Authors: Isaac Asimov
—Simpatizo con su afán de obtener derechos humanos plenos —le dijo—. En otros tiempos de la historia hubo integrantes de la población humana que lucharon por obtener derechos plenos. Pero ¿qué derechos puede desear que ya no tenga?
—Algo muy simple: el derecho a la vida. Un robot puede ser desmontado en cualquier momento.
—Y un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.
—La ejecución sólo puede realizarse dentro del marco de la Ley. Para desmontarme a mí no se requiere un juicio; sólo se necesita la palabra de un ser humano que tenga autorización para poner fin a mi vida. Además..., además... —Andrew procuró reprimir su tono implorante, pero su expresión y su voz humanizadas lo traicionaban—. Lo siento es que deseo ser hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.
Li-Hsing lo miró con sus ojos oscuros.
—La Legislatura puede aprobar una ley declarándolo humano; llegado el caso, podría aprobar una ley declarando humana a una estatua de piedra. Sin embargo, creo que en el primer caso serviría tan poco como para el segundo. Los diputados son tan humanos como el resto de la población, y siempre existe un recelo contra los robots.
—¿Incluso actualmente?
—Incluso actualmente. Todos admitiríamos que usted se ha ganado a pulso el premio de ser humano, pero persistiría el temor de sentar un precedente indeseable.
—¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi tipo, y nunca se fabricará otro. Pueden preguntárselo a Robots y Hombres Mecánicos.
—”Nunca” es mucho tiempo, Andrew, o, si lo prefiere, señor Martin, pues personalmente le considero humano. La mayoría de los diputados se mostrarán reacios a sentar ese precedente, por insignificante que parezca. Señor Martin, cuenta usted con mi respaldo, pero no le aconsejo que abrigue esperanzas. En realidad...
—Se reclinó en el asiento y arrugó la frente—. En realidad, si la discusión se vuelve acalorada, surgirá cierta tendencia, tanto dentro como fuera de la Legislatura, a favorecer esa postura, que antes mencionó usted, la que quieran desmontarle. Librarse de usted podría ser el modo más fácil de resolver el dilema. Píenselo antes de insistir.
—¿Nadie recordará la técnica de la protetología, algo que me pertenece casi por completo?
—Parecerá cruel, pero no la recordarán. O, en todo caso, la recordarán desfavorablemente. Dirán que usted lo hizo con fines egoístas, que fue parte de una campaña para robotizar a los seres humano o para humanizar a los robots; y en cualquiera de ambos casos sería pérfido y maligno. Usted nunca ha sido víctima de una campaña política de desprestigio, y le aseguro que se convertiría en el blanco de unas calumnias que ni usted ni yo creeríamos, pero sí habría gente que las creería. Señor Martin, viva su vida en paz.
Se levantó. Al lado de Andrew, que estaba sentado, parecía menuda, casi una niña.
—Si decido luchar por mi humanidad —dijo Andrew—, ¿usted estará de mi lado?
Ella reflexionó y contestó:
—Sí, en la medida de lo posible. Si en algún momento esa postura amenaza mi futuro político, tendré que abandonarle, pues para mí no es una cuestión fundamental. Procuro ser franca.
—Gracias. No le pediré otra cosa. Me propongo continuar esta lucha al margen de las consecuencias, y le pediré ayuda mientras usted pueda brindármela.
No fue una lucha directa. Feingold y Martin aconsejó paciencia y Andrew masculló que no tenía una paciencia infinita. Luego, Feingold y Martin inició una campaña para delimitar la zona de combate.
Entabló un pleito en el que se rechazaba la obligación de pagar deudas a un individuo con un corazón protésico, alegando que la posesión de un órgano robótico lo despojaba de humanidad y de sus derechos constitucionales.
Lucharon con destreza y tenacidad; perdían en cada paso que daban, pero procurando siempre que la sentencia resultante fuese lo más genérica posible, y luego la presentaban mediante apelaciones ante el Tribunal Mundial.
Llevó años y millones de dólares.
Cuando se dictó la última sentencia, DeLong festejó la derrota como si fuera un portante triunfo. Andrew estaba presente en las oficinas de la firma, por supuesto.
—Hemos logrado dos cosas, Andrew, y ambas son buenas. En primer lugar, hemos establecido que ningún número de artefactos le quita la humanidad al cuerpo humano. En segundo lugar, hemos involucrado a la opinión pública de tal modo que estará a favor de una interpretación amplia de lo que significa humanidad, pues no hay ser humano existente que no desee una prótesis si eso puede mantenerlo con vida.
—Y crees que la Legislatura me concederá el derecho a la humanidad?
DeLong parecía un poco incómodo.
—En cuanto a eso, no puedo ser optimista. Queda el único órgano que el Tribunal Mundial ha utilizado como criterio de humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro positrónico de platino e iridio... No Andrew, no pongas esa cara. Carecemos de conocimientos para imitar el funcionamiento de un cerebro celular en estructuras artificiales parecidas al cerebro orgánico, así que no se puede incluir en la sentencia, ni siquiera tú podrías lograrlo.
—¿Qué haremos entonces?
—Intentarlo, por supuesto. La diputada Li-Hsing estará de nuestra parte y también una cantidad creciente de diputados. El presidente sin duda seguirá la opinión de la mayoría de la Legislatura en este asunto.
—¿Contamos con una mayoría?
—No, al contrario. Pero podríamos obtenerla si el público expresa su deseo de que se te incluya en una interpretación amplia de lo que significa humanidad. Hay pocas probabilidades, pero si no deseas abandonar debemos arriesgarnos.
La diputada Li-Hsing era mucho más vieja que cuando Andrew la conoció. Ya no llevaba aquellas prendas transparentes, sino que tenía el cabello corto y vestía con ropa tubular. En cambio, Andrew aún se atenía, dentro de los límites de lo razonable, al modo de vestir que predominaba cuando él comenzó a usar ropa un siglo atrás.
—Hemos llegado tan lejos como podíamos, Andrew. Lo intentaremos nuevamente después del receso, pero, con franqueza, la derrota es segura y tendremos que desistir. Todos estos esfuerzos sólo me han valido una derrota segura en la próxima campaña parlamentaria.
—Lo sé, y lo lamento. Una vez dijiste que me abandonarías si se llegaba a ese extremo; ¿por qué no lo has hecho?
—Porqué cambié de opinión. Abandonarte se convirtió en un precio mucho más alto del que estaba dispuesta a pagar por una nueva gestión. Hace más de un cuarto de siglo que estoy en la Legislatura. Es suficiente.
—¿No hay modo de hacerles cambiar de parecer, Chee?
—He convencido a toda la gente razonable. El resto, la mayoría, no están dispuestos a renunciar a su aversión emocional.
—La aversión emocional no es una razón válida para votar a favor o en contra.
—Lo sé, Andrew, pero la razón que alegan no es la aversión emocional.
—Todo se reduce al tema del cerebro, pues. Pero ¿es que todo ha de limitarse a una posición entre células y positrones? ¿No hay modo de imponer una definición funcional? Debemos decir que un cerebro está hecho de esto o lo otro? ¿No podemos decir que el cerebro es algo capaz de alcanzar cierto nivel de pensamiento?
—No dará resultado. Tu cerebro fue fabricado por el hombre, el cerebro humano no. Tu cerebro fue construido, el humano se desarrolló. Para cualquier ser humano que se proponga mantener la barrera entre él y el robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un kilómetro de grosor y un kilómetro de altura.
—Si pudiéramos llegar a la raíz de su antipatía..., a la auténtica raíz de...
—Al cabo de tantos años —comentó tristemente Li-Hsing—, sigues intentando razonar con los seres humanos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es tu personalidad robótica la que te impulsa en esa dirección.
—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera someterme...
Si pudiera someterse...
Sabía desde tiempo atrás que podía llegar a ese extremo, y al fin decidió ver al cirujano. Buscó uno con la habilidad suficiente para la tarea, lo cual significaba un cirujano robot, pues no podía confiar en un cirujano humano, ni por su destreza ni por sus intenciones.
El cirujano no podría haber realizado la operación en un ser humano, así que Andrew, después de postergar el momento de la decisión con un triste interrogatorio que reflejaba su torbellino interior, dejó de lado la Primera Ley diciendo:
—Yo también soy un robot. —Y añadió, con la firmeza con que había aprendido a dar órdenes en las últimas décadas, incluso a seres humanos—: Le ordenó que realice esta operación.
En ausencia de la Primera Ley, una orden tan firme, impartida por alguien que se parecía tanto a un ser humano, activó la Segunda Ley, imponiendo la obediencia.
Andrew estaba seguro de que el malestar que sentía era imaginario. Se había recuperado de la operación. No obstante, se apoyó disimuladamente contra la pared. Sentarse sería demasiado revelador.
—La votación definitiva se hará esta semana, Andrew —dijo Li-Hsing—. No he podido retrasarla más, y perderemos... Ahí terminará todo, Andrew.
—Te agradezco tu habilidad para la demora. Me ha proporcionado el tiempo que necesitaba y he corrido el riesgo que debía correr.
—¿De qué riesgo hablas? —preguntó Li-Hsing, con manifiesta preocupación.
—No podía contártelo a ti ni a la gente de Feingold y Martin, pues sabía que me detendrías. Mira, si el problema es el cerebro, ¿acaso la mayor diferencia no resiste en la inmortalidad? ¿A quién le importa la apariencia, la constitución ni la evolución del cerebro? Lo que importa es que las células cerebrales mueren, que deben morir. Aunque se mantengan o se reemplacen los demás órganos, las células cerebrales, que no se pueden reemplazar sin alterar y matar la personalidad, deben morir con el tiempo. Mis sendas positrónicas, han durado casi dos siglos sin cambios y pueden durar varios siglos más. ¿No es ésa la barrera fundamental? Los seres humanos pueden tolerar que un robot sea inmortal, pues no importa cuánto dure una máquina; pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal, pues su propia mortalidad sólo es tolerable siempre y cuando sea universal. Por eso no quieren considerarme humano.
—¿A dónde quieres llegar, Andrew?
—He eliminado ese problema. Hace décadas, mi cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora una última operación ha reorganizado esas conexiones de tal modo que lentamente mis sendas pierdan potencial.
La azorada Li-Hsing calló un instante. Luego, apretó los labios.
—¿Quieres decir que has planeado morirte, Andrew? Es imposible. Eso viola la Tercera Ley.
—No. He escogido entre la muerte de mi cuerpo y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Habría violado la Tercera Ley si hubiese permitido que mi cuerpo viviera a costa de una muerte mayor.
—Li-Hsing le agarró el brazo como si fuera a sacudirle. Se contuvo.
—Andrew, no dará resultado. Vuelve a tu estado anterior.
—Imposible. Se han causado muchos daños. Me queda un año de vida. Duraré hasta el segundo centenario de mi construcción. Me permití esa debilidad.
—¿Vale la pena? Andrew, eres un necio.
—Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. De lo contrario, mi lucha terminará, y eso también habrá valido la pena.
Li-Hsing hizo algo que la asombró. Rompió a llorar en silencio.
Fue extraño el modo en que ese último acto capturó la imaginación del mundo. Andrew no había logrado conmover a la gente con todos sus esfuerzos, pero había aceptado la muerte para ser humano, y ese sacrificio fue demasiado grande para que lo rechazaran.
La ceremonia final se programó deliberadamente para el segundo centenario. El presidente mundial debía firmar el acta y darle carácter de ley, y la ceremonia se transmitiría por una red mundial de emisoras y se vería en el Estado de la Luna e incluso en la colonia marciana. Andrew iba en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero con gran esfuerzo.
Ante los ojos de la humanidad, el presidente mundial dijo:
—Hace cincuenta años, Andrew fue declarado el robot sesquicentenario. —hizo una pausa y añadió solemnemente—: Hoy, el Señor Martin es declarado el hombre bicentenario.
Y Andrew, sonriendo, extendió la mano para estrechar la del presidente.
Andrew yacía en el lecho. Sus pensamientos se disipaban. Intentaba agarrarse a ellos con desesperación. ¡Un hombre! ¡Era un hombre! Quería serlo hasta su último pensamiento. Quería disolverse, morir siendo hombre.
Abrió los ojos y reconoció a Li-Hsing que aguardaba solemnemente. Había otras personas, pero sólo eran sombras irreconocibles. Unicamente Li-Hsing se recortaba contra ese fondo cada vez más borroso. Andrew tendió la mano y sintió vagamente el apretón.
Ella se esfumaba ante sus ojos mientras sus últimos pensamientos se disipaban.
Pero, antes de que la imagen de Li-Hsing se desvaneciera del todo, un último pensamiento cruzó la mente de Andrew por un instante fugaz.
—Niña — susurró, en voz tan queda que nadie le oyó.
A aquellos de ustedes, que hayan leído algunas (o posiblemente todas) de mis historias de robots antes, les agradezco su lealtad y paciencia. A aquellos de ustedes que no lo han hecho, espero que este libro les haya proporcionado placer –y yo me siento complacido de habernos conocido-, y espero que volvamos a encontrarnos de nuevo pronto.
A Boy's Best Friend
(El mejor amigo de un muchacho). Copyright © 1975 by the Boy Scouts of America.
Sally
(Sally). Copyright © 1953 by Ziff-Davis Publishing Company; Copyright renovado por Isaac Asimov, 1981.
Someday
(Algún día). Copyright © 1956 by Royal Publications, Inc.
Point of View
(Punto de vista). Copyright © 1975 by the Boy Scouts of America.
Think!
(¡Piensa!). Copyright © 1977 by Davis Publications, Inc.
True Love
(Auténtico amor). Copyright © 1977 by The American Way.
Robot AL-76 Goes Astray
(Robot AL-76 extraviado). Copyright © 1941 by Ziff-Davis Publishing Company; Copyright renovado por Isaac Asimov, 1968.
Victory Unintentional
(Victoria inintencionada). Copyright © 1942 by Fictioneers, Inc.; Copyright renovado por Isaac Asimov, 1969.