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Authors: Javier Pérez Campos

Tags: #Intriga, #Terror

En busca de lo imposible (8 page)

BOOK: En busca de lo imposible
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Días antes me había encargado de anotar los nombres que aparecían citados en los artículos y había recorrido todo el listín telefónico de Langreo tratando de dar con aquellas personas. Había intentado incluso localizar la denuncia, pero la funcionaria con la que había hablado casi a diario me explicaba que al haber pasado más de treinta años, lo más posible es que aquel documento estuviera perdido entre los miles de escritos burocráticos que se almacenan en el ayuntamiento.

En el listín telefónico había localizado a un Miguel Fernández García, de Langreo. ¿Sería el mismo que denunció al fantasma? Cuando di con él me explicó que no tenía nada que ver con esa denuncia, pero que sí recordaba perfectamente aquella historia y el miedo que pasó en aquellos días.

—Recuerdo
—me dijo—
que tocaba la guitarra en un grupo de música y tenía que ir a una aldea cercana donde nos juntábamos todos los amigos para ensayar. Me gustaba tanto la música que nunca tomé la opción de encerrarme en casa. Pero sí recuerdo que fueron noches de miedo; apenas había nadie por la calle, la gente no llevaba a sus hijos al colegio. Cuando tenía que caminar por las afueras para llegar a la aldea en soledad, lo hacía rápidamente, mirando hacia atrás constantemente, porque iba con miedo de encontrarme con el fantasma…

También había localizado a Carmen B., una importante y prestigiosa señora de Oviedo que, en aquella época, por ser directora de la delegación asturiana del Instituto Internacional de Investigaciones Parapsicológicas, fue consultada por diversos medios de comunicación.

—Aquel es un lugar dramático y quizá a eso se deba la aparición de ese personaje del más allá
—me había explicado a través del teléfono—.
Le voy a contar sólo una historia. Una de muchas. Me lo contó una anciana hace unos años. Ella vivía en un poblado minero a orillas del Nalón. Todo fue a principios del siglo XX. Su hija estaba jugando en el jardín de una casa que les habían dado recientemente y que había sido ocupada antes por una familia de un minero que ya se había retirado. Un día la niña empezó a decir que en el patio había encontrado muñecos como el que ella tenía. La madre, que era la única que estaba en casa en ese momento, creía que eran cosas de niña. Pero cuando salió al jardín, vio que su hija, jugando a quitar tierra del suelo, había desenterrado los cuerpos de varios fetos.

—¿Fetos en el jardín?
—pregunté sorprendido.

—Fetos en el jardín. De la familia anterior. Ella había abortado en varias ocasiones y habían enterrado los cuerpos frente a la casa. Como le digo, sólo es una historia. Ha habido muchos accidentes, muertos en las minas, por ahogamiento, niños perdidos… En fin, le digo toda esta información, pero yo no quiero tener nada que ver. Sólo le doy la pista para que usted tire del hilo.

Poco después la señora había colgado el teléfono, pidiendo que no volviera a llamarla. Al parecer, toda la historia del fantasma había dañado su prestigio entre la gente de la alta sociedad y no quería que aquello volviera a repetirse.

Titular de La Nueva España sobre la denuncia al fantasma por Miguel Ángel Fernández.

Aproveché para anotar aquellos detalles en mi cuaderno mientras terminaba de comer.

Minutos después salí al coche y continué el viaje hasta Langreo. Poco a poco el cielo iba nublándose aún más y, en ocasiones, la fina llovizna golpeaba los cristales generando una percusión ancestral. En el exterior, ya cerca de Mieres, la niebla se adueñó de la carretera haciendo imposible la conducción a más de 30 km/h.

Habían pasado casi 6 horas desde mi salida de Madrid cuando, a la derecha de la carretera, apareció un cartel cuya única palabra, negro sobre blanco, había leído en repetidas ocasiones durante los días anteriores: Langreo.

Con el cielo aún encapotado fue inevitable imaginar lo ocurrido a través de los artículos que el periodista Benjamín Fuello había escrito para
La Nueva España

Denuncia a un fantasma

Eran las dos de la madrugada de un oscuro domingo de otoño. Miguel Fernández García, vecino de Langreo (Asturias), era una de las pocas personas que aún permanecía despierta. Su labor de vigilante en el matadero municipal lo mantenía en pie durante toda la noche, haciendo rondas constantes por la zona de La Felguera. Eran tiempos difíciles; la minería, principal fuente de ingresos de la zona, vivía un momento de crisis y agitación. Aquello le afectaba indirectamente; nunca se sabía cuándo alguien podía intentar colarse para conseguir, de forma desesperada, alimento para su familia.

Miguel estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones tras largas noches de experiencia. Nunca se había llevado un susto; hasta el momento su trabajo sólo había consistido en echar a algún gamberro que se había colado en la zona para gastarle alguna broma. Sin embargo, últimamente había algo que sí conseguía inquietarlo. Bajo los resplandores de una tormenta cercana, comenzó a recordar las historias que había leído en la prensa local y que le habían contado ya algunos vecinos. Desde hacía una semana, lo imposible había empezado a aparecerse en los desolados caminos aledaños a Langreo. Al parecer ya habían sido varios los mineros que, en completa soledad, regresando a casa tras la dura jornada laboral, habían atisbado a lo lejos dos puntos rojizos. Justo por la zona que ellos debían atravesar hasta llegar al calor de sus hogares. Dos resplandores hipnóticos, flotando sobre la nada…

Pensando en algún tipo de felino, aquellos vecinos continuaron su camino sin saber que aquella decisión marcaría sus vidas para siempre. «Aquello no era algo de este mundo», confesaría uno de los testigos posteriormente. Aquellos puntos de luz eran los ojos de un ser ensotanado que se aparecía en los estrechos y solitarios caminos de tierra. Otros afirmaban que era algo blanco, etéreo, incluso que llevaba una cruz en el pecho. Así, mientras unos, presas del pánico, habían echado a correr sin mirar atrás, otros habían llegado a arrodillarse para rezar, siendo testigos, inmediatamente tras abrir los ojos, de que el fantasma había desaparecido, desafiando a las leyes de la lógica.

Miguel iba tan absorto en sus pensamientos que cuando una extraña figura le salió al paso no sabía si era parte de su imaginación. Recortada en la oscuridad había una inmóvil figura blanquecina que parecía limitarse a mirarlo. ¿Sería algún gamberro intentando asustarlo con todo aquello? Si era así no tenía ni pizca de gracia… «¡Oye, tú! ¡No juegues con estas cosas!», le gritó tembloroso.

Pero aquel personaje no se movía. Seguía mirándolo fijamente entre las sombras con un traje talar que ondeaba al viento. Con una mirada casi infernal. Visión imposible portadora, seguro, de malos augurios.

Lejos de huir, Miguel corrió hacia el lugar donde lo había visto, tras una verja. Pero cuando llegó al lugar y abrió la puerta, allí no había absolutamente nadie. El visitante había desaparecido delante de sus ojos.

Consciente entonces de haber vivido una escena imposible, echó a correr hacía la comisaría de Policía.

Los agentes inspeccionaron entonces la zona durante varias horas, pero no encontraron un solo indicio de la aparición.

Desde esa noche, a fecha de 28 de septiembre de 1976, con hora de 2 de la madrugada, yace perdido en los archivos municipales de Langreo un enigmático documento: la denuncia a un fantasma…

En los días posteriores fueron muchos los que aseguraron ver al extraño personaje. Fue tal el pánico colectivo que se género en el pueblo que se llegó a un acuerdo tácito. Una decisión que nadie había propuesto, pero que todos, voluntariamente, iban a llevar a cabo: cuando se ponía el sol, los vecinos de Langreo se encerraban en sus casas y atrancaban puertas y ventanas para no volver a abrirlas hasta el primer rayo de sol. La gente dejó de llevar a sus hijos al colegio y otros dejaron incluso de acudir a sus puestos de trabajo.

Sin embargo aquello no era solución para un problema que pronto se tornó más complicado de atajar, pues las apariciones comenzaron a ocurrir también a plena luz del día, incluso en las mismas callejuelas de Langreo. Parecía que aquel personaje se había aventurado a entrar en el pueblo, como si hubiera aprendido el camino hacia aquella población, obligando a la mayoría de las familias a dejar de lado sus quehaceres para no salir de sus hogares.

Semanas más tarde los vecinos dejaron de tener noticias del fantasma. Como si aquel invitado a quien nadie había llamado se hubiera marchado exactamente tal y como había llegado: sin avisar.

De noche no salía nadie

Un peculiar puente oxidado cruza el río Nalón a la entrada de Langreo. El mismo que vio morir a una vecina que se lanzó al vacío años atrás o a un anciano que se llevó la riada del invierno. Los vecinos no olvidaban aquellos datos que me contaban a pie de calle cuando les preguntaba por el fantasma y por las tragedias del río.

—¡Claro que recuerdo lo del fantasma! Todos teníamos miedo de aquello y nos encerrábamos en casa cuando caía la noche. Es que de noche no salía nadie
—me respondió una señora a las puertas del ayuntamiento, en el distrito de Sama.

Otra de las vecinas, Aurora Cáceres, era también muy joven cuando ocurrió todo y volvió a remitirme a la tragedia como posible origen de aquel ser…

—Es curioso que ocurriera en la zona de las minas. Desde 1900 ha habido grandes catástrofes de mineros muertos en accidentes. Quién sabe si el fantasma era uno de esos mineros que había muerto de forma trágica y andaba por ahí rondando…

Tal y como confirmaba Aurora, la prensa se hizo eco de decenas de catástrofes acontecidas en los alrededores del río Nalón.

Por ejemplo, en 1974 dos mineros fallecieron sepultados por un desprendimiento de carbón en el pozo Venturo. En 1976 diez mineros perecieron asfixiados al intentar sofocar el incendio de una mina en Sama de Langreo. El día de Navidad de 1989 un terrible incendio causó el pánico en el interior de la mina El Carbayin causando la muerte de 4 mineros. En 1992 cuatro mineros fallecieron en un accidente en el interior del pozo Santa Bárbara. Podríamos continuar así durante páginas y páginas. Una crónica negra como el mismo carbón que acabó causando la muerte indirecta de decenas de trabajadores.

También hubo casos de gente desaparecida que se adentró en los bosques para no volver a aparecer con vida. Algunos ni siquiera volvieron a aparecer.

Es el caso de Pedro Gallego, conocido como «el niño de Serrallo». Con tan sólo 7 años desapareció a orillas del río Nalón en abril de 1974. Tanto la Guardia Civil como Cruz Roja y todos los vecinos de las poblaciones cercanas llevaron a cabo una incesante labor de búsqueda. Sus ojos tristes mirando a través de una página en blanco y negro de amarillentos titulares son lo único que queda de él. Cada año se incidía en su búsqueda, pero nunca se tuvo un solo dato sobre su posible paradero.

Otro caso fue el de Margarita Rubio, de 3 años de edad. Había ido a jugar con sus amigos en Pola de Laviana, que fueron los últimos en verla con vida. Horas después, uno de sus compañeros de juegos aseguró que «Margarita había ido a nadar al río». Esta vez su cuerpo sí que apareció semanas después, desafortunadamente sin vida, amarrado a unas zarzas junto al río Nalón. Probablemente la corriente se la llevó hasta producir su ahogamiento.

Por no hablar de otros titulares y recortes que hablaban incluso de crímenes y otras tragedias a orillas del río. Como un lugar señalado por la siempre inesperada fatalidad…

Una vez más, la combinación de misterio con lugares donde el infortunio parece haber actuado con mayor frecuencia. Una mezcla que parecía repetirse una y otra vez…

En la oscuridad del Nalón

Aquel último dato referente a tragedias siempre cercanas al lugar del misterio me había dejado sorprendido, pues la mayoría de los testigos me remitieron a dichos accidentes que posteriormente pude corroborar con los recortes de prensa.

Aún faltaba algo que hacer. Tras hablar con los testigos y recordar la intensidad del penúltimo mes del 76 quería acudir al lugar de las apariciones. Quizá allí podría entender mejor cómo debieron sentirse aquellos hombres de aspecto recio que trataban de evitar los caminos del bosque cuando se ponía el sol por miedo a encontrarse con el fantasma de las minas.

Las manillas de mi reloj rozaban la una de la madrugada cuando caminaba con ligereza por el arcén de la antigua carretera AS-17, que comunica Pola de Laviana con El Condado. Un tramo cuyo trazado discurre por el valle del río Nalón hasta alcanzar el límite de Asturias con Castilla y León. A lo lejos dos puntos rojos, como los ojos del fantasma del 76, iban empequeñeciendo rápidamente; eran las luces traseras del único coche que transcurría por la solitaria zona.

Continué caminando hasta llegar a un pequeño descampado que se abría a la derecha del camino. Frente a mí, la vegetación más espesa escondía una entrada al bosque como una cortina de hojas que caían y parecían colgar de la nada. Enganché la linterna a mi muñeca y me abrí paso entre las ramas que me arañaban y atizaban como si de ganchudas garras con vida propia se tratara. Me encontré entonces en un pasillo de frondosos árboles que se retorcían formando un único entramado verde. No veía absolutamente nada más que aquello que era atravesado por el haz de luz de mi linterna. Tan cerrado era el camino que por unos instantes me vi atrapado por una opresión que casi me obligó a abandonar el lugar.

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