Authors: Isaac Asimov
Exultó ante el momentáneo resplandor en los pálidos ojos de Susan Calvin y el ligero rubor en sus mejillas. Pensó: ¿cómo te sientes ahora, señora científica?
—No se le permitirá dimitir, Black —dijo Kallner—. Como tampoco va a permitírsele…
—¿Cómo cree que podrá detenerme, general? Soy un héroe, ¿no se han dado cuenta? Y la vieja madre Tierra aprecia mucho a sus héroes. Siempre lo ha hecho. Querrán saber más de mí, y creerán todo lo que yo les diga. Y no les gustará que nadie se interponga en mi camino, no mientras siga siendo un héroe reciente. Ya he hablado con Ronson, de la Interplanetary Press, y le he dicho que tenía algo grande que comunicar, algo que iba a hacer saltar de sus asientos a las grandes personalidades tanto del gobierno como del mundo científico, de modo que la Interplanetary se halla la primera en la cola, aguardando a oír mis noticias. De modo que, ¿qué pueden hacerme ustedes excepto pegarme un tiro? Y creo que será peor si intentan hacerlo.
La venganza de Black estaba completa. No se había guardado nada. Lo había dicho todo, hasta la última palabra. Se levantó para irse.
—Un momento, doctor Black —dijo Susan Calvin. Su suave voz estaba teñida de autoridad.
Black se volvió involuntariamente, como un escolar ante la voz de su maestra, pero contrarrestó ese gesto con un acento deliberadamente burlón cuando dijo:
—Tiene usted alguna afirmación que hacer, supongo.
—En absoluto —dijo ella modestamente—. Usted se ha explicado por mí, y lo ha hecho muy bien. Lo elegí porque sabía que usted comprendería, aunque pensé que comprendería antes. Había tenido un contacto con usted antes, sabía que no le gustaban los robots y que, en consecuencia, no se haría ilusiones respecto a ellos. Por sus antecedentes, que pedí ver antes de que le fuera confiada la misión, supe que usted había expresado su desaprobación a este experimento de enviar un robot a través del hiperespacio. Sus superiores consideraron que este era un punto en contra de usted, pero yo pensé que era a su favor.
—¿De qué está usted hablando, doctora, si me disculpa mi rudeza?
—Del hecho de que debería haber comprendido por qué un robot no podía ser enviado a esta misión. ¿Qué es lo que dijo usted mismo? Algo acerca de las ineptitudes de un robot teniendo que ser equilibradas por la ingeniosidad y la inteligencia de un hombre. Exacto, joven, exacto. Los robots no son ingeniosos. Sus mentes son finitas, y pueden ser calculadas hasta el último decimal. Ése, de hecho, es mi trabajo.
»Si a un robot se le da una orden, una orden precisa, puede seguirla. Si la orden no es precisa, no puede corregir su propio error sin otras órdenes. ¿No es eso lo que usted informó respecto al robot de la nave? ¿Cómo podemos pues enviar a un robot a descubrir un fallo en un mecanismo cuando no podemos transmitirle órdenes precisas, puesto que no sabemos nada respecto al fallo? «Encuentra lo que ha fallado» no es una orden que puedas darle a un robot: sólo a un hombre. El cerebro humano, hasta ahora al menos, está más allá de todo cálculo.
Black se sentó bruscamente y se quedó mirando desanimado a la psicóloga. Sus palabras golpearon duramente en un sustrato de comprensión que hasta entonces había estado recubierto de emociones. Se sintió incapaz de refutarla. Peor que eso, lo invadió una sensación de derrota.
—Podría haberme dicho eso antes de que me fuera —murmuró.
—Podía —admitió la doctora Calvin—, pero observé su miedo natural por su cordura. Una preocupación tan abrumadora hubiera podido ofuscar fácilmente su eficiencia como investigador, y se me ocurrió dejarle pensar que mi único motivo para enviarle era que un robot valía más. Eso, creí, lo pondría furioso, y la furia, mi querido doctor Black, es a veces una emoción muy útil. Al menos, un hombre furioso nunca se siente tan asustado como lo estaría de otro modo. Y funcionó perfectamente, creo.
Cruzó blandamente las manos sobre su regazo, y consiguió ofrecer lo más cercano a una sonrisa que había conseguido en su vida.
—Que me condene —masculló Black.
—Ahora, si quiere aceptar usted mi consejo —dijo Susan Calvin—, vuelva a su trabajo, acepte su estatus de héroe, y dígale a su amigo periodista los detalles de su gran hazaña. Dele las grandes noticias que le prometió.
Lentamente, reluctantemente, Black asintió.
Schloss pareció aliviado; Kallner mostró una sonrisa llena de dientes. Tendieron sus manos, sin haber dicho una palabra en todo el rato mientras Susan Calvin estuvo hablando, y sin decir nada ahora.
Black estrechó sus manos con una cierta reserva y dijo:
—Es su parte la que debería ser dada a conocer, doctora Calvin.
—No sea estúpido, joven —dijo Susan Calvin heladamente—. Este es mi trabajo.
Cuando Susan regresó de Hyper Base, Alfred Lanning la estaba esperando. El buen hombre no hablaba nunca de su edad, pero todo el mundo sabía que tenía setenta y cinco años.
No obstante, su mente era despierta y si había permitido que lo nombrasen Director Honorario de Investigaciones, actuando Bogert de director efectivo, aquello no le impedía asistir cotidianamente a la oficina.
—¿Cómo está el trabajo de la Zona Hiperatómica?
—No lo sé —respondió ella, irritada—. No lo he preguntado.
—¡Ejem!... Quisiera que se diesen prisa. Porque si no se la dan, Consolidated puede ganarles la mano, y ganárnosla a nosotros de paso.
—¿Consolidated? ¿Qué tiene que ver con eso?
—Pues..., no somos los únicos que nos dedicamos a crear máquinas. Las nuestras pueden ser positrónicas, pero esto no quiere decir que sean mejores.
Robertson ha convocado una gran reunión para mañana. Estaba esperando que regresase usted.
Robertson, de la U.S. Robot / Mechanical Men Corporation, hijo del fundador, señaló con su aguda nariz al director general y su nuez pegó un salto hacia arriba mientras decía:
—Empiece usted. Vamos directamente el asunto.
—He aquí el caso, jefe —comenzó el director general con vivacidad—. Consolidated Robots se dirigió a nosotros hace un mes con una curiosa proposición. Vinieron con cinco toneladas de cifras, ecuaciones, y toda clase de cálculos. Era un problema, y querían una contestación para el Cerebro. Las condiciones eran las siguientes...
Fue contando con los dedos.
—Cien mil para nosotros si no hay solución y podemos decirles cuáles son los factores que faltan. Doscientos mil si hay solución, más el coste de construcción de la máquina afectada, más el cuarto de los intereses en todos los beneficios de ello derivados. El problema se refiere al desarrollo de una máquina interestelar...
Robertson frunció el ceño y su afilado rostro se endureció.
—A pesar del hecho de que ya poseen una máquina pensadora. ¿Exacto?
—Lo cual demuestra claramente que esta proposición en un engaño, jefe. Leuver, siga adelante.
Abe Leuver levantó la mirada desde la mesa del extremo de la sala de conferencia y se pasó la mano por la rasposa barbilla.
—La cosa es así, jefe —dijo sonriendo—. Consolidated "tenía" una máquina pensante. Se ha estropeado.
—¿Cómo? —dijo Robertson incorporándose a medias.
—Es así. ¡Rota! ¡"Kaput"! Nadie sabe por qué, pero he llegado a ciertas conclusiones..., como, por ejemplo, que le pidieron que les diese una máquina interestelar con la misma serie de informaciones que nos han mandado a nosotros y que esto estropeó su máquina. Ahora es chatarra, nada más que chatarra.
—¿Comprende, jefe? —dijo el director general entusiasmado—. ¿Lo comprende? No hay ningún grupo industrial de investigación que no esté tratando de desarrollar una máquina que abarque el espacio, y Consolidated y U.S. Robots vamos a la cabeza en este terreno con nuestros robots cerebrales. Ahora que han conseguido estropear la suya, tenemos el campo libre. Este es el... supuesto motivo. Necesitar n seis años por lo menos para construir otra y están hundidos, a menos que puedan estropear la nuestra también, sometiéndola al mismo problema.
El presidente de la U.S. Robots tenía los ojos abiertos y grades como platos.
—¡Qué asquerosas ratas...!
—Espere, jefe. Hay algo más.
—¡Lanning, hable!... —dijo describiendo con el dedo un amplio círculo.
El doctor Lanning hizo un resumen de la situación con un leve tono de desprecio; reacción natural contra las empresas y sectores de venta mucho mejor pagadas que él. Sus increíbles cejas grises se cerraban y su voz era seca.
—Desde un punto de vista científico, la situación, si no enteramente clara, es susceptible de un inteligente análisis. El problema del viaje interestelar en las actuales condiciones de teoría física es vaga. La cuestión es muy vasta y la información dada por la Consolidated referente a su máquina pensante, era similarmente vaga. Nuestro departamento matemático ha procedido a un análisis profundo, y parece que la Consolidated lo ha incluido todo. Su material de sumisión contiene todos los adelantos conocidos de la teoría curvo-espacial de Franciacci y, al parecer, todos los datos astrofísicos y electrónicos pertinentes. Es un buen bocado.
Robertson los seguía atentamente.
Al fin interrumpió.
—Es muy difícil para que el Cerebro lo resuelva.
—No —intervino Lanning moviendo la cabeza con decisión—. No hay límites para la capacidad del Cerebro. Es una cuestión distinta. Es cuestión de Leyes Robóticas; por ejemplo: no podrá jamás dar una solución a un problema que le haya sido sometido, si esta solución trae aparejada la muerte o daño de seres humanos. En cuanto a él hace referencia, un problema que no tuviese más que esta solución sería insoluble. Se este problema estuviese unido a una urgente demanda de respuesta, sería posible que el Cerebro, que es sólo un robot al fin y al cabo, se encontrase ante un dilema según el cual no podría ni contestar ni negarse a hacerlo. Algo por el estilo puede haberle ocurrido a la máquina de la Consolidated.
Hizo una pausa, pero el director general insistió:
—Siga, doctor Lanning. Explíqueselo en la forma como me lo explicó a mí.
Lanning arqueó las cejas apretando los labios, y miró hacia Susan Calvin, que levantó por primera vez la vista de sus manos cruzadas en el regazo. Habló en voz baja y sin entonación.
—La naturaleza de la reacción robótica ante un dilema es impresionante —comenzó—. La psicología del robot está muy lejos de ser perfecta, como especialista puedo asegurárselo, pero puede ser discutida en términos cualitativos, porque a pesar de todas las complicaciones introducidas en el cerebro positónico de un robot, está construido por los humanos, y por lo tanto, conformado de acuerdo con los valores humanos.
»Ahora bien, un humano enfrentado con una imposibilidad, responde frecuentemente con una retirada de la realidad; penetra en un mundo de engaño, entregándose a la bebida, llegando al histerismo, o tirándose de un puente. Todo esto se reduce a lo mismo, la negativa o la incapacidad de enfrentarse serenamente con la situación. Y lo mismo ocurre con los robots. Un dilema, en el mejor de los casos, creará un desorden en sus conexiones; y en el peor abrasará su cerebro positónico sin reparación posible.
—Comprendo —dijo Robertson, que no había comprendido nada—. ¿Y qué me dice de esta información que nos pide Consolidated.
—Encierra indudablemente un problema de un género prohibido —dijo Susan Calvin—. Pero el Cerebro difiere considerablemente del robot de la Consolidated.
—Eso es cierto, doctora, es cierto —interrumpió el director general con energía—. Quiero que sepa bien esto, porque es el punto esencial de la situación.
Los ojos de Susan relucían detrás de sus lentes y continuó pacientemente:
—Estas máquinas de la Consolidated, comprende, su Superpensador entre ellas, están construidas sin personalidad. Se rigen por un funcionarismo, obligatoriamente; sin las patentes básicas de la U.S. Robots para los senderos emocionales del cerebro. Su Pensador es una mera máquina calculadora en gran escala y un dilema la aniquila instantáneamente.
»Sin embargo, el Cerebro, nuestra máquina, tiene una personalidad, una personalidad de chiquillo. Es un cerebro supremamente deductivo, pero se parece a un "idiot savant". En realidad, no entiende lo que hace, se limita a hacerlo. Y porque es realmente un chiquillo, es más reacio. "La vida no es tan seria", parece decir.
La doctora en psicología, hizo una pausa y prosiguió:
—He aquí lo que vamos a hacer. Hemos dividido toda la información de la Consolidated en partes lógicas. Vamos a introducir cada una de las partes en el Cerebro, separada y cautelosamente. Cuando entre el "factor", el que crea el dilema, la personalidad infantil del Cerebro vacilará. Su sentido enjuiciador no está maduro. Se producirá un intervalo perceptible antes de que reconozca el dilema como tal. Y durante este intervalo, rechazará automáticamente la unidad, antes de los senderos cerebrales puedan ser puestos en movimiento y estropearlos.
La nuez de Robertson se estremeció.
—¿Está usted segura, ahora?
—La cosa no tiene mucho sentido, lo admito —dijo Susan Calvin con disimulada impaciencia—, en lenguaje vulgar; pero no concibo que tenga la utilidad de presentarlo en forma matemática. Le aseguro que es como le digo.
El director general saltó a la brecha, con calor.
—De manera que la situación es ésta: Si aceptamos la proposición, podemos proceder de esta forma. El Cerebro nos dirá Cuál de las unidades es la que encierra el dilema. De donde podremos calcular "por qué" existe el dilema.¿No es esto, doctor Bogert? Ya lo ve usted, doctora, y el doctor Bogert es el mejor matemático que encontrará en parte alguna. Damos a la Consolidated la respuesta de "Sin Solución", con el motivo que la justifica, y cobramos cien mil. Ellos se quedarán con una máquina estropeada y nosotros con una entera. Dentro de un años, dos Quizá , tendremos una máquina curvo-espacial, o un motor hiperatómico, como lo llaman algunos.
—Llámela como quiera, será la cosa más grande del mundo.
Robertson se echó a reír y tendió la mano.
—Veamos este contrato. Voy a firmarlo.
Cuando Susan Calvin entró en la bóveda del Cerebro, fantásticamente guardada, uno de los turnos de técnicos acababa de preguntarle: "Si una gallina y media pone un huevo y medio en un día y medio, ¿cuántos huevos pondrán nueve gallinas en nueve días?".
Y la máquina había contestado: "Cincuenta y cuatro".