Authors: Isaac Asimov
—¡Envíe a uno de sus robots, a uno de sus preciosos NS-2! —gritó Black.
Los ojos de la psicóloga reflejaron una especie de frío resplandor. Dijo deliberadamente:
—Sí, el doctor Schloss ha sugerido eso. Pero los robots NS-2 son alquilados por nuestra firma, no vendidos. Cada uno de ellos vale millones de dólares, ya lo sabe. Yo represento a la compañía y he decidido que son demasiado caros como para arriesgarlos en un asunto como éste.
Black alzó las manos. Se cerraron engarfiadamente y temblaron cerca de su pecho, como si estuviera conteniéndolas a duras penas.
—¿Me está diciendo…, me está diciendo usted que quiere que vaya yo en vez de un robot porque yo resulto menos caro?
—Si quiere mirarlo desde esa óptica, sí.
—Doctora Calvin —dijo Black—, antes la veré en el infierno.
—Puede que esa afirmación sea casi literalmente cierta, doctor Black. Como le confirmará el general Kallner, se le ordena que acepte esta misión. Según tengo entendido, usted se halla aquí sometido a leyes cuasi militares, y si se niega usted a obedecer, es posible que sea sometido a consejo de guerra. Eso significaría la prisión de Mercurio, y creo que se trata de algo lo suficientemente parecido al infierno como para hacer su afirmación incómodamente cierta si es que yo llego a visitarle alguna vez, lo cual no es probable. Por otra parte, si acepta usted abordar la Parsec y realizar su trabajo, eso significará una gran promoción para su carrera.
Black la miró con llameantes y enrojecidos ojos. Susan Calvin añadió:
—Concédanle cinco minutos para pensar en todo esto, general Kallner, y preparen una nave.
Dos guardias de seguridad escoltaron a Black fuera de la habitación.
Gerald Black sentía frío. Sus miembros se movían como si no formaran parte de él. Era como si estuviera observándose a sí mismo desde algún lugar remoto y seguro, observándose a sí mismo abordar una nave y prepararse para el despegue hacia Él y la Parsec.
No podía creerlo. De pronto había inclinado la cabeza y había dicho:
—Está bien, iré.
Pero ¿por qué?
Nunca se había considerado a sí mismo como perteneciente al tipo héroe. Entonces, ¿por qué? Parcialmente, por supuesto, había la amenaza de la prisión en Mercurio. Parcialmente, había la horrible reluctancia de aparecer como un cobarde ante los ojos de aquellos que le conocían, esa profunda cobardía que está más allá de todas las bravatas del mundo.
Pero, principalmente, había algo más.
Ronson, de la Interplanetary Press, había parado un momento a Black mientras éste se encaminaba a la nave. Black contempló el enrojecido rostro de Ronson y preguntó:
—¿Qué es lo que quiere?
—¡Escuche! —balbuceó Ronson—. Cuando vuelva, quiero la exclusiva. Arreglaré las cosas para que le paguen lo que usted pida…, cualquier cosa…
Black lo apartó a un lado de un empujón, y siguió su camino.
La nave tenía dos tripulantes. Ninguno de ellos le habló. Sus miradas pasaron por encima y por debajo y por los lados de él. A Black no le importó. A medida que se acercaban a la Parsec, se mostraron tan asustados como un gatito deslizándose furtivamente hacia el primer perro que ve en su vida. Podía hacerlo sin ellos.
Sólo había un rostro que seguía viendo constantemente. La ansiosa expresión del general Kallner y la mirada de sintética determinación del rostro de Schloss se puntuaban momentáneamente tan sólo en su conciencia. Casi inmediatamente desaparecían. Era el impasible rostro de Susan Calvin el que no se apartaba de su imaginación. Su tranquila inexpresividad mientras él abordaba la nave.
Se quedó contemplando la negrura en la que había desaparecido la Base Hiper, engullida por el espacio…
¡Susan Calvin! ¡La doctora Susan Calvin! ¡La robopsicóloga Susan Calvin! ¡El robot que hablaba como una mujer!
¿Cuáles eran las tres leyes?, se preguntó. Primera Ley: protegerás al robot con toda tu mente y todo tu corazón y toda tu alma. Segunda Ley: protegerás los intereses de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos siempre que no interfieran con la Primera Ley. Tercera Ley: tomarás en consideración a los seres humanos, siempre que no interfieran ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
¿Había sido joven alguna vez?, se preguntó salvajemente. ¿Había sentido alguna vez una auténtica emoción?
¡Espacio! En aquellos momentos deseaba hacer algo…, algo que borrara aquella helada mirada en medio de aquel rostro.
¡Y lo haría!
Por las estrellas, lo haría. Si salía cuerdo de aquella aventura la aplastaría, a ella y a su compañía y a toda aquella horrible raza de robots. Ese era el pensamiento que le impulsaba, más que el miedo a la prisión o el deseo de prestigio social. Ese era el pensamiento que casi había hecho desaparecer su miedo. Casi.
Uno de los pilotos murmuró, sin mirarle:
—Puede saltar usted desde aquí. La tenemos a un kilómetro debajo de nosotros.
—¿No van a aterrizar? —preguntó amargamente Black.
—Tenemos órdenes estrictas de no hacerlo. La vibración del aterrizaje podría…
—¿Qué hay acerca de la vibración de mi aterrizaje?
—Yo sólo cumplo órdenes —dijo el piloto.
Black no respondió; se metió en su traje y aguardó a que se abriera la compuerta interna. Había una bolsa de herramientas firmemente unida al metal del traje, en su cadera derecha.
En el momento en que entraba en la escotilla, los auriculares dentro de su casco retumbaron:
—Suerte, doctor.
Necesitó un momento para darse cuenta de que las palabras procedían de los dos hombres a bordo de la nave, una pausa en su ansiedad por alejarse de aquel peligroso volumen de espacio en el cual iba a sumergirse él.
—Gracias —dijo Black torpemente, medio resentidamente.
Y luego estuvo afuera en el espacio, girando lentamente sobre sí mismo como resultado del ligeramente descentrado impulso de sus pies contra la compuerta exterior.
Pudo ver a la Parsec aguardándole, y mirando entre sus piernas en el momento preciso de empezar a girar pudo ver el prolongado silbido de los chorros laterales de la nave que lo había traído hasta allí mientras daba media vuelta para regresar.
¡Estaba solo! ¡Espacio, estaba solo!
¿Se había sentido tan solo alguna vez, algún hombre, en toda la historia?
¿Llegaría a darse cuenta de ello, si… si ocurría algo?, se preguntó enfermizamente. ¿Habría un breve momento, por pequeño que fuera, de realización? ¿Sentiría su mente huir de él y la luz de la razón y los pensamientos difuminarse y desaparecer?
¿O bien ocurriría repentinamente, como el preciso corte de un afilado cuchillo?
En cualquier caso…
El pensamiento del chimpancé, los ojos vacuos, estremeciéndose con inciertos terrores, se presentó vívido en su mente.
El asteroide estaba ahora a siete metros más abajo. Avanzaba por el espacio con un movimiento absolutamente constante. Fuera de la industria humana, ni un solo grano de arena de su superficie se había agitado a lo largo de astronómicos períodos de tiempo.
En la absoluta inmovilidad de Él, alguna pequeña partícula de arena trabó algún delicado mecanismo a bordo de la Parsec, o una mota de impureza en el refinado aceite que bañaba algún engranaje lo había encallado.
Quizá fuera necesaria tan sólo una pequeña vibración, un ligero temblor originado por la colisión de masa contra masa para liberar aquella parte móvil, reanudando la acción interrumpida, creando el hipercampo, haciéndolo florecer como una rosa abriéndose increíblemente.
Su cuerpo estaba a punto de entrar en contacto con Él, y juntó sus piernas en su ansiedad de «golpearlo delicadamente». No sentía el menor deseo de tocar el asteroide. Su piel se erizó con una intensa aversión. Fue acercándose.
Ahora… ahora…
¡Nada! Sólo el progresivo contacto con el asteroide, los arriesgados momentos de la presión lentamente progresiva resultante de una masa de cien kilos (él más el traje) poseyendo una inercia pero ningún peso apreciable.
Black abrió lentamente los ojos y permitió que la luz de las estrellas penetrara en ellos. El sol era un mármol resplandeciente, con el brillo amortiguado por el escudo polarizante de su placa visora. Las estrellas eran correspondientemente débiles, pero su disposición era familiar. Con el sol y las constelaciones normales, todavía estaba dentro del sistema solar. Incluso podía divisar la Base Hiper, un pequeño y débil creciente.
Se envaró sorprendido ante la repentina voz que sonó en sus oídos. Era Schloss.
—Le tenemos en nuestro campo de visión, doctor Black —dijo Schloss—. ¡No está solo!
Black sintió deseos de reír ante su elaborada fraseología, pero se limitó a decir, con una voz clara y baja:
—Cállese. Si lo hace, no me distraerá.
Una pausa. La voz de Schloss, más contemporizadora:
—Si va informando usted a medida que progrese, eso aliviará la tensión.
—Recibirán toda la información que necesiten cuando regrese. No antes.
Lo dijo amargamente, y amargamente también sus dedos enfundados en metal avanzaron hacia el panel de control en su pecho y desconectaron la radio de su traje. Ahora podían seguir hablándole al vacío. Tenía sus propios planes. Si salía cuerdo de aquello, aquél iba a ser su espectáculo.
Se apoyó sobre los pies con infinitas precauciones, y se irguió sobre Él. Se tambaleó ligeramente a medida que sus involuntarios movimientos musculares, impulsando a causa de la casi total ausencia de gravedad una interminable serie de desequilibrios, lo empujaron hacia uno y otro lado. En la Base Hiper había un campo pseudogravitatorio que creaba una similitud con la Tierra. Black observó que una parte de su mente se mantenía lo suficientemente lúcida como para captar aquella diferencia y apreciarla in absentia.
El sol había desaparecido tras un risco. Las estrellas giraban visiblemente, siguiendo el ritmo del período de una hora de rotación del asteroide.
Podía ver la Parsec desde donde estaba, y avanzó lentamente hacia ella, cuidadosamente…, casi de puntillas. (Ninguna vibración. Ninguna vibración. Las palabras parecían suplicar en su mente.)
Antes de darse cuenta exactamente de la distancia que había recorrido, se hallaba ya en la nave. Estaba a los pies de la hilera de asideros que conducían a la compuerta exterior.
Hizo una pausa allí.
La nave parecía completamente normal. O al menos parecía normal excepto el círculo de aceradas protuberancias que la rodeaba aproximadamente a un tercio de su longitud, y un segundo círculo a dos tercios. En el momento preciso, esas protuberancias se convertirían en los polos energéticos del hipercampo.
Un extraño deseo de tender la mano hacia uno de ellos y sujetarlo dominó a Black. Era uno de esos impulsos irracionales, como el momentáneo pensamiento: «¿Y si diera un salto?», que surge de forma casi inevitable cuando uno mira hacia abajo desde la parte superior de un alto edificio.
Black inspiró profundamente y se sintió pegajoso por el sudor mientras tendía los dedos de ambas manos y suavemente, muy suavemente, apoyaba las dos palmas planas contra el costado de la nave.
¡Nada!
Alcanzó el asidero inferior y se izó lentamente, cuidadosamente.
Deseó poseer la experiencia en manipulación a gravedad cero de los hombres que habían construido aquel artefacto. Era necesario ejercer una fuerza considerable para vencer la inercia y detenerse de nuevo. Si no detenías tu impulso a tiempo perdías el equilibrio y te estrellabas contra el costado de la nave.
Trepó lentamente, impulsándose con la punta de los dedos, sus piernas y caderas oscilando hacia la derecha cuando su brazo izquierdo se alzaba, hacia la izquierda cuando el que lo hacía era su brazo derecho.
Una docena de asideros, y sus dedos flotaron sobre el contacto que abriría la compuerta exterior. El marcador de seguridad era una pequeña mancha verdosa.
Vaciló una vez más. Aquella iba a ser la primera vez que utilizara la energía de la nave. Su mente recorrió los diagramas del trazado eléctrico y las distribuciones de fuerzas. Si pulsaba el contacto, la energía sería bombeada de la micropila hacia el mecanismo que abriría la masiva plancha metálica que constituía la compuerta exterior.
¿Y?
¿De qué servía preocuparse? A menos que tuviera alguna idea de lo que funcionaba mal, no había forma de decir cuál sería el efecto de aquella diversión de energía. Suspiró, y pulsó el contacto.
Suavemente, sin ninguna sacudida ni sonido, un segmento de la nave se deslizó y se abrió. Black echó una última mirada a las amistosas constelaciones (no habían cambiado), y penetró en la suavemente iluminada cavidad. La compuerta exterior se cerró tras él.
Ahora, otro contacto. Había que abrir la compuerta interior. Hizo una nueva pausa para considerar la situación. La presión del aire en el interior de la nave descendería ligeramente cuando se abriera la compuerta interior, y pasarían algunos segundos antes de que los electrolizadores de la nave pudieran compensar la pérdida.
¿Y? La placa trasera Bosch, por nombrar uno de los dispositivos, era sensitiva a la presión, pero seguramente no tan sensitiva.
Suspiró de nuevo, más suavemente (la piel de su miedo estaba volviéndose callosa), y pulsó el contacto. La compuerta interior se abrió.
Penetró en la sala de pilotaje de la Parsec, y su corazón dio un extraño vuelco cuando lo primero que vio fue la visiopantalla, conectada a recepción y salpicada de estrellas. Se obligó a sí mismo a mirarla.
¡Nada!
Casiopea era visible. Las constelaciones eran normales, y él estaba dentro de la Parsec. De alguna forma, tenía la sensación de que lo peor había pasado. Habiendo ido tan lejos y siguiendo dentro del sistema solar, habiendo conservado su mente hasta allí, sintió que algo ligeramente parecido a la confianza empezaba a volver a él.
Había una calma casi sobrenatural en torno a la Parsec. Black había estado en muchas naves en su vida, y en ellas siempre había habido el sonido de la vida, aunque fuera tan sólo el rumor de unos pasos o el canturreo de un camarero en un pasillo. Allí, el propio latido de su corazón parecía como amortiguado hasta hacerse casi inaudible.
El robot en el asiento del piloto le daba la espalda. Aunque no dio ninguna indicación de ello, era indudable que había registrado su presencia allí.
Black desnudó sus dientes en una sonrisa salvaje y dijo secamente: