Authors: Isaac Asimov
—Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien atendido. Quiero hablar con él cuando haya terminado.
Y cuando la doctora Calvin, desde su espacio reservado, volvió a su automóvil y se dispuso a marcharse, solamente un periodista se había recuperado lo suficiente de la impresión como para correr tras ella, y gritarle una pregunta que nadie oyó.
Susan Calvin respondió por encima de su hombro:
—Es humano.
Aquello era suficiente. El periodista echó a correr en su propia dirección.
El resto del discurso pudo describirse como «pronunciado, pero no oído».
La doctora Calvin y Stephen Byerley se encontraron de nuevo... una semana después de que prestara juramento en la toma de posesión de su cargo de alcalde. Era tarde..., pasada la medianoche.
—No parece usted cansado —dijo la doctora Calvin.
El recién elegido alcalde sonrió.
—Puedo resistir bastante sin dormir. No se lo diga a Quinn.
—No lo haré. Pero, ya que usted lo ha mencionado, debo reconocer que la historia de Quinn era interesante. Es una pena haberla desperdiciado. Supongo que sabe usted cuál era su teoría.
—Parte de ella.
—Era altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un magnífico orador, un gran idealista..., y con un cierto interés hacia la biofísica. ¿Está usted interesado en la robótica, señor Byerley?
—Sólo en sus aspectos legales.
—Aquel Stephen Byerley sí lo estaba. Pero se produjo un accidente. La esposa de Byerley murió; él mismo sufrió algo peor que la muerte. Perdió sus piernas; perdió su rostro; perdió su voz. Parte de su mente resultó... alterada. No quiso someterse a la cirugía plástica. Se retiró del mundo, renunciando a su carrera legal... Sólo le quedaron su inteligencia, y sus manos. De alguna forma logró obtener algunos cerebros positrónicos, incluso uno realmente complejo, uno que poseía la gran capacidad de formar juicios sobre problemas éticos..., lo cual es la función robótica más alta desarrollada hasta el presente.
»Hizo crecer un cuerpo en torno a él. Lo adiestró para que fuera todo lo que él hubiera debido ser y ya no era. Lo envió al mundo como Stephen Byerley, mientras él se quedaba detrás como el viejo e inválido maestro que nadie veía nunca...
—Desgraciadamente —dijo el recién elegido alcalde—, yo arruiné toda esa historia golpeando a un hombre. Los periódicos dijeron que su veredicto oficial en aquella ocasión fue que yo era humano.
—¿Cómo ocurrió todo aquello? ¿No le importaría decírmelo? No pudo tratarse de algo accidental.
—No lo fue enteramente. Quinn hizo la mayor parte del trabajo. Mis hombres empezaron a difundir lentamente el hecho de que yo nunca había golpeado a un hombre; que era incapaz de golpear a un hombre; que si no lo hacía bajo una abierta provocación, aquello sería una prueba segura de que era un robot. De modo que arreglé las cosas para pronunciar un discurso cualquiera en público, con todo tipo de publicidad por todas partes, y casi inevitablemente, un estúpido picó el anzuelo. En esencia, fue lo que yo llamaría un truco de leguleyo. Uno en el cual la atmósfera artificial que ha sido creada hace todo el trabajo. Por supuesto, los efectos emocionales hicieron que mi elección resultara inevitable, como yo pretendía.
La robopsicóloga asintió.
—Veo que se inmiscuye usted en mi campo..., como todo político que se precie, supongo. Pero lamento enormemente que las cosas terminaran como han terminado. ¿Sabe?, me gustan los robots. Me gustan considerablemente más que los seres humanos. Si pudiera ser creado un robot capaz de convertirse en un ejecutivo civil, creo que lo haría insuperablemente bien. Gracias a las leyes de la robótica, sería incapaz de hacer daño a ningún ser humano, incapaz de ninguna tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicios. Y después de haber servido durante un decente período de tiempo, podría retirarse, aunque fuera inmortal, porque le resultaría imposible hacer daño a los seres humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados por un robot. Sería ideal.
—Excepto que un robot podría fallar, debido a las insuficiencias inherentes de su cerebro. El cerebro positrónico nunca ha igualado las complejidades del cerebro humano.
—Tendría consejeros. Ni siquiera un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.
Byerley observó a Susan Calvin con un grave interés.
—¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
—Sonrío porque el señor Quinn no pensó en todo.
—¿Quiere decir que hay algo más en esa historia suya?
—Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, ese Stephen Byerley del que hablaba el señor Quinn, ese hombre inválido, permaneció aislado en el campo por alguna misteriosa razón. Regresó a tiempo para ese famoso discurso suyo. Y, después de todo, lo que el viejo inválido hizo una vez, podía "volver a hacerlo una segunda vez, particularmente teniendo en cuenta que el segundo trabajo sería mucho más sencillo en comparación con el primero.
—No comprendo en absoluto.
La doctora Calvin se levantó y alisó su vestido. Obviamente se preparaba para marcharse.
—Quiero decir que hay una circunstancia en la cual un robot puede golpear a un ser humano sin infringir la Primera Ley. Solamente una circunstancia.
—¿Y cuál es?
La doctora Calvin estaba en la puerta. Dijo suavemente:
—Cuando el ser humano que debe ser golpeado es simplemente otro robot.
Sonrió ampliamente, y su delgado rostro resplandeció.
—Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años... para el cargo de coordinador.
Stephen Byerley dejó escapar una risita.
—Debo responderle que esa es una idea un tanto improbable.
La puerta se cerró tras la mujer.
El Organizador tenía en su estudio privado una curiosidad medieval, una chimenea. Desde luego, el hombre medieval seguramente no la hubiera reconocido, ya que no tenía un significado funcional. La inmóvil y ondulante llama se encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente cuarzo.
Los troncos de leña se quemaban a larga distancia mediante una ligera desviación de los rayos de energía que alimentaban los edificios públicos de la ciudad. El mismo botón que prendía fuego a los troncos vaciaba primero las cenizas de los anteriores y permitía la entrada de la nueva leña. Era una chimenea perfectamente domesticada, como puede verse.
Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y se veía cómo las llamas lamían el alambre bajo la corriente de aire que lo alimentaba.
El enrojecido vaso del Ordenador reflejaba en miniatura las discretas cabriolas de las llamas, y, en más miniatura aún, también sus reflexivas pupilas.
Y las reflexivas pupilas de su huésped, la doctora Susan Calvin, de la U.S. Robots - Mechanical Men Corporation.
—No la he convocado a usted aquí, doctora Calvin, únicamente por razones sociales.
—No lo he pensado nunca, Stephen. Y no obstante, no sé cómo exponerle el problema. Por una parte, puede no tener importancia, por otra, puede ser el fin de la Humanidad.
—Me he encontrado con muchos problemas que ofrecían el mismo dilema, Stephen. Creo que todos los problemas son así.
—¿De veras?... Entonces, a ver qué le parece éste. La producción mundial de acero tiene un excedente de veinte mil toneladas o más. El Canal de Méjico hubiera debido estar terminado hace dos meses. Las minas de Almadén han experimentado una baja de producción desde la última primavera, mientras las compañías hidráulicas de Tientsin están despidiendo gente. Éstos son los hechos que se me acuden de momento. Pero hay más.
—¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente economista para juzgar sobre las terribles consecuencias de todo esto.
—En sí mismos, no. Se podrían mandar técnicos en mineralogía si la situación de Almadén empeorara. Si hay demasiados ingenieros hidráulicos en Tientsin, pueden ser enviados a Java o Ceilán. Veinte mil toneladas de acero no cubrirán más allá de algunos días de demanda mundial, los dos meses de retraso y la apertura del Canal de Méjico es de escasa importancia. Son las Máquinas lo que me preocupa; he hablado ya de ellas con su Doctor de Investigaciones.
—¿Con Vicent Silver? No me ha dicho nada de todo esto...
—Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto me ha obedecido.
—¿Y qué le dijo?
—Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de las Máquinas primero. Y quiero hablar de ellas con usted porque es usted la única en el mundo que entiende lo suficiente en robots para ayudarme. ¿Puedo sentirme filosofo?
—Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse lo que quiera y como quiera, con tal de que me diga usted primero qué pretende demostrar.
—Que este pequeño desequilibrio en la perfección de nuestro sistema de oferta y demanda, tal como lo he mencionado, puede ser el primer paso hacia la guerra final.
—!Humm¡... Siga.
Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pesar de lo cómodo que era. La frialdad en su mirada, de sus labios y de su rostro se había acentuado con los años. Y a pesar de que Stephen Byerley era un hombre en quien podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una vida no se olvidan tan fácilmente.
—Cada período del desarrollo humano, Susan, tiene su tipo particular de conflicto, sus problemas distintos que, aparentemente sólo pueden resolverse por la fuerza. Y jamás, por decepcionante que esto sea, la fuerza resuelve el problema. En su lugar, éste persiste a través de una serie de conflictos y se desvanece por sí solo..., ¿cómo dice la frase?..., no con un estallido, sino con su susurro, a medida que el ambiente económico y social cambia. Y entonces, nuevo problema y nueva serie de guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin.
»Consideremos los tiempos relativamente modernos. Hubo las guerras dinásticas de los siglos dieciséis y diecisiete, cuando los problemas más importantes de Europa eran si los Habsburgo, los Valois o los Borbones tenían que gobernar el continente. Era uno de estos conflictos inevitables, porque Europa no podía evidentemente existir en dos.
»Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a unos para establecer a los otros, hasta que se creó una nueva atmósfera social en Francia en 1789, al derrocar a los Borbones primero y después a los Habsburgo, arrastrándolos en la polvorienta caída al incinerador histórico.
»Y durante aquellos siglos hubo también las bárbaras guerras de religión, que resolvieron la importante cuestión de si Europa tenía que ser católica o protestante. Mitad y mitad no podía ser. Era "inevitable" que la espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba creciendo un nuevo industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo. Europa sigue siendo mitad y mitad y a nadie le preocupa esto mucho.
»Durante los siglo diecinueve y veinte hubo un ciclo de guerras nacional-imperialistas, cuando el problema más importante del mundo era saber qué porciones de Europa controlarían los recursos económicos y la capacidad de consumo de otras porciones no-europeas. Las regiones no-europeas no podían, por lo visto, existir siendo en parte inglesas, en parte francesas, en parte alemanas y así sucesivamente. Hasta que las fuerzas del nacionalismo se extendieron lo suficiente y la no-Europa terminó lo que las guerras no habían conseguido terminar, y decidió que podía perfectamente subsistir íntegramente no-europeas.
»Y así tenemos una estructura...
—Sí, Stephen, lo explica muy claro —dijo Susan Calvin—. No son observaciones muy profundas.
—No, pero lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La gente dice, "es tan claro como mi nariz", pero, ¿qué porción de nuestra nariz podemos ver, a menos que nos den un espejo? Durante el siglo veinte, Susan comenzamos un nuevo ciclo de guerras..., ¿cómo las llamaremos¿ ¿Guerras ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas económicos, en lugar de los extranaturales? De nuevo las guerras eran "inevitables" y entonces se disponía de armas atómicas, de manera que la humanidad no podía vivir ya por más tiempo en el tormento del inevitable derroche de la inevitabilidad. Y vinieron los robot positónicos....
»Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje interplanetario. De manera que ya no pareció tan importante que el mundo fuese Adam Smith o Karl Marx. Ninguno de lo dos tenía gran influencia en las nuevas circunstancias. Ambos tenían que adaptarse y terminaron casi en el mismo lugar.
—Un "Deus ex machina", entonces, en doble sentido —dijo Susan Calvin
—No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan, pero es exacto. Y no obstante, había otro peligro. El final de un problema no había hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo mundo universal de economía robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos las máquinas. La economía mundial es estable, y permanecerá estable, porque está basada en las decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien de la Humanidad en su corazón a través de la avasalladora fuerza de la Primera Ley robótica.
»Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto conglomerado de circuitos calculadores jamás inventado —prosiguió Stephen Byerley—, siguen siendo robots en el sentido de la Primera Ley, y así nuestra economía terrestre está de acuerdo con los mejores intereses del hombre. La población de la Tierra sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni falta de producción. Destrucción y hambre son palabras de los libros de historia. Y así, la cuestión de la propiedad de los medios de producción es un problema anticuado. Quienquiera que los poseyese (si es que esta frase tiene algún sentido), un hombre, un grupo, una nación, o toda la Humanidad, sólo podrían utilizarse como las M quinas dicten. No porque los hombres viniesen obligado a ello, sino porque sería el camino más corto y lo saben. Esto pone fin a las guerras..., no sólo al último ciclo de guerras, sino al próximo y a todos ellos. A menos que...
Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir repitiendo...
—¿A menos qué...?
El fuego fue extinguiéndose en un tronco de leña y se apagó.
—A menos —dijo el Ordenador— que las Máquinas no cumplan con su función.
—Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos pequeños desequilibrios que ha mencionado usted hace un momento..., el acero, las instalaciones hidráulicas, etc.
—Exacto. Estos errores no deberían existir. El doctor Silver me ha dicho que no "podían" ser.