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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (36 page)

BOOK: El Robot Completo
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—¡Sí!

—Bueno... —Se pasó una mano por el rostro... el aire era tan deliciosamente fresco—. ¿Sabes que, cuando arreglemos las cosas aquí, y Speedy sea sometido a sus pruebas de campo, vamos a ser enviados a la estación del espacio próxima a...?

—¡No!

—Sí. Al menos eso es lo que la vieja dama Calvin me dijo poco antes de que nos fuéramos, y no te había dicho nada al respecto porque en principio estaba en contra de toda la idea.

—¿En contra? —exclamó Donovan—. Pero...

—Lo sé. Ahora me parece algo estupendo. Doscientos setenta y tres centígrados por debajo de cero. ¿No va a ser una auténtica gozada?

—Estación espacial —exclamó Donovan—. ¡ahí voy!

Razón

Medio año después los dos amigos habían cambiado de manera de pensar. La llamarada de un gigantesco sol habla dado paso a la suave oscuridad del espacio, pero las variaciones externas significan poco en la labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que sea el fondo de la cuestión, uno se encuentra frente a frente con un inescrutable cerebro Positrónico; que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra forma.

Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos semanas.

Gregory Powell espació sus palabras para dar énfasis a la frase.

—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones... —Sus cejas se juntaron con un gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.

En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silencio, a excepción del suave zumbido del poderoso Haz Director en las bajas regiones.

El robot QT-1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra, sentado al otro lado de la mesa.

Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor! Tenían que seguir. Todo el personal de la U. 5. Robots, desde el mismo Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que QT-1 estaba a salvo! Y sin embargo..., los modelos QT eran los primeros de su especie y aquél era el primero de los QT. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la protección más tranquilizadora contra los gestos de los robots.

Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inesperada frialdad de un diafragma metálico.

—¿Te das cuenta de la gravedad de una tal declaración, Powell?

— Algo te ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que tu memoria parece brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy la explicación. Donovan y yo te montamos con las piezas que nos mandaron.

Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad.

—Tengo la impresión de que todo esto podría explicarse de una manera más satisfactoria. Porque que tú me hayas hecho a mí, me parece improbable.

—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó Powell, echándose a reír.

—Llámalo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo. Un encadenamiento de válidos razonamientos sólo puede llevar a la determinación de la verdad, y a esto me atendré hasta conseguirla.

Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía súbitamente una fuerte simpatía por el extraño mecanismo. No era en absoluto como un robot ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de un sendero Positrónico profundamente marcado.

Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.

—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot que ha manifestado curiosidad por su propia existencia... y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente para comprender el mundo exterior. Ven conmigo.

El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa suela de esponja de caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio... cuajado de estrellas.

—Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de máquinas— dijo Cutie.

—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?

—Exactamente lo que parece: un material negro detrás de este cristal, salpicado de puntas brillantes. Sé que nuestro director manda rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.

—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos, algunas de ellos de millones de kilómetros de diámetro, y para que puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos.

»Los puntos a los cuales van dirigidos nuestros haces de energía están más cercanos y son más pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo mismo, vivimos en su superficie; somos varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se encuentran cerca de nosotros. A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación, donde tú puedes verlo.

Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza, dijo:

—¿De qué punto de luz pretendes venir?

—Allí está —dijo Powell después de haber buscado—. Aquel tan brillante de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres billones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a estar allá con ellos.

Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció canturrear, distraído. No era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa calidad sonora de un “pizzicato”. Cesó tan rápidamente como había empezado.

—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado mi existencia.

—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas por primera vez para alimentar de energía solar los planetas, eran regidas por seres humanos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo se necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar incluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo para traer las piezas de recambio para reparaciones.

Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó una manzana contra la manga antes de mordería. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.

—¿Esperas acaso que dé crédito a ninguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? —dijo lentamente—. ¿ Por quién me tomas?

Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso Colorado.

—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!

—¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! —dijo Cutie amargamente—. ¡Mundos con tres billones de seres humanos! ¡El vacío infinito!... Lo siento, Powell, pero no creo nada de esto. Lo resolveré yo solo. Adiós.

Dio la vuelta y salió de la cámara. Pasó por delante de Michael Donovan, hizo una inclinación de cabeza al llegar al umbral y salió al corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos hombres.

Mike Donovan se pasó la mano por el rojo cabello y dirigió una mirada de contrariedad a Powell.

—¿Qué diablos estaba diciendo el maldito artefacto este? ¿Qué es lo que no cree?

—Es un escéptico —dijo el otro, mordiéndose nerviosamente el bigote—. No cree que lo hayamos fabricado, ni que la Tierra exista, ni que haya un espacio estrellado.

—¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot loco de nuestras manos...

—Dice que va a resolver el problema él solo.

—Bien, en este caso, espero condescenderá a explicarme todo lo que descubra —Y con súbita rabia, añadió—: ¡Oye! ¡Cómo ese montón de metal me largue a mí una de éstas, le parto esta varilla de cromo en la espalda!

Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una novela del bolsillo.

—Este robot empieza a darme grima, de todos modos. Es demasiado inquisitivo.

Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo de lechuga y tomate cuando Cutie llamó suavemente a la puerta y entró.

—¿Está aquí Powell?

Donovan le contestó con voz pausada y apagada por la masticación.

—Está reuniendo datos sobre la función de las corrientes electrónicas. Parece que nos acercamos a una tormenta.

En aquel momento entró Gregory Powell, miró un papel lleno de cifras que traía en la mano y se sentó. Dejó las hojas sobre la mesa y comenzó a hacer cálculos. Donovan lo miraba, masticando la lechuga y recogiendo las migas de pan. Cutie esperaba, silencioso.

—El potencial Zeta se eleva, pero lentamente —dijo Powell levantando la vista—. De todos modos, las corrientes funcionales son errantes y no sé qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie! Creía que estabas vigilando la instalación de la nueva barra de mando.

—Ya está instalada —dijo el robot tranquilamente— y he venido a sostener una conversación con vosotros.

—¡Ah!... —dijo Powell, aparentemente inquieto—. Bien, siéntate. No, en esta silla, no. Una de las patas es floja y no resistiría tu peso.

—He tomado una decisión —dijo el robot, después de haber obedecido.

Donovan levantó la vista y dejó los restos de su bocadillo a un lado. Se disponía a hablar, pero Powell le hizo guardar silencio con un gesto.

—Sigue, Cutie. Te escuchamos.

—He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección —dijo Cutie—, y los resultados han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi parte: existo, porque pienso.

—¡Ah, por Júpiter... un robot Descartes! —gruñó Powell.

—¿Quién es Descartes? —preguntó Donovan— Oye, ¿es que tenemos que estar aquí sentados escuchando a este loco metálico...?

—¡Cállate, Mike!

—Y la cuestión que inmediatamente se presenta continuó Cutie imperturbable—, es: ¿cuál es exactamente la causa de mi existencia?

Powell se quedó con la boca abierta.

—Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que te hicimos nosotros.

—Y si no nos crees, con gusto volveremos a hacerte pedazos —añadió Donovan.

El robot tendió sus fuertes manos con un gesto de imploración.

—No acepto nada por autoridad. Una hipótesis debe ser corroborada por la razón, de lo contrario, carece de valor; y es contrario a todos los dictados de la lógica suponer que vosotros me habéis hecho.

Powell detuvo con su mano el gesto amenazador de Donovan.

—¿Por qué dices esto, exactamente?

Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana, la risa más mecanizada que había surgido jamás. Era aguda y explosiva, regular como un metrónomo y sin matiz alguno.

—Fíjate en ti —dijo finalmente—. No lo digo con espíritu de desprecio, pero fíjate bien. Estás hecho de un material blando y flojo, sin resistencia, dependiendo para la energía de la oxidación ineficiente del material orgánico... como esto —añadió señalando con un gesto de reprobación los restos del bocadillo de Donovan—. Pasáis periódicamente a un estado de coma, y la menor variación de temperatura, presión atmosférica, la humedad o la intensidad de radiación afecta vuestra eficiencia. Sois alterables. Yo, por el contrario, soy un producto acabado. Absorbo energía eléctrica directamente y la utilizó con casi un ciento por ciento de eficiencia. Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente constantemente y puedo soportar fácilmente los más extremados cambios ambientales. Estos son hechos que, partiendo de la irrefutable proposición de que ningún ser puede crear un ser más perfecto que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.

Las maldiciones murmuradas en voz baja por Donovan brotaron inteligibles al levantarse frunciendo sus rojas cejas.

—¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de metal! Si no te hicimos nosotros, ¿quién te hizo?

—Muy bien, Donovan —asintió Cutie gravemente—. Esta era, desde luego, la cuestión siguiente. Evidentemente, mi creador tiene que ser más poderoso que yo y por lo tanto, sólo cabía una hipótesis.

Los dos hombres de la Tierra le miraban sin expresión y Cutie prosiguió:

—¿Cuál es el centro de las actividades aquí en la Estación? ¿Al servicio de quién estamos todos? ¿Qué absorbe toda nuestra atención?

Esperó, a la expectativa. Donovan miró asombrado a su compañero.

—Apostaría a que este amasijo de tornillos esta hablando del mismo Transformador de Energía.

—¿Es así, Cutie? —preguntó Powell.

—Estoy hablando del Señor —fue la fría respuesta que siguió.

Aquello fue la señal del estallido de risas de Donovan y el mismo Powell se permitió esbozar una sonrisa. Cutie se puso de pie y sus ojos brillantes se fijaron en uno y después en el otro.

—Da lo mismo lo que penséis y no me extraña que os neguéis a creerlo. Vosotros no tenéis que estar mucho tiempo aquí, estoy seguro de ello. Powell mismo ha dicho que al principio sólo los hombres servían al Señor; que después vinieron los robots para el trabajo rutinario; y finalmente yo, para dirigir. Los hechos son sin duda verdaderos, pero la explicación es completamente ilógica. ¿Queréis saber la verdad que hay detrás de todo esto?

—Sigue, Cutie, me diviertes.

—El Señor creó al principio el tipo más bajo, los humanos, formados más fácilmente. Poco a poco fue reemplazándolos por robots, el siguiente paso, y finalmente me creó a mí, para ocupar el sitio de los últimos humanos. A partir de ahora sirvo al Señor.

—No harás nada de esto —dijo Powell secamente—. Seguirás nuestras órdenes y te estarás tranquilo hasta que estemos convencidos de que puedes dirigir el Transformador. ¡Escucha! El Transformador, no el Señor. Si no nos convences, serás desmontado. Y ahora, si no te importa... puedes marcharte. Y llévate estos datos y regístralos debidamente.

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