha planteado ahora aquí. De modo que una comida no probará realmente nada.

—Espere —gruñó Lanning—. No soy enteramente el estúpido en que ustedes dos quieren convertirme. No estoy interesado en el problema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Estoy interesado en sacar a la compañía de un lío. Una comida en público terminará con el asunto y lo dejará liquidado no importa lo que Quinn haga. Podemos dejar los detalles más sutiles a los abogados y a los robopsicólogos.

—Pero doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida usted la política de la situación. Me siento tan ansioso por ser elegido como Quinn por detenerme. Incidentalmente, ¿ha observado usted que ha utilizado su nombre? Ha sido un inocente truco mío; sabía que usted acabaría pronunciándolo antes de que termináramos esta entrevista. 

Lanning enrojeció.

—¿Qué tienen que ver las elecciones con esto?

—La publicidad funciona en los dos sentidos, señor. Si Quinn desea llamarme robot, y tiene el valor de hacerlo, yo tengo el valor de jugar el juego a su manera.

—¿Quiere decir que usted... ? —Lanning estaba francamente asombrado.

—Exactamente. Quiero decir que voy a dejar que siga adelante, elija su cuerda, pruebe su resistencia, corte la longitud necesaria, haga el nudo, meta su cabeza en él, y sonría. Yo puedo encargarme de lo poco que queda por hacer.

—Se muestra usted muy confiado en sí mismo.

Susan Calvin se puso en pie.

—Vámonos, Alfred, no vamos a hacerle cambiar de opinión.

—¿Lo ve? —Byerley sonrió suavemente—. También es usted una homopsicóloga.

Pero quizá no toda la confianza que el doctor Lanning había observado estaba presente aquella tarde, cuando el coche de Byerley aparcó en la cinta automática que conducía al garaje subterráneo, y el propio Byerley cruzó el sendero hasta la parte delantera de su casa.

La figura en la silla de ruedas alzó la vista cuando entró, y sonrió. El rostro de Byerley se iluminó con afecto. Se dirigió hacia allí.

La voz del inválido era un susurro ronco y raspante que brotaba de una boca retorcida para siempre hacia un lado, en mitad de un rostro cuya mitad era tejido cicatricial.

—Llegas tarde, Steve.

—Lo sé, John, lo sé. Pero hoy me he tenido que enfrentar con un peculiar e interesante problema.

—¿De veras? —Ni el retorcido rostro ni la destrozada voz podían mostrar expresión, pero había ansiedad en sus claros ojos—. ¿Nada que puedas manejar?

—No estoy exactamente seguro. Puede que necesite tu ayuda. Tú eres el genio de la familia. ¿Quieres que te lleve al jardín? Hace una tarde maravillosa.

Dos fuertes brazos alzaron a John de la silla de ruedas. Suavemente, casi acariciándole, los brazos de Byerley pasaron en torno a sus hombros y por debajo de las inútiles piernas del inválido. Lenta y cuidadosamente, cruzó las distintas habitaciones, descendió la suave rampa que había sido construida pensando en una silla de ruedas, y salió por la puerta trasera al cercado jardín detrás de la casa.

Other books

Crimson Fire by Holly Taylor
Already Dead by Stephen Booth
Slavemaster's Woman, The by Angelia Whiting
Renegade by Alers, Rochelle
Bunch of Amateurs by Jack Hitt
ASilverMirror by Roberta Gellis