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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (22 page)

BOOK: El Robot Completo
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Gloria consideró necesario jugar su última carta.

—Si no me llevas —exclamó amenazadora— no te contaré más historias. ¡Ni una más!

Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros.

Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba mayor encanto a la situación.

—Eres un caza del aire, Robbie, eres un gran caza de plata del aire. Tiende los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza del aire!

Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que cogían las corrientes de aire, y fue un caza aéreo.

Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía "Brrrr", y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.

—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!... —gritaba—. ¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!

Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.

Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.

—¡Oh, qué bueno!...

Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces le tiró suavemente de un mechón de pelo.

—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su voluminosa "niñera". Robbie le tiró del pelo con más fuerza.

—¡Ah, ya sé!... Quieres una historia.

Robbie asintió rápidamente.

—¿Cuál? 

Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.

—¿"Otra vez"? —protestó la chiquilla—. Te he explicado la Cenicienta un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien —añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.

Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus modificaciones propias, que eran varias) y empezó: 

—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y...

Gloria había llegado al momento crítico del cuento: "Daba medianoche en el reloj y sus andrajos se convertían..."; y Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la interrupción.

—¡Gloria!

Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en impaciencia.

—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.

Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de Mrs. Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a excepción de los domingos -hoy, por ejemplo-, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre más afable y comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para Robbie, que sentía siempre el deseo de alejarse de su presencia.

Mrs. Weston los vio en el momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.

—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria —dijo severamente—. ¿Dónde estabas? 

—Estaba con Robbie —balbució Gloria—. Le estaba contando la Cenicienta y he olvidado que era hora de comer.

—Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. —Y como si de repente recordase la presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame —añadió secamente.

Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.

—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he acabado de contarle la Cenicienta. Le he prometido contarle la Cenicienta y no he terminado.

—¡Gloria!

—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta de que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra...; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie? 

Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.

—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una semana.

La chiquilla bajó los ojos.

—Bueno..., pero la Cenicienta es su cuento favorito y no lo había terminado... ¡Y le gusta tanto!

El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.

George Weston se encontraba a gusto... Tenía la inveterada costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa comida; una vieja y muelle "chaise longue" para tumbarse; un número del "Times"; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa...

¿Cómo podía uno no encontrarse a gusto? No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía lo suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre mucho gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró su atención en las últimas noticias de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla.

Mrs. Weston esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente rompió el silencio.

—George...

—¿Ejem? 

—¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme? 

El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.

—¿Qué ocurre, querida?  

—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esta terrible máquina.

—¿Qué terrible máquina? 

—No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.

—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber... Y en todo caso, no es ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro de que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.

Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.

—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser guardada por una "cosa" de metal.

—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó Mr. Weston frunciendo el ceño—. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.

—Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no sé... los vecinos...

—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en realidad con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su "mentalidad" entera ha sido creada con este propósito. Tiene forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, "hecha así". Es más de lo que puede decirse de los humanos.

—Pero puede ocurrir algo. Puede... puede —Mrs. Weston tenía unas ideas muy vagas del contenido interior de un robot—, no sé, si algo de dentro se estropease y...

No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.

—Tonterías... —negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso—. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes de que algo pudiese alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U.S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de que se estropee algo en Robbie, de que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria? 

Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.

—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad... supongo.

—Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su padre.

—Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos de este terrible instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.

—¿Que lo has... "preguntado"? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable más de este enojoso asunto.

Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.

Dos días después, Mrs. Weston encontró a su marido en la puerta.

—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.

—¿Acerca de qué? —preguntó Mr. Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.

Mrs. Weston esperó a que cesara. Después dijo: 

—Acerca de Robbie.

Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y colérico.

—¿Qué diablos estás diciendo? 

—La cosa se ha ido formando y formando... He tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.

—Nosotros le confiamos "nuestra" hija.

—La gente no razona, ante estas cosas.

—¡Pues que se vayan al diablo!

—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.

—Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus campañas. La conozco. Pero la respuesta es la misma. ¡No! Seguiremos teniendo a Robbie. 

 Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a temer.

Diez veces durante la semana que siguió, tuvo ocasión de gritar: "¡Robbie se queda... y se acabó!", y cada vez lo decía con menos fuerza y acompañado de un gruñido más plañidero.

Llegó finalmente el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y le propuso una sesión de visivoz en el pueblo.

—¿Puede venir Robbie? 

—No, querida —dijo él estremeciéndose al sonido de su voz—, no admiten robots en el visivoz, pero podrás contárselo todo cuando volvamos a casa. —Dijo las últimas palabras balbuceando y miró a lo lejos.

Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era realmente un espectáculo magnífico.

Esperó a que su padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y dijo: 

—Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera gustado mucho. Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que huir. —Se rió de nuevo—. Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna? 

—Probablemente, no —dijo Weston distraído—. Es sólo fantasía.

No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la situación. Gloria echó a correr por el césped.

—¡Robbie! ¡Robbie!

De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor que la miraba con ojos dulces, moviendo la cola.

—¡Oh, que perro más bonito! —dijo Gloria subiendo los escalones del porche y acariciándolo cautelosamente—. ¿Es para mí, papá? 

—Sí, es para ti, Gloria —dijo su madre, que acababa de aparecer junto a ellos—. Es muy bonito, y muy bueno. Le gustan las niñas.

—¿Y sabe jugar? 

—¡Claro! Sabe hacer la mar de trucos. ¿Quieres ver algunos? 

—En seguida. Quiero que lo vea Robbie también. ¡"Robbie"!... —Se detuvo, vacilante, y frunció el ceño— Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.

Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella apartaba la vista.

Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al tiempo que gritaba: 

—¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!

Al cabo de un instante, había regresado asustada.

—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente interesado por una nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La voz de Gloria estaba preñada de lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá? 

Mrs. Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.

—No te importe, Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.

—¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá? 

—Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por todas partes, pero no lo encontramos.

—¿Quieres decir que no va a volver nunca más? —sus ojos se redondeaban por el horror.

—Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y entretanto puedes jugar con el perrito. ¡Míralo! Se llama "Relámpago" y sabe...

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