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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (25 page)

BOOK: El Robot Completo
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Lynn se sintió inquieto ante su propia afirmación de que el equilibrio no era perfecto. Era cierto, pero ése era precisamente el gran peligro que amenazaba al mundo. El mundo dependía de que el equilibrio fuera tan perfecto como resultara posible. Si el pequeño desequilibrio que siempre existía se inclinaba demasiado hacia uno u otro lado…

Casi al principio de lo que había sido la guerra fría, ambos lados habían desarrollado armas termonucleares, y la guerra se había convertido en algo impensable. La competición se había decantado de lo militar a lo económico y psicológico, y se había establecido allí desde entonces.

Pero siempre había el esfuerzo constante por cada lado por romper el equilibrio, por desarrollar un contragolpe para cualquier posible estocada, por desarrollar una estocada que no pudiera ser parada a tiempo…, algo que hiciera la guerra posible de nuevo. Y eso no era debido a que ninguno de los dos lados quisiera la guerra tan desesperadamente, sino porque ambos estaban temerosos de que el otro lado pudiera hacer primero el descubrimiento crucial.

Durante un centenar de años cada lado había mantenido el esfuerzo a un mismo nivel. Y en el proceso, la paz había sido mantenida durante un centenar de años, y como un subproducto de la constante e intensiva investigación habían sido producidas cosas tales como los campos de fuerza y la energía solar y el control de los insectos y los robots. Cada lado estaba iniciándose en el estudio de la mentálica, que era el nombre dado a la bioquímica y biofísica del pensamiento. Cada lado poseía sus avanzadillas en la Luna y en Marte. La humanidad estaba avanzando a pasos agigantados bajo aquel forzado impulso.

Incluso resultaba necesario para ambos lados ser tan decentes y humanos como fuera posible entre ellos, puesto que la crueldad y la tiranía no hacían otra cosa más que conseguir amigos para el otro lado.

No era concebible que el equilibrio fuera roto ahora, y que se iniciara de nuevo la guerra.

—Quiero consultar a uno de mis hombres —dijo Lynn—. Quiero su opinión.

—¿Es de confianza?

Lynn adoptó una expresión de disgusto.

—Buen Dios, ¿qué hombre de Robótica no ha sido investigado y depurado hasta el agotamiento por la gente de ustedes? Sí, respondo por él. Si no pueden confiar ustedes en un hombre como Humphrey Carl Laszlo, entonces no estaremos en posición de enfrentarnos al tipo de ataque que dice usted que Ellos están preparando, no importa lo que hagamos.

—He oído hablar de Laszlo —dijo Breckenridge.

—Bien. ¿Es aceptado?

—Sí.

—Entonces lo haré venir, y sabremos lo que piensa acerca de la posibilidad de que los robots puedan invadir los Estados Unidos.

—No exactamente —dijo con suavidad Breckenridge—. Usted sigue sin aceptar toda la verdad. Descubrir lo que piensa acerca del hecho de que los robots han invadido va los Estados Unidos.

Laszlo era el nieto de un húngaro que había cruzado lo que por aquellos tiempos se llamaba el Telón de Acero, y eso hacía que existiera una confortable sensación de por-encima-de-toda-sospecha con respecto a él. Era corpulento y medio calvo, con una mirada beligerante clavada siempre en su chato rostro, pero su acento era puro de Harvard y hablaba de una forma casi excesivamente suave.

Para Lynn, que era consciente del hecho de que tras años de administración ya no era un experto en todas las distintas fases de la moderna robótica, Laszlo era un confortable receptáculo de conocimientos exhaustivos. Lynn se sentía mucho mejor con tan sólo la presencia del hombre.

—¿Qué es lo que opina? —preguntó Lynn.

Un fruncimiento de cejas crispó intensamente el rostro de Laszlo.

—¿Que Ellos estén muy por delante de Nosotros? Completamente increíble. Eso significaría que han producido humanoides que no pueden distinguirse de los seres humanos ni de cerca. Eso significaría un considerable avance en robomentalística.

—Ustedes se hallan personalmente implicados —dijo fríamente Breckenridge—. Dejando aparte el orgullo profesional, ¿exactamente por qué es imposible que Ellos se hallen por delante de Nosotros?

Laszlo se alzó de hombros.

—Le aseguro que estoy bien informado de la literatura de Ellos sobre robótica. Sé aproximadamente dónde están.

—Usted sabe aproximadamente dónde Ellos quieren que usted piense que están, querrá decir realmente —corrigió Breckenridge—. ¿Ha visitado usted alguna vez el otro lado?

—No —contestó Laszlo secamente.

—¿Y usted, doctor Lynn?

—No, yo tampoco —contestó Lynn.

—¿Ha visitado algún hombre de Robótica el otro lado en los últimos veinticinco años? —preguntó Breckenridge.

Hizo la pregunta con una especie de confianza que indicaba que sabía la respuesta.

Durante algunos segundos, la atmósfera pesó con los pensamientos de cada uno. El desánimo cruzó el ancho rostro de Laszlo.

—De hecho —dijo—, Ellos no han celebrado ninguna conferencia sobre robótica en largo tiempo.

—En veinticinco años —dijo Breckenridge—. ¿No es eso significativo?

—Quizá —admitió Laszlo, reluctante—. De todos modos, es algo distinto lo que me preocupa. Ninguno de Ellos ha acudido nunca a nuestras conferencias sobre robótica. Nadie que yo pueda recordar.

—¿Fueron invitados? —preguntó Breckenridge.

Lynn, mirándole preocupado, intervino rápidamente:

—Por supuesto.

—¿Rehusaron Ellos asistir a algún otro tipo de conferencias científicas celebradas por Nosotros?

—No lo sé —dijo Laszlo. Ahora estaba caminando arriba y abajo—. No he oído de casos. ¿Los ha oído usted, jefe?

—No —contestó Lynn.

—¿No dirían ustedes —apuntó Breckenridge— que es como si Ellos no desearan verse en el compromiso de tener que devolver esas invitaciones? ¿O como si tuvieran miedo de que alguno de sus hombres pudiera hablar demasiado?

Así era exactamente como parecía, y Lynn tuvo la impotente convicción de que la historia de Seguridad era cierta después de todo.

¿Por qué otro motivo no había habido contactos entre los dos lados en robótica? Había habido un fructífero entrecruzarse de investigadores yendo en ambas direcciones sobre unas bases de estricta reciprocidad durante años, hasta los lejanos tiempos de Eisenhower y Kruschev. Había muchos y muy buenos motivos para ello: una honesta apreciación del carácter supranacional de la ciencia; impulsos de amistad que eran difíciles de borrar completamente en los seres humanos individuales; el deseo de exponer a la consideración de los demás nuestros hallazgos, cuando son dignos de ser tomados en cuenta por su novedad o su interés, y el que estos nos feliciten por ellos.

Los mismos gobiernos se mostraban ansiosos de que eso prosiguiera. Subsistía siempre la obvia creencia de que aprendiendo todo lo que pudieras y diciendo tan poco como te fuera posible, tu bando ganaría en el intercambio.

Pero no en el caso de la robótica. No allí.

Tan poca cosa para llegar al convencimiento de todo aquello. Y además, algo que habían sabido desde siempre. Lynn pensó sobriamente: «Nos hemos dormido en nuestros laureles».

Puesto que el otro lado no había dado ninguna publicidad a su robótica, había resultado tentador sentirse satisfechos y creerse cómodos en la certeza de su superioridad. ¿Por qué no había parecido posible, ni siquiera probable, que Ellos estuvieran ocultando cartas de un valor superior, una buena mano, para emplearla en el momento adecuado?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Laszlo temblorosamente.

Resultaba obvio que la misma línea de pensamiento lo había conducido a la misma convicción.

—¿Hacer? —repitió Lynn.

Era difícil pensar en aquel momento en nada excepto en el completo horror que acudía con la convicción. Había diez robots humanoides en algún lugar de los Estados Unidos, cada uno de ellos llevando un fragmento de una bomba CT.

¡CT! La carrera hacia el completo horror en bombas se había detenido allí. ¡CT! ¡Conversión Total! El sol ya no era un sinónimo que se pudiera usar. La conversión total convertía al sol en una miserable vela.

Diez humanoides, cada uno de ellos totalmente inofensivo separadamente, pero por el simple hecho de unirse, excediendo la masa crítica y…

Lynn se puso pesadamente en pie, con las bolsas oscuras bajo sus ojos, que normalmente le daban a su feo rostro una expresión de salvaje presagio, más prominentes que nunca.

—Tenemos que pensar en formas y medios de distinguir a un humanoide de un humano, y luego descubrir a los humanoides.

—¿Cuán rápidamente? —murmuró Laszlo.

—No más tarde de cinco minutos antes de que se unan —ladró Lynn—, y no sé cuándo será eso.

Breckenridge asintió con la cabeza.

—Me alegra que esté usted con nosotros, señor. Tengo que llevarlo conmigo a Washington para una conferencia, ya sabe.

Lynn alzó las cejas.

—De acuerdo.

Se preguntó si, de haberse demorado un poco más en ser convencido, no hubiera sido reemplazado inmediatamente…, si no habría ya otro jefe de la Oficina de Robótica conferenciando en Washington. Repentinamente deseó con ansiedad que fuera exactamente eso lo que hubiera pasado.

El primer ayudante del presidente estaba allí, con el secretario para Asuntos Científicos, el secretario de Seguridad, el propio Lynn, y Breckenridge. Cinco personas sentadas en torno a una mesa en las profundidades de una fortaleza subterránea cerca de Washington.

El ayudante del presidente Jeffreys era un hombre de aspecto impresionante, bien parecido con su pelo blanco y sus rasgos de los que destacaba una mandíbula un poco demasiado prominente. Un hombre sólido, reflexivo y políticamente discreto, como corresponde a un buen ayudante del presidente.

Habló incisivamente.

—Según como lo veo, hay tres cuestiones a las que debemos enfrentarnos. Primera, ¿cuándo van a unirse los humanoides? Segunda, ¿dónde van a unirse? Tercera, ¿cómo podemos detenerlos antes de que se unan?

Amberley, el secretario para Asuntos Científicos, asintió convulsivamente a aquello. Había sido director administrativo de la Compañía de Ingeniería del Noroeste antes de ser elegido para aquel cargo. Era delgado, de rasgos afilados, y fácilmente irritable. Su dedo índice trazó lentos círculos sobre la mesa.

—Respecto a cuándo van a unirse —dijo—, supongo que podemos asegurar que no será de inmediato.

—¿Por qué dice eso? —preguntó secamente Lynn.

—Llevan en los Estados Unidos al menos un mes. O al menos eso es lo que dice Seguridad.

Lynn se volvió automáticamente para mirar a Breckenridge, y el secretario de Seguridad Macalaster interceptó la mirada.

—La información es fidedigna —dijo Macalaster—. No deje que la aparente juventud de Breckenridge lo engañe, doctor Lynn. Forma parte de su valía para nosotros. En realidad tiene treinta y cuatro años, y lleva diez en el departamento. Ha estado en Moscú durante casi un año, y sin él no sabríamos nada de este terrible peligro. Gracias a él disponemos de la mayor parte de los detalles.

—No los cruciales —dijo Lynn.

Macalaster sonrió heladamente. Su enérgica mandíbula y sus siempre entrecerrados ojos eran bien conocidos por el público, pero no se sabía casi nada más de él.

—Todos somos limitadamente humanos, doctor Lynn —dijo—. El agente Breckenridge ha prestado un gran servicio.

—Digamos que tenemos aún un cierto período de gracia —interrumpió el ayudante del presidente Jeffreys—. Si se hubiera planeado una acción inmediata, ya se hubiera producido. Parece probable que estén aguardando a un momento específico. Si supiéramos el lugar, quizá el momento se hiciera también evidente por sí mismo.

»Si están buscando un blanco para la CT, desearán causarnos tanto daño como sea posible, de modo que parece que una ciudad importante sea el ideal. En cualquier caso, una gran metrópoli es el único blanco que vale la pena para una bomba CT. Creo que hay cuatro posibilidades: Washington, como centro administrativo; Nueva York, como centro financiero; y Detroit y Pittsburgh como los dos centros industriales más importantes.

Macalaster, de Seguridad, dijo:

—Yo voto por Nueva York. Tanto la administración como la industria han sido lo suficientemente descentralizadas como para que la destrucción de cualquier ciudad en particular no impida una respuesta inmediata.

—¿Entonces por qué Nueva York? —preguntó Amberley, de Asuntos Científicos, quizá más secamente de lo que había pretendido—. Las finanzas también han sido descentralizadas.

—Una cuestión de moral. Puede que intenten destruir nuestra voluntad de resistir, inducirnos a la rendición con el completo horror del primer golpe. La mayor destrucción de vidas humanas se produciría en el área metropolitana de Nueva York…

—Muy a sangre fría —murmuró Lynn.

—Lo sé —dijo Macalaster, de Seguridad—, pero son capaces de ello, si piensan que eso puede significar una victoria definitiva con un solo golpe. ¿Acaso nosotros no…?

El ayudante del presidente Jeffreys se echó hacia atrás su blanco pelo.

—Supongamos lo peor. Supongamos que Nueva York será destruido en algún momento durante el invierno, preferiblemente inmediatamente después de una de esas terribles ventiscas, cuando las comunicaciones se hallan en mínimos y la interrupción del suministro de equipos y alimentos en las zonas limítrofes tendrá unos efectos más desastrosos. Ahora, ¿cómo detenerlo?

Amberley, de Asuntos Científicos, sólo pudo decir:

—Encontrar a diez hombres entre doscientos veinte millones es como encontrar una maldita pequeña aguja en un maldito gran pajar. 

Jeffreys agitó la cabeza.

—Está usted equivocado. Diez humanoides entre doscientos veinte millones de seres humanos.

—No hay ninguna diferencia —dijo Amberley, de Asuntos Científicos—. No sabemos que un humanoide pueda ser diferenciado de un ser humano a simple vista. Probablemente no.

Miró a Lynn. Todos lo hicieron.

—En Cheyenne —dijo Lynn con suavidad— no podemos construir uno que pueda pasar por un ser humano a la luz del día.

—Pero Ellos sí pueden —dijo Macalaster, de Seguridad—, y no sólo físicamente. Estamos seguros de ello. Han avanzado lo suficiente en mentalística como para extraer el esquema psico-electrónico de un cerebro y enfocarlo en los circuitos positrónicos de un robot.

Lynn se lo quedó mirando fijamente.

—¿Está insinuando que Ellos pueden crear la réplica completa de un ser humano, con personalidad y memoria?

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