El Robot Completo (34 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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Powell sujetó las orejas y giró la cabeza. Su montura giró a su vez pesadamente.

—Vamos, Macduff —dijo; pero no se sentía muy alegre.

Los gigantescos robots avanzaron lentamente, con mecánica precisión, a través de la puerta que por un escaso palmo casi rozaba sus cabezas, por lo que los dos hombres tuvieron que agacharse a toda prisa, a lo largo de un estrecho pasillo donde sus pausados pasos resonaban de forma monótona hasta la escotilla de aire.

El largo túnel sin aire que se alargaba hasta un puntito delante de ellos, hizo que Powell pensase en la exacta magnitud de la tarea llevada a cabo por la Primera Expedición, con sus bastos robots y unos requisitos que partían de cero. Podía haber sido un fracaso, pero su fracaso era bastante mejor que la serie normal de éxitos del Sistema.

Los robots avanzaban despacio a un ritmo que nunca variaba y con unos pasos que nunca se hacían más largos.

—Observa que estos túneles tienen luces y que la temperatura es la normal de la Tierra —dijo Powell—. Probablemente ha estado así todos estos diez años en que el lugar ha permanecido vacío.

—¿Cómo es eso?

—Energía barata; la más barata del Sistema. Energía solar, ya sabes, y en el lado Sol de Mercurio, la energía solar no es cualquier cosa. Es por esta razón que la Estación fue construida en la luz del sol en lugar de a la sombra de una montaña. A decir verdad es un enorme convertidor de energía. El calor se transforma en electricidad, luz, trabajo mecánico y un montón de cosas más; así, la Estación recibe energía y es enfriada en un proceso simultáneo.

—Escucha —dijo Donovan—. Todo esto es muy instructivo, ¿pero te importaría cambiar de tema? Resulta que esta conversión de energía de la que hablas es llevada a cabo principalmente por los bancos de fotocélulas... y en este momento para mi es un tema algo escabroso.

Powell gruñó vagamente y, cuando Donovan rompió el silencio resultante, fue para cambiar completamente de tema.

—Escucha, Greg. ¿Qué será a fin de cuentas lo que va mal con Speedy? No puedo comprenderlo.

No resulta fácil encogerse de hombros dentro de un traje antisolar, pero Powell lo intentó.

—No lo sé, Mike. Ya sabes que esta perfectamente adaptado al medio ambiente de Mercurio. El calor no significa nada para él y ha sido construido para la gravedad ligera y el terreno accidentado. Está hecho a toda prueba... o por lo menos debería estarlo.

Se hizo el silencio. En esta ocasión, un silencio que duró largo rato.

—Señor —dijo el robot—, hemos llegado.

—¿Eh? —dijo Powell, saliendo de un estado de amodorramiento—. Bien, sácanos de aquí... a la superficie.

Aparecieron en una diminuta subestación, vacía, sin aire, ruinosa. Donovan inspeccionó un agujero mellado en la parte alta de una de las paredes con la luz de su lámpara de bolsillo.

—¿Crees que es un meteorito? —preguntó.

Powell se encogió de hombros.

—Al demonio con ellos. No importa. Salgamos.

Un elevado precipicio de roca negra de basalto ocultaba la luz del Sol, y estaban rodeados por la profunda sombra nocturna de un mundo sin aire. Ante ellos, la sombra se alargaba y terminaba, con la brusquedad del filo de una navaja, en un casi insoportable resplandor de luz blanca, que brillaba con miríadas de cristales en un terreno rocoso.

—¡El espacio! —gritó Donovan, sofocadamente—. Parece nieve.

En efecto parecía nieve. Los ojos de Powell recorrieron el resplandor desigual de Mercurio que se extendía en el horizonte y se estremeció ante el maravilloso brillo.

—Debe de ser una zona insólita. El albedo general de Mercurio es bajo y la mayor parte del suelo es del color gris de la piedra pómez. Un poco como la Luna. Hermoso, ¿verdad?

Agradecía los filtros de luz de sus placas de visión. Hermoso o no, una mirada a la luz del sol directamente a través de un cristal los habría cegado en medio minuto.

Donovan estaba mirando el termómetro ligero que llevaba en su muñeca.

—¡Santo cielo, la temperatura es de ochenta grados centígrados!

Powell comprobó el suyo y dijo:

—Hum-m-m. Algo alta. La atmósfera, ya sabes.

—¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?

—En realidad, Mercurio no está completamente sin aire —explicó Powell, distraído. Estaba ajustando los prismáticos a su placa de visión, y los hinchados dedos del traje bajaban torpemente—. Hay una diminuta exhalación que se adhiere a su superficie... Vapores de los más volátiles elementos y compuestos que son lo suficientemente pesados para retener la gravedad de Mercurio. Ya sabes: selenio, yodo, mercurio, galio, potasio, bismuto, óxidos volátiles. Los vapores avanzan en las sombras y se condensan, produciendo calor. Es una especie de gigantesco alambique. De hecho, si utilizas tu luz, probablemente descubrirás que la vertiente del precipicio está cubierta de, digamos, una acumulación de azufre, o tal vez de rocío de mercurio.

—En cualquier caso, no importa. Nuestros trajes pueden soportar indefinidamente unos miserables ochenta grados.

Powell se habla ajustado los prismáticos, y parecía tener unos ojos tan pedunculares como un caracol.

Donovan observaba lleno de tensión.

—¿Ves algo?

Su compañero no contestó inmediatamente y, cuando lo hizo, su voz estaba llena de ansiedad y seriedad.

—Hay un punto oscuro en el horizonte que puede ser la fuente de selenio. Está en el lugar que indica el mapa. Pero no veo a Speedy.

Powell se irguió en un instintivo afán de ver mejor, hasta quedarse sobre los hombros de su robot en una posición inestable. Con las piernas a horcajadas y escudriñando con los ojos, dijo:

—Creo... Creo... Sí, definitivamente es él. Está viniendo por aquí.

Donovan siguió el dedo que señalaba. No tenía prismáticos, pero había un puntito que se movía, negro contra el deslumbrante brillo del suelo cristalino.

—Lo veo —gritó—. ¡Vamos!

Powell había vuelto a sentarse sobre el robot, y su mano dentro del traje golpeó el pecho cilíndrico de Gargantúa.

—¡Vamos!

—Paso ligero —chilló Donovan, y golpeó sus talones, como espoleando.

Los robots se pusieron en movimiento, y el habitual ruido sordo de sus pies era silencioso en la zona sin aire, pues la tela no metálica de los trajes antisolares no transmitía los sonidos. Sólo alcanzaban a oír una rítmica vibración.

—Más rápido —gritó Donovan.

El ritmo no varió.

—Es inútil —exclamó Powell, como respuesta—. Estos montones de chatarra sólo están equipados para una velocidad. ¿Crees que están equipados con flexores selectivos?

Habían atravesado la sombra y apareció la luz del Sol en un candente remolino que fluyó de forma líquida alrededor de ellos.

Donovan agachó la cabeza involuntariamente.

—¡Uauh! ¿Es imaginación mía o siento calor?

—Sentirás más dentro de un momento —fue la inexorable respuesta—. No apartes la vista de Speedy.

El robot SPD-13 estaba ya lo suficientemente cerca para verlo con detalle. Su grácil y aerodinamizado cuerpo lanzaba resplandecientes toques de luz mientras caminaba a paso largo y ligero por el suelo accidentado. Su nombre derivaba de sus iniciales de serie, por supuesto, pero sin embargo se le adecuaba mucho, pues los modelos SPD estaban entre los robots más rápidos fabricados por «United States Robots and Mechanical Men Corporation».

—¡Eh, Speedy! —gritó Donovan en un alarido, y agitó una frenética mano.

—¡Speedy! —gritó Powell—. ¡Ven aquí!

La distancia entre los hombres y el robot errante se iba acortando por momentos, más por los esfuerzos de Speedy que por el lento caminar de las monturas de diez años de antigüedad de Donovan y Powell.

Estaban ahora bastante cerca para advertir que el paso de Speedy era un peculiar y continuo balanceo, un perceptible tumbo de izquierda a derecha y viceversa. Y en ese momento, mientras Powell agitaba de nuevo la mano y enviaba la máxima fuerza a su emisor de radio de auriculares compactos, preparándose para otro grito, Speedy levantó la vista y los vio.

Speedy se detuvo con un brinco y permaneció parado un momento con un ligero e inseguro balanceo, como si estuviese ondeando en un viento ligero.

Powell gritó:

—Está bien, Speedy. Ahora ven aquí, muchacho.

Después de lo cual, la voz del robot Speedy se oyó en los auriculares de Powell por primera vez. Dijo:

—Tunante, vamos a jugar. Tú me coges a mí y yo te cojo a ti; ningún amor puede cortar nuestro cuchillo en dos. Porque yo soy Little Buttercup, la dulce Little Buttecup. ¡Uau...! —Y, girando sobre sus talones, se marchó corriendo en la dirección de la que había venido, con una velocidad y una furia que formaban gotas de polvo cocido.

Y sus últimas palabras mientras se alejaban en la distancia, fueron:

—Cultivaron una florecilla cerca del gran roble —seguidas de un curioso chasquido metálico que podía haber sido el equivalente robótico de un hipo.

Donovan dijo débilmente:

—¿Dónde habrá escuchado a Gilbert y Sullivan? Dime, Greg... está borracho o algo parecido.

—Si no me lo hubieses dicho, no me habría dado cuenta —fue la amarga respuesta—. Volvamos al precipicio. Me estoy asando.

Fue Powell quien rompió el desesperante silencio:

—En primer lugar —dijo—, Speedy no está borracho... No en un sentido humano, porque es un robot, y los robots no se emborrachan. Sin embargo, algo le ocurre, algo que es el equivalente robótico de la borrachera.

—Para mí, está borracho —declaró Donovan, enfáticamente—. Y todo lo que sé es que se imagina que estamos jugando. Y no así. Es una cuestión de vida o de horripilante muerte.

—Está bien. No me atosigues. Un robot es sólo un robot. Cuando hayamos descubierto lo que le ocurre, podremos arreglarlo y seguir adelante.

—Cuando... —dijo Donovan, con amargura.

Powell lo ignoró.

—Speedy está perfectamente adaptado al entorno normal de Mercurio. Pero esta región —y su brazo se hinchó al extenderlo—, es claramente anormal. Esta es nuestra pista. Veamos ahora, ¿de dónde proceden estos cristales? Deben de haberse formado de un líquido enfriándose lentamente; ¿pero de dónde saldría un liquido tan caliente que se enfriase en el sol de Mercurio?

—De una acción volcánica —sugirió Donovan, al instante, y el cuerpo de Powell se tensó.

—De las bocas de los que amamantaban —dijo con una extraña y débil voz, y permaneció muy quieto durante cinco minutos. Luego, dijo:

—Dime, Mike, ¿qué le dijiste a Speedy cuando lo enviaste a buscar el selenio?

Donovan fue cogido por sorpresa.

—Maldita sea... no lo sé. Simplemente le dije que fuese a buscarlo.

—Sí. Lo sé. ¿Pero cómo? Intenta recordar exactamente las palabras.

—Le dije... huy... le dije: «Speedy, necesitamos algo de selenio. Puedes encontrarlo en tal o cual sitio. Ve a buscarlo.» Esto es todo. ¿Qué otra cosa querías que le dijese?

—¿No manifestaste ninguna urgencia en la orden, verdad?

—¿Para qué? Era pura rutina.

Powell suspiró.

—Bien, ahora ya no se puede evitar... pero estamos en un buen aprieto.

Había bajado de su robot y se había sentado, apoyado contra el precipicio. Donovan se reunió con él y se cogieron del brazo. En la distancia, la ardiente luz del sol parecía esperarlos jugando al ratón y al gato; y justo junto a ellos, los dos robots gigantes eran invisibles salvo por el rojo mate de sus ojos fotoeléctricos que los miraban fijamente, imperturbables, inquebrantables e indiferentes.

¡Indiferentes! Como todo aquel envenenado Mercurio, tan grande en mala suerte como pequeño en tamaño.

La voz de Powell a través de la radio era tensa en el oído de Donovan:

—Ahora, escucha, vamos a empezar con las tres Reglas fundamentales de la Robótica; las tres reglas mas profundamente introducidas en el cerebro positrónico de los robots —dijo, y en la oscuridad, sus dedos enguantados marcaron cada punto.

—Tenemos: Una, un robot no puede hacer daño a un ser humano, o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea lesionado.

—¡De acuerdo!

—Dos —continuó Powell—, un robot debe obedecer las órdenes recibidas por los seres humanos excepto si éstas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.

—¡De acuerdo!

—Y tres, un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no sea incompatible con la Primer o la Segunda Ley.

—¡De acuerdo! ¿Y dónde estamos ahora?

—Exactamente en la explicación. El conflicto entre las varias reglas es allanado por los diferentes potenciales positrónicos del cerebro. Digamos que un robot se está dirigiendo a un peligro y lo sabe. El potencial automático que establece la Regla 3 le hace retroceder. Pero imagínate que le ordenas que vaya a ese peligro. En este caso, la Regla 2 establece un contrapotencial mayor que el anterior y el robot sigue las órdenes arriesgando la existencia.

—Bien, esto lo sé. ¿Y qué?

—Tomemos el caso de Speedy. Éste es uno de los últimos modelos, especializado en extremo y tan caro como un acorazado. No es algo que deba ser destruido a la ligera.

—¿Y entonces?

—Entonces la Regla 3 ha sido reforzada, lo cual, por cierto, se mencionaba de forma específica en los previos avisos de los modelos SPD, y su alergia al peligro es inusualmente alta. Al mismo tiempo, cuando tú lo enviaste a buscar el selenio, le diste esta orden sin darle mayor importancia y sin un énfasis especial, de forma que el mecanismo del potencial de la Regla 2 era bastante débil. Ahora, espera; sólo estoy exponiendo los hechos.

—De acuerdo, sigue. Creo que lo voy cogiendo.

—¿Comprendes cómo funciona, verdad? Existe algún tipo de peligro centrado en la fuente de selenio. Aumenta a medida que se acerca, y a una determinada distancia el potencial de la Regla 3, inusualmente alto para ponerse de manifiesto, se equilibra exactamente con el potencial de la Regla 2, insólitamente bajo para ponerse de manifiesto.

Donovan se puso de pie, lleno de excitación.

—Y encuentra un equilibrio, ya veo. La Regla 2 lo lleva hacia atrás y la Regla 2 lo lleva hacia delante...

—Por consiguiente sigue un círculo alrededor de la fuente de selenio, permaneciendo en el lugar de todos los puntos del potencial equilibrado. Y hasta que no hagamos algo al respecto, se quedará en el círculo para siempre, el eterno círculo vicioso —añadió, más seriamente—: Y esto, en realidad, es lo que lo emborracha. Con el potencial equilibrado, la mitad de las pistas positrónicas de su cerebro se han quedado desbaratadas. Yo no soy un especialista en robots, pero parece evidente. Probablemente, como le ocurre a un humano ebrio, ha perdido justo el control de las partes de su mecanismo de la voluntad. Mu-y-y bonito.

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