Authors: Isaac Asimov
—Exactamente. Ahora empieza a hablar con sensatez. Era el robot.
—Sólo que ése era el día del Tricentenario, y el presidente Winkler no pudo resistir la tentación. Supongo que estaría por encima de lo que puede pedirse a un ser humano, esperar que un presidente, sobre todo un vacuo adulador de muchedumbres y cazador de aplausos como Winkler, renunciase a la adulación de la multitud en ese día entre todos los días, y se la cediera a una máquina. Y es posible que el robot alimentase cuidadosamente ese sentimiento, de modo que ese día del Tricentenario el presidente hiciera permanecer al robot detrás del estrado, mientras él mismo salía a estrechar las manos y a recoger los aplausos.
—¿En secreto?
—En secreto, naturalmente. Si el presidente se lo hubiera dicho a cualquier persona del Servicio, o a cualquiera de sus subordinados, o a usted, ¿se le habría permitido hacerlo? La actitud oficial con respecto a la posibilidad de asesinato ha constituido prácticamente una enfermedad desde los sucesos ocurridos a finales del siglo veinte. De modo que alentado por un robot obviamente inteligente...
—Supone que el robot era inteligente porque supone que ahora ejerce las funciones de presidente. Es un razonamiento cerrado. Si no es el presidente, entonces no existe motivo alguno para suponer que era inteligente, o que fue capaz de urdir ese plan. Además, ¿qué motivo podría impulsar a un robot a tramar un asesinato? Aun cuando no matase directamente al presidente, la Primera Ley también prohíbe la eliminación indirecta de una vida humana, pues dice: «Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano resulte dañado».
—La Primera Ley no es absoluta —dijo Edwards—. ¿Y si el daño causado a un ser humano salva las vidas de otros dos, o de otros tres, o incluso de otros tres mil millones? El robot pudo pensar que salvar la Federación era más importante que salvar una vida. No era un robot corriente, a fin de cuentas. Había sido diseñado para reproducir las cualidades del presidente con la suficiente exactitud como para poder engañar a cualquiera. Suponga que tuviera la percepción del presidente Winkler, sin sus flaquezas, y suponga que sabía que sería capaz de salvar la Federación y que el presidente, en cambio, no podría hacerlo.
—Usted puede hacerse ese razonamiento, pero ¿cómo sabe si un artefacto mecánico podría razonar de igual modo?
—Es la única manera de explicar lo ocurrido.
—Yo opino que es una fantasía paranoica.
—Entonces dígame por qué el objeto destruido fue pulverizado hasta quedar reducido a átomos. ¿Qué otra explicación podría tener sentido excepto suponer que ésa era la única manera de ocultar que se había destruido a un ser humano y no a un robot? Deme una explicación alternativa.
Janek enrojeció.
—No lo aceptaré.
—Pero en sus manos está demostrar que así fue, o refutarlo todo. Por eso he acudido a usted..., a usted.
—¿Cómo podría demostrarlo? ¿O bien refutarlo?
—Nadie ve al presidente en momentos imprevistos como hace usted. Usted, a falta de una familia, es la persona con quien se muestra más informal. Obsérvele.
—Lo he hecho. Y le digo que no....
—No le ha observado. No sospechaba que ocurriera nada de particular. Los pequeños detalles no significaban nada para usted. Obsérvele ahora, teniendo muy presente que podría ser un robot, y ya verá.
—Puedo derribarlo de un puñetazo y comprobar si contiene metal con un detector ultrasónico —dijo Janek con sorna—. Incluso un androide posee un cerebro de platino e iridio.
—No se precisará ninguna acción drástica. No tiene más que observarle y podrá comprobar que es tan radicalmente distinto del hombre que era que no puede ser un hombre.
Janek echó un vistazo al reloj-calendario que colgaba de la pared.
—Llevamos más de una hora aquí reunidos —dijo.
—Siento haberle hecho perder tanto tiempo, pero usted comprende la importancia de todo esto, espero.
—¿Importancia? —preguntó Janek. Luego levantó la mirada, y lo que parecía un gesto despectivo se trocó de pronto en una cierta esperanza—. Pero, ¿de verdad es importante? Realmente, quiero decir.
—¿Cómo no va a ser importante? Tener a un robot por presidente de los Estados Unidos, ¿no le parece importante?
—No, no me refería a eso. Olvide lo que pueda ser el presidente Winkler. Piense sólo en esto: Alguien que ejerce las funciones de presidente de los Estados Unidos ha salvado a la Federación; ha mantenido su unidad y, en estos momentos, dirige el Consejo en favor de los intereses de la paz y del compromiso constructivo. ¿No lo negará?
—Naturalmente, no lo niego —dijo Edwards—. Pero, ¿y el precedente que se establece con ello? Un robot en la Casa Blanca, por una razón muy válida hoy, puede dar paso a un robot en la Casa Blanca por una razón muy mala dentro de veinte años, y después a que otros robots ocupen la Casa Blanca sin motivo alguno, por simple rutina. ¿No comprende la importancia que puede tener acallar un posible toque de trompeta anunciando el fin de la humanidad en el momento en que suena su primera nota vacilante?
Janek se encogió de hombros.
—Supongamos que descubro que es un robot. ¿Vamos a anunciarlo a todo el mundo? ¿Sabe qué efecto tendría eso sobre la Federación? ¿Sabe cómo afectaría a la estructura financiera dcl mundo? ¿Sabe...?
—Lo sé. Por eso he venido a verle en privado, en vez de intentar dar publicidad al asunto. A usted le corresponde comprobarlo y llegar a una conclusión definitiva. Y si descubre que el supuesto presidente es un robot, como no dudo que ocurrirá, a usted le corresponderá convencerle de que debe dimitir.
—Y según la versión que usted me ha dado de su reacción ante la Primera Ley, entonces me hará matar, pues yo constituiré una amenaza para su experta actuación encaminada a resolver la mayor crisis mundial del siglo veintiuno.
Edwards agitó la cabeza.
—El robot actuó secretamente la vez anterior, y nadie intentó contradecir los argumentos que usó para convencerse. Usted podrá discutir con él e imponerle una interpretación más rigurosa de la Primera Ley. Si es necesario, podemos pedir ayuda a algún empleado de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos, que fueron quienes construyeron el robot. Cuando haya dimitido, le sucederá la vicepresidenta. Si el Winkler-robot ha llevado al viejo mundo por el buen camino, estupendo; la vicepresidenta, que es una mujer decente y honrada, sabrá mantenerlo en el buen camino. Pero no podemos dejar que nos gobierne un robot, y ello no debe volver a ocurrir jamás.
—¿Y si el presidente es humano?
—Lo dejo a su discreción. Usted sabrá decidir.
—Yo no tengo tanta confianza en mí mismo —dijo Janek—. ¿Y si no puedo decidirme? ¿Si no consigo hacerlo? ¿Si no me atrevo? ¿Qué piensa hacer entonces?
Edwards le miró con aire cansado.
—No lo sé. Tal vez tenga que acudir a la U. S. Robots. Pero no creo que se plantee ese problema. Confío en que ahora que le he planteado claramente el problema, usted no descansará hasta haberlo resuelto. ¿Usted quiere que le gobierno un robot?
Se levantó, y Janek le dejó marchar. No se estrecharon la mano.
Janek permaneció sentado en medio de la creciente penumbra del crepúsculo, profundamente horrorizado.
¡Un robot!
Aquel hombre había entrado y había demostrado, de manera perfectamente racional, que el presidente de los Estados Unidos era un robot.
Tendría que haber sido fácil refutárselo. Sin embargo, a pesar de que Janek había intentado oponerle todos los argumentos que se le habían ocurrido, de nada había servido, y el hombre no había vacilado un ápice.
¡Un robot como presidente! Edwards estaba seguro de ello, y continuaría estando seguro. Y si Janek insistía en afirmar que el presidente era humano, Edwards acudiría a la U. S. Robots. No cejaría.
Janek frunció la frente mientras pensaba en los veintiocho meses transcurridos desde el Tricentenario, y en lo bien que había salido todo, vistas las probabilidades. ¿Y ahora qué?
Se hundió en sombrías reflexiones.
Todavía conservaba el desintegrador, pero ciertamente no sería necesario recurrir a él para eliminar a un ser humano, la naturaleza de cuyo cuerpo no estaba en discusión. Un silencioso golpe de láser en algún rincón solitario serviría.
Había sido difícil convencer al presidente en la acción anterior, pero en este caso, no tenía ni por qué enterarse.
La segunda historia de robots que escribí, Razón (incluida en esta sección), tenía como protagonistas a dos comprobadores de campo, Gregory Powell y Michael Donovan. Los dos personajes habían sido modelados a partir de algunas historias escritas por John Campbell, que yo admiraba extravagantemente, acerca de un par de exploradores interplanetarios, Peníon y Blake. Si Campbell notó alguna vez la similitud, nunca me dijo nada al respecto.
Incidentalmente, debo advertirles que la primera historia de esta sección, Primera Ley, fue escrita como una broma, y no se supone que deba ser tomada en serio.
Mike Donovan contempló su vacía jarra de cerveza, se sintió aburrido, y decidió que ya había escuchado lo suficiente. Dijo en voz alta:
—Si tenemos que hablar acerca de robots poco habituales, yo conocí una vez a uno que desobedeció la Primera Ley.
Y, puesto que aquello era algo completamente imposible, todo el mundo dejó de hablar y se volvió para mirar a Donovan.
Donovan maldijo inmediatamente su bocaza y cambió de tema.
—Ayer me contaron uno muy bueno —dijo en tono conversacional— acerca de...
MacFarlane, en la silla contigua a la de Donovan, dijo:
—¿Quieres decir que sabes de un robot que causó daño a un ser humano?
Eso era lo que significaba la desobediencia a la Primera Ley, por supuesto.
—En cierto sentido dijo Donovan—. Digo que me contaron uno acerca de...
—Cuéntanos eso del robot —ordenó MacFarlane.
Algunos de los otros hicieron resonar sus jarras sobre la mesa.
Donovan intentó sacarle el mejor partido al asunto.
—Ocurrió en Titán, hará unos diez años —dijo, pensando rápidamente—. Sí, fue en el veinticinco. Acabábamos de recibir cargamento de tres nuevos modelos de robots, diseñados especialmente para Titán. Eran los primeros de los modelos MA. Los llamados Emma Uno, Dos y Tres. —Hizo chasquear los dedos pidiendo otra cerveza, y miró intensamente al camarero—. Veamos, ¿qué viene a continuación?
—He estado metido en robótica toda mi vida, Mike —dijo MacFarlane—. Nunca he oído hablar de ninguna serie MA.
—Eso se debe a que retiraron todos los MA de las cadenas de montaje inmediatamente después..., inmediatamente después de lo que voy a contaros. ¿No lo recordáis?
—No.
Apresuradamente, Donovan continuó:
—Pusimos inmediatamente a los robots a trabajar. Entendedlo, hasta entonces, la base era completamente inutilizable durante la estación de las tormentas, que dura el ochenta por ciento del período de revolución de Titán en torno a Saturno. Durante las terribles nevadas, no puedes encontrar la base ni siquiera aunque estés tan sólo a cien metros de ella. Las brújulas no sirven para nada, puesto que Titán no posee campo magnético.
»La virtud de esos robots MA, sin embargo, era que estaban equipados con vibrodetectores de un nuevo diseño, de modo que podían trazar una línea recta hasta la base a través de cualquier cosa, y eso significaba que los trabajos de minería podían proseguir durante todo el período de revolución. Y no digas una palabra, Mac. Los vibrodetectores fueron retirados también del mercado, y es por eso por lo que ninguno de vosotros ha oído hablar de ellos. —Donovan tosió—. Secreto militar, ya sabéis.
Hizo una breve pausa y prosiguió:
—Los robots trabajaron estupendamente durante la primera estación de las tormentas. Luego, al inicio de la estación de las calmas, Emma Dos empezó a comportarse mal. No dejaba de huronear por los rincones y bajo los fardos, y tenía que ser sacada constantemente de allí. Finalmente, salió de la base y no regresó. Decidimos que debía de haber algún fallo de fabricación en ella, y seguimos con los otros dos. Sin embargo, eso significaba que andábamos constantemente cortos de manos, o cortos de robots al menos, de modo que cuando a finales de la estación de las calmas alguien tuvo que ir a Kornsk, yo me presenté voluntario para efectuar el viaje sin ningún robot. Parecía bastante seguro; no esperábamos ninguna tormenta en dos días, y en el término de veinte horas estaría de vuelta.
»Estaba ya en mi camino de vuelta, a unos buenos quince kilómetros de distancia de la base, cuando el viento empezó a soplar y el aire a espesarse. Hice aterrizar inmediatamente mi vehículo aéreo antes de que el viento pudiera destrozarlo, me orienté hacia la base y eché a correr. Podía correr una buena distancia sin dificultad en aquella baja gravedad, pero ¿cómo correr en línea recta? Ésa era la cuestión. Mi reserva de aire era amplia y los calefactores de mi traje satisfactorios, pero quince kilómetros en medio de una tormenta titaniana son el infinito.
»Entonces, mientras las cortinas de nieve lo oscurecían todo, convirtiendo el paisaje en un lóbrego atardecer, haciendo que desapareciera incluso Saturno y el sol se convirtiera apenas en una mota pálida, me detuve en seco, inclinándome contra el viento. Había un pequeño objeto oscuro directamente frente a mí. Apenas podía verlo, pero sabía lo que era. Era un cachorro de las tormentas, la única cosa viva capaz de resistir una tormenta titaniana, y la cosa viva más maligna con la que puedas encontrarte en ningún lado. Sabía que mi traje espacial no iba a protegerme una vez viniera a por mí, y con aquella mala luz tenía que esperar a asegurarme un blanco perfecto o no atreverme a disparar. Un sólo fallo, y saltaría sobre mí.
»Retrocedí lentamente, y la sombra me siguió. Se iba acercando, y yo empecé a sacar mi lanzarrayos con una plegaria, cuando una sombra mayor gravitó de pronto sobre mí, y lancé una exclamación de alivio. Era Emma Dos, el robot MA desaparecido. No me detuve ni un momento en preguntarme qué podía haberle pasado o preocuparme por sus dificultades. Simplemente aullé:
»—¡Emma, muchacha, encárgate de ese cachorro de las tormentas, y luego llévame a la base!
»Ella se me quedó mirando como si no me hubiera oído y dijo:
»—Amo no dispare. No dispare.