El Robot Completo (41 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: El Robot Completo
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—Va bien —dijo Donovan—, si no cede debajo de nosotros, sin embargo.  Mandó el haz de luz hacia delante inquieto.

Con sólo levantar el brazo podían tocar el techo y la ensambladura había sido colocada recientemente. Donovan vacilaba.

—No hay salida. Volvamos atrás.

—No. Espera —dijo Powell, deslizándose por su lado—. ¿Qué es esta luz, allá abajo? 

—¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde quieres que salga una luz, aquí? 

—Luz de robot. —Subía por una suave pendiente, sobre manos y rodillas. Su voz resonó ronca e inquieta en los oídos de Donovan—. ¡Eh, Mike, ven aquí!

Había luz. Donovan avanzó al lado de las piernas estiradas de Powell.

—¿Una abertura? 

—Sí. Tienen que estar trabajando en este túnel, por el otro lado.

Donovan tocó los ásperos bordes de un agujero que daba a un lugar que el destello luminoso de la lámpara reveló ser la galería principal de un filón.

El agujero era demasiado pequeño también para que dos hombres pudiesen mirar por él simultáneamente.

—No hay nada —dijo Donovan.

—Ahora, no. Pero debió de haberlo, de lo contrario no hubiéramos visto luz. ¡Cuidado!

Las paredes se derrumbaron a su alrededor y sintieron el impacto. Una ducha de fino polvo cayó sobre ellos.

Powell levantó cautelosamente la cabeza y miró.

—Está bien, Mike. Están allí.

Los relucientes robots estaban aglomerados quince metros más abajo, en el túnel principal. Los brazos metálicos trabajaban laboriosamente en el montón de escombros creado por la última explosión.

—No perdamos tiempo —dijo Donovan con afán—. No tardarán mucho en terminar y la próxima explosión puede alcanzarnos.

—¡Caspita, no me des prisa! —Powell sacó el detonador y sus ojos buscaron afanosamente a través del fondo polvoriento, donde la única luz era la de los robots y era imposible ver una roca saliente en la oscuridad.

—Hay un punto en el techo, casi encima de ellos. La última explosión no lo ha derribado del todo. Si puedes alcanzarlo en la base, la mitad del techo se vendrá abajo.

Powell siguió la dirección del delgado dedo.

—¡Cuidado! Ahora fija tu mirada en los robots y reza por que no se vayan demasiado lejos en esta parte del túnel. Son mis fuentes de luz. ¿Están los siete allí? 

—Los siete —dijo Donovan después de haberlos contado.

—Bien, entonces, obsérvalos. Fíjate en todos sus movimientos.

Levantó el detonador y apuntó, mientras Donovan vigilaba y pestañeaba bajo el sudor que se metía en sus ojos. Disparó.

Hubo una sacudida, una serie de fuertes vibraciones y una nueva sacudida más fuerte que arrojó a Powell con fuerza contra Donovan.

—¡Greg, me has empujado! —gritó Donovan—. No veo nada...

—¿Dónde están? —preguntó Powell con violencia.

Donovan guardaba un estúpido silencio. No había rastro de los robots.

Todo estaba oscuro como las riberas de la laguna Estigia.

—¿Crees que los hemos sepultado? —balbució Donovan.

—Vamos a bajar. No me preguntes lo que creo.

Powell se arrastró hacia abajo, a toda velocidad.

—¡Mike!

Donovan se detuvo en el momento en que iba a seguirlo.

—¿Qué ocurre ahora? 

—¡Detente! —La respiración de Powell llegaba ronca e irregular a los oídos de Donovan—. ¡Mike! ¿Me oyes, Mike? 

—Estoy aquí. ¿Qué ocurre? 

—Estamos bloqueados. No fue el techo que estaba a quince metros de nosotros lo que se vino abajo, sino el nuestro. La sacudida lo ha derribado.

—¡Cómo! —Donovan avanzó y se encontró con una barrera de tierra—. Enciende.

Powell encendió. En ninguna parte había un agujero por donde pudiese pasar una liebre.

—Vaya... ¿y qué hacemos ahora? —dijo Donovan en voz baja. 

Perdieron algún tiempo y algún esfuerzo tratando de mover la barrera que los bloqueaba. Powell trató de ensanchar los bordes del agujero original y por un momento levantó su detonador. Pero sabía que tan de cerca, una explosión hubiera equivalido a un suicidio.

—¿Sabes, Mike —dijo sentándose en el suelo—, que hemos armado un lío? No estamos más cerca de saber qué le ocurre a Dave. Fue una buena idea, pero nos ha salido al revés.

La mirada de Donovan delataba una amargura cuya intensidad se perdía totalmente en la oscuridad.

—Sentiría ofenderte, muchacho, pero aparte de lo que sepamos o ignoremos acerca de Dave, estamos en una trampa. Si no nos liberamos, compañero, vamos a morir. "M-o-r-i-r", morir. ¿Cuánto oxígeno tenemos, de todos modos? No más de seis horas.

—Ya he pensado en esto —dijo Powell, llevándose los dedos a su sufrido bigote y tratando de levantar su inútil visor transparente—. Desde luego, podríamos hacer que Dave nos saque de aquí fácilmente en este tiempo, de no ser porque nuestra preciosa jugarreta lo debe haber sepultado también con su radiocircuito.

—Lo cual no es muy risueño.

Donovan avanzó hacia la abertura y consiguió encajar en ella muy justamente su protegida cabeza.

—¡Eh, Greg!

—¿Qué hay? 

—Supongamos que tuviésemos a Dave a seis metros. Esto nos salvaría.

—Seguro, pero ¿dónde está? 

—Abajo, en el corredor. Pero, por lo que más quieras, no sigas tirando de mí o me vas a arrancar la cabeza de su soporte. Ya te dejaré mirar.

Powell consiguió asomar la cabeza.

—Lo hemos hecho muy bien. Mira estos idiotas. Debe de ser un "ballet" esto que hacen.

—Deja las observaciones secundarias. ¿Se acercan? 

—No puedo decírtelo. Están demasiado lejos. Pásame la lámpara, ¿quieres? Trataré de llamar su atención de esta manera.

Al cabo de dos minutos, abandonó.

—No hay nada que hacer. Deben de ser ciegos. ¡Oh, oh, ahora avanzan hacia nosotros! ¿Qué crees? 

—¡Eh, déjame ver! —dijo Donovan.

Hubo un nuevo silencio y Donovan asomó la cabeza. Se acercaban. Dave avanzaba rápidamente a la cabeza de los seis "dedos", que lo seguían en fila india, balanceándose.

—¿Qué hacen? Esto es lo que quisiera saber. Parece una pantomima —se preguntó Donovan.

—¡Déjate de descripciones! —gruñó Powell—. ¿A qué distancia están? 

—A unos quince metros y vienen en esta dirección. Estaremos fuera dentro de quince min... ¡Eh, eh, ay...! ¡Ay!

—¿Qué ocurre, ahora? —Powell necesitó algunos segundos para volver en sí ante las exaltaciones vocales de Donovan—. Vamos ya. Déjame asomar también... No seas egoísta.

Avanzó hacia el agujero, pero Donovan lo apartó de un puntapié.

—Han dado media vuelta, Greg. Se marchan. ¡Dave! ¡Eh, Da...ve!

—¿De qué te sirve gritar, idiota? El sonido no se transmite.

—Pues entonces, golpea las paredes, derríbalas, manda alguna vibración. Tenemos que llamar su atención de alguna manera, Greg, o estamos listos.

Se agitaba como un loco. Powell lo sacudió.

—Espera, Mike, espera. Escucha, tengo una idea. ¡Por Júpiter, es el momento de apelar a las soluciones sencillas! ¡Mike!

—¿Qué quieres? 

—Déjame meter aquí antes de que estén fuera de nuestro alcance.

—¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué vas a hacer? ¡Eh! ¿Qué vas a hacer con el detonador? —dijo agarrando el brazo de Powell.

Powell se soltó con una violenta sacudida.

—Voy a hacer algunos disparos...

—¿Por qué? 

—Te lo diré más tarde. Veamos si sirve de algo, primero. Si no... Quítate de aquí y deja que me meta yo. 

Los robots eran ya unos meros puntos que disminuían de tamaño en la distancia. Powell ajustó la mira y el alza cuidadosamente y apretó tres veces el gatillo. Bajó el arma y miró atentamente. Uno de los subsidiarios había caído. Sólo se veían seis relucientes figuras.

—¡Dave! —gritó Powell por el transmisor, dudando.

Hubo una pausa y los dos hombres oyeron la respuesta.

—¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho de mi tercer subsidiario ha estallado. Está fuera de servicio.

—Déjate de subsidiarios —dijo Powell—. Estamos cogidos en una trampa..., es un desprendimiento de tierras, donde estabais trabajando. ¿Puedes ver nuestros destellos? 

—Sí, vamos allí enseguida.

Powell se echó atrás y relajó sus músculos doloridos.

—Bien, Greg —dijo Donovan lentamente con un sollozo contenido en la voz—. Has ganado. Golpeo el suelo con mi frente delante de tus pies. Ahora no me cuentes ningún cuento. Dime exactamente qué ha pasado.

—Es fácil. Que durante todo el proceso hemos omitido lo evidente... como de costumbre. Sabíamos que se trataba del circuito de iniciativa personal, y que ocurría siempre durante los momentos de peligro, pero seguíamos buscando un orden específico como causa. ¿Y por qué tenía que haber un orden? 

—¿Por qué no? 

—Mira. ¿Qué tipo de orden requiere mayor iniciativa? ¿Qué tipo de orden se presenta casi siempre sólo en momentos de peligro? 

—No me preguntes, Greg. Dímelo y basta.

—Eso estoy haciendo. Es una orden séxtuple. En condiciones ordinarias, con uno o más de los "dedos" realizando un trabajo rutinario que no requiere una estrecha supervisión, nuestros cuerpos transmiten el movimiento rutinario. Pero en un caso de peligro, los seis subsidiarios tienen que ser inmediatamente movilizados. Dave tiene que mandar seis robots a la vez. El resto era fácil. Cualquier disminución en la iniciativa requerida, como la llegada de los seres humanos, lo hace retroceder. Por esto destruí uno de los robots. Al hacerlo, él transmitía sólo una orden quíntuple. La iniciativa disminuye..., vuelve a la normalidad.

—Pero... ¿cómo has descubierto todo esto? 

—Mera suposición lógica. Lo he probado y ha salido bien.

—Aquí estoy —resonó de nuevo en sus oídos la voz del robot—. ¿Podéis esperar media hora? 

—Fácilmente —dijo Powell. Y volviéndose hacia Donovan, prosiguió—: Y ahora el juego será sencillo. Revisaremos los circuitos y comprobaremos cada parte que tiene un trabajo de orden séxtuple como en oposición a un orden quíntuple. ¿Qué campo nos deja esto? 

—No mucho, me temo —dijo Donovan después de haber reflexionado—. Si Dave es como el modelo preliminar que vimos en la fábrica, tiene un circuito coordinador especial que será la única sección afectada. —Se animó súbitamente de una forma extraña—. Oye, no estaría del todo mal. No hay nada contra esto...

—Muy bien. Piensa en esto y comprobaremos los planos cuando regresemos. Y ahora, hasta que venga Dave, voy a descansar.

—¡Eh, eh, espera! Dime una cosa. ¿Qué eran aquellas extrañas marchas, aquellos pasos de baile que ejecutaban los robots cada vez que se descomponían? 

—¿Esto? No lo sé. Pero tengo una idea. Recuerda que estos subsidiarios eran como "dedos" de Dave. Decíamos siempre esto, ¿te acuerdas? Pues bien, tengo la impresión de que durante estos intervalos, cada vez que Dave se convertía en un caso de psiquiatría, se dejaba llevar por su obsesión, "daba vueltas a sus dedos".

Susan Calvin

La tercera historia de robots que escribí, «¡Embustero!», introdujo el personaje de Susan Calvin..., del que inmediatamente me enamoré. A partir de aquel momento llegó a dominar de tal modo mis pensamientos que, poco a poco, fue desplazando a Powell y Donovan de su posición. Esos dos personajes aparecieron solamente en las tres historias incluidas en la anterior sección, y en una cuarta, «¡Fuga!», en la cual aparecen junto con Susan Calvin.

De alguna forma, tengo la impresión, mirando hacia atrás en mi carrera, de que he incluido a la querida Susan en innumerables historias, pero el hecho es que ha aparecido tan sólo en diez historias, todas las cuales están incluidas en esta sección. En la décima, «Intuición femenina», emerge de su retiro como una vieja dama que, sin embargo, no ha perdido nada de su ácido encanto.

Observarán, incidentalmente, que aunque la mayor parte de las historias de Susan Calvin fueron escritas en un tiempo en el cual el chauvinismo masculino era algo que se daba por sentado en la ciencia ficción, Susan no pide favores de ninguna clase, y gana a los hombres en su propio juego. Por supuesto, es una mujer sexualmente frustrada..., pero uno no puede tenerlo todo en la vida.

¡Embustero!

Alfred Lanning encendió su cigarro meticulosamente, pero las puntas de sus dedos temblaban ligeramente. Sus cejas grises se incurvaron hacia abajo mientras hablaba entre fumadas.

—Lee perfectamente los pensamientos, ¡no cabe ni maldita duda de ello! Pero ¿qué pasó? 

Miró al matemático Peter Bogert.

—¿Bien, qué?

Bogert se alisó el negro cabello con ambas manos a la vez.

—Ese fue el modelo R B número treinta y cuatro que hemos producido, Lanning. Todos los demás salieron estrictamente ortodoxos.

El tercer hombre en torno a la mesa, frunció el ceño. Milton Ashe era el oficial más joven de la Compañía U.S. Robot & Hombres Mecánicos, y estaba orgulloso de su cargo.

—Escuche, Bogert. No hubo el menor tropiezo en el tren de ensamblaje desde el inicio hasta el final: Lo garantizo.

Los gruesos labios de Bogert se dilataron en sonrisa condescendiente.

—¿De veras? Si usted puede responder por la totalidad del ensamblaje, recomendaré que le asciendan. Para ser exactos, son necesarias setenta y cinco mil, doscientas treinta y cuatro operaciones para la manufactura de un solo cerebro positrónico, cada operación dependiendo por separado, y para un acabado satisfactorio, de cualquier número de factores que van de cinco a quinientos cinco. Si cualquiera de ellos sale imperfecto, el «cerebro» queda desbaratado. Estos datos los cito textualmente según nuestra propia ficha de información, Ashe.

Milton Ashe se sonrojó, pero una cuarta voz cortó en seco su réplica.

—Si vamos a empezar a tratar de echarnos la culpa de uno a otro, me voy.

Las manos de Susan Calvin estaban entrelazadas prietamente en su regazo, y las tenues líneas en torno a sus delgados y pálidos labios, se ahondaron.

—Tenemos entre manos un robot que lee los pensamientos y se me antoja que es mucho más importante que tratemos de averiguar simplemente porqué lee el pensamiento. No lo conseguiros a base de repetirnos: «¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!»

Sus fríos ojos grises se posaron en Ashe, y él sonrió.

También sonrió Lanning, y como siempre en tales ocasiones, su largo cabello blanco y los penetrantes ojillos le hicieron el vivo retrato de un patriarca bíblico.

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