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Authors: Javier Pérez Campos

Tags: #Intriga, #Terror

En busca de lo imposible (9 page)

BOOK: En busca de lo imposible
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Pero aquel era el momento de caminar por el lugar donde comenzó aquella antigua historia de fantasmas que aún nadie ha olvidado en la localidad. Descendí una empinada rampa de piedrecillas procurando no caerme ni golpearme con ninguna rama. Al llegar abajo, tras cinco minutos caminando en la oscuridad, abrí mi mochila y saqué una barrita de luz química. La misma que utilizan los soldados en las maniobras para vislumbrar de noche. La agité y la partí, provocando un gran resplandor verdoso que, como fuego fatuo, iluminó unos metros alrededor. Colgué entonces el pequeño indicador en una rama para poder encontrar el camino en caso de perderme. Desde luego, no habría sido el único. En aquel momento vinieron a mi mente las imágenes de los niños perdidos, de familias angustiadas y fotografías en blanco y negro…

La noche, cada vez más oscura, me rodeaba y desorientaba por momentos. Mi único acompañante era el sonido del río, que bramaba con fuerza desde el interior de su cauce. En aquellas horas de la madrugada tenía que hacer una conexión en directo con el programa radiofónico
Milenio 3
, de la Cadena Ser, para contar todas las historias de apariciones y tragedias desde el lugar de los hechos.

Todo transcurrió según lo establecido hasta que, a eso de las 2 de la madrugada, empezó a ocurrir algo con lo que ninguno contábamos. El lógico silencio de la madrugada quedó roto por un extraño sonido. Como una algarabía, la voz unida de un centenar de personas. No un griterío sino algo más discreto; casi como un murmullo lejano. Lo más desconcertante era que la población más cercana se encontraba a varios kilómetros a la redonda. Por tanto, ¿de dónde surgía tal sonido a esas horas de la madrugada? ¿Estaba la sugestión jugándome una mala pasada? Presté más atención, cerrando los ojos para agudizar el resto de los sentidos. Allí seguían las voces; un sonido homogéneo que parecía descender sigiloso por la montaña que se encontraba frente a mí.

Entonces el ruido de las ramas, a mi espalda, rozándose entre sí me produjo un gran sobresalto propio del tenso momento que estaba viviendo. Llegué a creer que alguien que estaba escuchando el programa desde alguna aldea cercana había decidido acudir hasta allí para gastarme alguna broma pesada. Lo más probable, pensé, es que se trate de algún animal… Sabía que no era el viento, pues no soplaba desde hacía unos minutos. Todo parecía haber quedado paralizado; extrañamente quieto…

Instantes después, la algazara pareció fundirse con el viento hasta volver a quedar en silencio. Alumbré entonces al río, donde los patinadores de agua saltaban unos encima de otros con decisión. Intenté relajarme, pues la sugestión y el nerviosismo podrían provocar un accidente en un lugar donde el musgo envolvía las piedras de la orilla.

Pasadas las horas, en la absoluta oscuridad, no era capaz de encontrar el camino de vuelta. Cada milímetro del bosque me resultaba idéntico al anterior. Sentí entonces el desasosiego que produce estar perdido en el bosque. En aquel preciso instante, la decisión de pasar allí la noche me pareció una absoluta locura. Volví a poner empeño en relajarme y, tras varios tropiezos y fríos sudores con temperaturas inferiores a 10 grados centígrados, logré vislumbrar, a lo lejos, un resplandor fantasmal de color verdoso. Era, para mi sosiego, el indicador de luz que había dejado horas antes sobre la rama de un árbol.

Había encontrado el camino de vuelta.

Lluvia de piedras en Abarrio

Días después, tras mi regreso a Madrid, volvía a encontrarme en la sala de microfilm de la Biblioteca Nacional, donde últimamente me sentía como en casa. Andaba buscando información para una nueva investigación, cuando, de pronto, un viejo recorte reclamó mi atención por encima del resto.
El Caso
. Año 1982: «Misterio en la zona minera de Asturias», decía el titular. Continuaba explicando: «Dos hermanos son apedreados continuamente por una mano desconocida».

En la fotografía aparecía una destartalada casucha de madera en medio de la montaña de Abarrio. Frente a ella, el protagonista de la historia, de pelo oscuro y mirada humilde. Era Benjamín Menéndez Alonso, junto a su hermana María de las Nieves.

Desde hacía unos meses empezaron a vivir un misterioso fenómeno que ninguno sabía explicar; cuando se encontraban en el interior de su hogar, una lluvia de piedras golpeteaba con fuerza puertas y ventanas. En ocasiones incluso parecían caer desde el interior del inmueble. Llevaba ocurriendo desde hacía más de quince días en su propia casa ante la atónita mirada de algunos vecinos y periodistas que también se convirtieron en testigos del fenómeno.

Curiosamente las piedras nunca llegaron a tocar a los protagonistas; siempre caían, con pasmosa precisión, a unos centímetros de sus cuerpos.

El misterio de las piedras, al igual que el fantasma de Langreo, desapareció igual que llegó: sin dejar rastro ni explicación…

Una de las páginas dedicadas a las misteriosas lluvias de piedras en la montaña de Abarrio.

Segunda Parte:
La España mágica

«En plena era de Internet, de la globalización y lo políticamente correcto, La España extraña reivindica la recuperación de cierto pensamiento mágico e invita a releer las leyendas y misterios que emocionaron a nuestros antepasados con su mismo candor e inocencia»

Javier Sierra y Jesús Callejo,
La España extraña
.

«Don Quijote soy, y mi profesión la de andante caballería […] Huyo de la vida regalada, de la ambición y la hipocresía, y busco para mi propia gloria la senda más angosta y difícil. ¿Es eso de tonto y mentecato?»

Miguel de Cervantes,
Don Quijote de la Mancha
.

Expediente 4:
La maldición de las momias

«UN MES EXACTO DESPUÉS DEL DESCUBRIMIENTO, VÍCTOR PÉREZ MURIÓ MISTERIOSAMENTE. SÓLO TREINTA DÍAS DESPUÉS. SURGIERON HIPÓTESIS Y CREENCIAS DE TODO TIPO. SE HABLÓ DE LA MALDICIÓN DE LAS MOMIAS, COMO SI SE TRATARA DE OTRO TUTANKAMÓN MODERNO, RECORDANDO LA SUCESIÓN DE MUERTES QUE SUFRIÓ EL GRUPO QU E DESCUBRIÓ LA MOMIA DEL FARAÓN EGIPCIO Y QUE NADIE HA SABIDO EXPLICAR. QUIZÁ ESTEMOS ANTE UNA CURIOSA COINCIDENCIA, PERO EN EGIPTO TAMBIÉN SE HABLÓ DE COINCIDENCIAS»

El Caso, 29/12/84.

Un hallazgo macabro

La ciudad de Cuenca siempre ha tenido cierta experiencia en lo que al hallazgo de momias se refiere. El subsuelo, hueco en muchos puntos de la localidad, ha favorecido que algunos enterramientos se hayan mantenido casi intactos siglos después de la inhumación, por las condiciones idóneas del ambiente y la humedad.

Aunque así lo parezca, este tipo de hallazgos no son cosa del pasado. El último conocido se produjo en 2010 en la iglesia de San Andrés, donde apareció el cuerpo momificado de un novicio de entre seis y doce años, tres siglos después de ser enterrado.
[14]

Pese a todo, el descubrimiento que tuvo lugar en los albores de la Guerra Civil dejó tan impactados a los conquenses que la noticia trascendió las fronteras manchegas y se esparció por toda la península, llegando a ser recordada durante años.

Pero, como ocurre tantas veces, el caso fue olvidándose con el paso del tiempo para regocijo de algunos a quienes no interesaba que aquello saliera a la luz. Yo mismo pude comprobar, ochenta años después, ese afán por ocultar parte de nuestra historia. Rescaté el suceso a raíz de un antiguo recorte de prensa tras una larga jornada de búsqueda en la hemeroteca. Recordaba haber escuchado la historia siendo muy joven, pero no tenía ningún indicio para encontrarla, ni tan siquiera una horquilla de fechas, por lo que saber algo más de ella era todo un anhelo personal (y aparentemente inalcanzable).

Aquella tarde estival un calor asfixiante inundaba las calles de Madrid y, bajo un cielo que parecía en llamas, varios guardianes pétreos me observaban desde lo alto de una escalinata. Eran las esculturas de Cervantes, Quevedo o Calderón, dándome la bienvenida a la Biblioteca Nacional: un mundo de tinta, papel y polvo. Un mundo donde no existen las horas, los días ni cualquier otra noción del tiempo conocida. Me encontraba absorto entre sus bóvedas, sus frescos y pinturas, y su arrítmico latido. Como en un remanso de paz, serenidad y reflexión rodeado por el caos y la vorágine de la gran capital.

A través de la pantalla de la máquina de microfilm pasaban más de un centenar de viejas historias en forma de recortes de prensa. Envuelto por el sonido agonizante de aquellos aparatos, de pronto un recorte me estremeció de pies a cabeza. El titular del artículo, a doble página, rezaba: «La maldición de las momias»,
[15]
y, bajo él, aparecía una imagen aterradora que parecía desafiar a todas las leyes de la ciencia; eran varios cadáveres que habían aparecido momificados durante unas obras comunes. Aunque todo son hipótesis, la identidad de aquellos cuerpos de postura agonizante sigue hoy sin resolver.

Emocionado como el arqueólogo que halla en soledad la pieza de una vasija aún por componer, pulsé el botón verde del panel para imprimir aquellas palabras escritas por el periodista Juan Carlos Sanz de Ayala para el semanario
El Caso
.

Aquella tarde del verano de 2010 no sabía que el destino aún me guardaba varias sorpresas, como la de toparme frente a frente con aquellos cuerpos sin vida que seguían manteniéndose en pie cinco siglos después de su muerte.

«¡Zacarías, echa una cerilla!»

Frente a los sucesos que estaban por venir y que aquellas pobre gentes ni sospechaban, el mes de julio de 1930 transcurría con cierta tranquilidad. Don Aurelio Torralba había decidido ampliar parte de su finca en el barrio de Santa Cruz, un enorme palacete construido en el siglo XV por un importante señor feudal de la época. La intención era agrandar el establo de las vacas, derribando lo que parecía un remiendo de albañilería de un metro de alto por medio de ancho que se encontraba al final de la cuadra.

Un calor asfixiante dificultaba el trabajo de Víctor Pérez Pobes, un empleado que continuaba picando el tabique de unos seis centímetros de espesor. Eran las 4 de la tarde y, a través de una grieta, podía vislumbrar ya parte del interior.

—Lo primero que vi
—reconocería Víctor a un reportero de la revista Crónica—
fueron estas huellas de haber existido una reja de hierro empotrada en la brencada, que tiene, como el muro, más de un metro de espesor.
[16]

Aquel detalle acabaría adquiriendo gran importancia tiempo después al demostrar que, lejos de tratarse de un enterramiento común como algunos se empeñaban en hacer creer, el lugar podría haber sido un calabozo. Tras fijarse en ello, algo le llamó aún más la atención. Desde la grieta no se vislumbraba el río, como todos esperaban, sino que había acceso a otra habitación sin luz. Llamado por la curiosidad, Víctor adentró medio cuerpo en aquella grieta para intentar ver algo más. El resquicio de luz que entraba a través de aquella hendidura parecía mostrar un montón de palos y astillas. «Ya tenemos leña para el invierno», le dijo a su compañero Zacarías Pareja, que le acompañaba en aquel momento.

Sin pensárselo dos veces, el obrero se adentró en la oscuridad con precaución. A cada pisada algo crujía bajo sus pies y se deshacía con fragilidad. Tropezó entonces con un bulto que, en la penumbra, creyó la cabeza de alguna imagen religiosa. Aquella opción no era nada descabellada, teniendo en cuenta que el lugar había sido antaño un convento de franciscanos. «¡Zacarías! ¡Echa una cerilla, que aquí hay un Santo Cristo de madera!», le gritó a su compañero.

La tenue pero cegadora luz del fósforo le devolvió a Víctor una imagen que no olvidaría jamás. Bajo sus pies, se extendía un centenar de huesos que se apilaban uno sobre otro, hasta formar una macabra alfombra de un blanco impoluto. Pero lo que infundió un auténtico pavor en aquel obrero fueron los cuerpos momificados que yacían apoyados contra las paredes de piedra y que parecían prestarle silenciosa pero intensa atención a través sus cuencas vacías.

El impulso natural de Víctor fue salir corriendo de aquella escotilla del horror sin apenas perder un solo minuto de su tiempo. Aún aterrado por la imagen, declararía a la prensa: «Cuando mi compañero, asomándose a la brencada, me alumbró, vime rodeado de muertos. No había más que esqueletos, momias, huesos y calaveras».
[17]

Sin saberlo, Víctor había hallado lo que en años posteriores acabaría siendo un verdadero objeto de disputa y censura. Tampoco sabía en aquel momento que, con el tiempo, se convertiría en víctima de su propio hallazgo.

Morir de miedo

La prensa del momento se revolucionó ante aquella noticia dedicando páginas y titulares tan impactantes como: «Aparecen numerosos cadáveres momificados»,
[18]
«Se descubre una mazmorra llena de esqueletos»
[19]
o «Realidad y leyenda de las extrañas momias halladas en una lóbrega mazmorra».
[20]
Algunos llegaron a declarar que aquel hombre había entrado en la antesala del mismísimo infierno.
[21]

Las fotografías mostraban lo insólito del descubrimiento. Había en concreto cinco momias especialmente extrañas. Una de ellas se encontraba amamantando a su bebé, también momificado. Este último acabó convirtiéndose en polvo cuando era trasladado al exterior de la mazmorra. Había otra sin piernas y otra, acaso la más emblemática, tenía los brazos cruzados frente al estómago y la cabeza alzada al cielo, como si hubiera sido paralizada en un momento de máxima agonía.

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