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Authors: Javier Pérez Campos

Tags: #Intriga, #Terror

En busca de lo imposible (10 page)

BOOK: En busca de lo imposible
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Los medios se preguntaban por el origen del osario y diversos periodistas, como Juan G. Olmedilla, acudieron hasta el lugar de los hechos para preguntar directamente al descubridor: «Aquí hay de todo: muertos de ataúd y muertos de martirio. Vamos, echados vivos»,
[22]
declaró el mismo.

De hecho, por las posturas y otros signos de violencia, todo hacía pensar que aquellas personas habían sido torturadas y emparedadas en vida. Por ejemplo, una tenía los pies atados con una soga, mientras otra llevaba la pierna envuelta en un improvisado vendaje que le cubría una gran herida. Por no hablar de la mujer que, en un último momento de agonía, había fallecido amamantando a su hijo, protegiéndolo aún con sus brazos; ¿en qué enterramiento común se encuentra una imagen así? Días después surgieron las primeras hipótesis y, como el lugar había sido un convento franciscano y había tenido estrecha relación con la iglesia desde su construcción, no tardó en surgir la teoría de que aquellos cuerpos habían sido víctimas de la inquisición. El cronista conquense Juan Giménez de Aguilar definió a la perfección la incertidumbre de la época: «Luego fueron definiéndose las opiniones; de quien veía en las violentas contorsiones de las momias la acción del fuego en los cuerpos de las víctimas de la Inquisición; de quien miraba las ligaduras que sujetaban los miembros del enterrado vivo en la mazmorra señorial; de quien ha percibido señales de heridas que hacen pensar en luchas heroicas por la Independencia, por la Libertad y otros altos ideales…».
[23]
Otros medios, sin embargo, seguían empeñados en afirmar que se trataba de un osario común.

Meses después de haberse formado tal revuelo, noticias como la firma del pacto de San Sebastián o la alarmante erupción del volcán Strómboli en Italia acabaron relegando a un segundo plano aquella historia, más propia de la gran pantalla que de un sencillo barrio conquense.

Pero entonces ocurrió algo que volvió a llamar la atención de los medios. Por si faltaban pocos ingredientes, Víctor Pérez Pobes falleció en extrañas circunstancias. No había transcurrido un año del hallazgo, por lo que la posible relación entre éste y su óbito no parecía demasiado disparatada. Fue así como esta historia, siempre rodeada por el amargo hálito de la muerte, fue tildada como maldita. Se habló entonces de una maldición semejante a la sufrida por Howard Carter y todo su equipo tras el descubrimiento de Tutankamón.

Aquella historia había sido bastante jugosa para los medios de la época que la dotaron de un carácter que casi rozaba lo cinematográfico. Pero ¿cuánto de verdad y cuánto de leyenda habría en todo aquello? Tenía que contrastar el dato y no parecía nada fácil conseguirlo ochenta años después. ¿Podría encontrar a algún descendiente de Víctor Pérez? Lo cierto es que el hecho de disponer de su nombre, de una guía de Páginas Blancas y de toda una tarde libre facilitaron bastante la labor. Al cabo de varias llamadas conseguí dar con alguien apellidado Pérez, que no era familiar del Víctor que yo andaba buscando, pero sí regentaba un restaurante bastante frecuentado por mi objetivo principal en aquella investigación. Prometió devolverme la llamada una vez hubiera pedido permiso a dicha persona ante mi sorpresa y desconcierto.

Días después, cuando ya pensaba que me habían tomado el pelo, mi teléfono sonó con fuerza mientras caminaba por la calle Alcalá de Madrid.

—¿Javier Pérez?
—preguntó una voz desconocida al otro lado de la línea.

—El mismo —contesté intrigado.

—Soy Víctor Pérez.

Entonces algo impactó con fuerza en mi interior.

—¿Javier?

—¡Disculpa! Víctor Pérez… ¿Familiar de Pérez Pobes?

—Así es. Su nieto, más exactamente.

—No me lo puedo creer… Llevo semanas investigando sobre las momias que descubrió su abuelo en Cuenca y hablar con usted es como encontrar el último eslabón de esta historia.

—¡No me digas! Pensé que ya nadie se acordaba de aquello excepto nosotros
—dijo con cierta nostalgia.

Tras una larga conversación, acordamos vernos en Cuenca unos días después para poder hablar sobre su abuelo y conocer más detalles sobre su muerte en extrañas circunstancias.

El otoño esparcía ya sus tentáculos por las empinadas y pedregosas calles de Cuenca, donde el trasiego habitual de la semana hacía que los transeúntes caminaran con acostumbrada prisa. Frente a mí se extendía entonces la plaza mayor, el punto de encuentro con un hombre que se había convertido en parte involuntaria de una historia mítica de la España más añeja y olvidada.

Sabía que no podría reconocerlo si no fuera escuchando su voz, pero pronto alguien se me acercó y me tocó la espalda. Víctor Pérez, de unos 50 años, me tendió su mano mientras oteaba a través de sus gafas con ojos curiosos. Le honraba especialmente el hecho de que, pese a estar pasando por un momento delicado, había accedido a charlar conmigo unos minutos acerca de aquella historia que había escuchado desde su más tierna infancia.

—Mis padres siempre me contaban aquello y mis abuelos igual. Impactó a toda la familia
—me dijo Víctor, mientras nos acomodábamos en la terraza de una céntrica cafetería.

—¿Se sentían orgullosos del descubrimiento o tampoco le dieron demasiada importancia?

—Pues es algo que causó la muerte de mi abuelo, así que fíjate si le dieron importancia…

—¿Tú crees que la muerte de tu abuelo está relacionada con lo que descubrió?

—Hombre, y tan convencido. De hecho, los médicos dijeron que la muerte había sido bien extraña. ¡Fue una muerte causada por el miedo que cogió al ver las momias!

—¿Pero os ofrecieron algún diagnóstico?
—pregunté cada vez más intrigado.

—Claro. Cuando mi abuelo descubrió aquellos cuerpos se llevó un susto tremendo. Parece ser que de aquello se le formó una burbuja de aire en el corazón, que acabó matándolo poco después. Fue un disgusto enorme, nadie se lo esperaba…

—¿Sabían en la familia que el susto había sido tan grande?

—Sabían que Víctor lo pasó mal, no sólo con el descubrimiento, sino también tiempo después. De hecho, él se quejaba de que le dolía el pecho, de no tener fuerza… Pero nadie esperaba que aquello pudiera ocurrir. Fue un disgusto enorme para todos.

El viaje de la muerte

Junto a las momias apareció una bula de 1694 del Papa Inocencio XI, dirigida a una duquesa llamada doña Quiteria López de Ayala, lo que ayudó a forjar una teoría más sólida sobre quiénes podían ser. Se dijo que una de ellas era la misma doña Quiteria, a la que le habrían cortado los dedos para quitarle las joyas. Se teorizó entonces que otras dos podrían ser la hija de la misma y su criada. Lo cierto es que la falta de un estudio riguroso imposibilitó la comprobación de este dato y la ausencia de cualquier otro documento hizo que surgiera una nueva duda: ¿quién era entonces el propietario legal de aquellos cuerpos? En un tiempo en que se ponen vallas al campo, los Estados tienen potestad sobre los cielos y hasta los mares tienen dueños, las momias debían también pertenecer a alguien.

Fue la familia Torralba la que se apropió entonces de los cuerpos, guardándolos en el interior de su casa como un anhelado tesoro. Tuvieron que pasar treinta y nueve años para que M.ª Luisa decidiera deshacerse de tan extraña posesión, donándolas a Antonia Pareja Soria, por entonces santera de la Hermandad de San Isidro, tras la firma de un contrato no exento de cierta polémica…

«El día 4 de julio del año 1970 D.ª Luisa Torralba, vecina de Cuenca […] hizo donación a D.ª Antonia Soria Pareja […] de unas momias humanas (cinco), propiedad de dicha señora […] para que fuesen conservadas en dicha ermita».
[24]

El documento, firmado por las dos interesadas y por doña Rosa Martínez y don Julián Quejido como testigos, fue la forma legal en que aquellas momias cambiaron de manos una vez más. Eran las seis de la madrugada del 4 de julio de 1970 cuando un gran furgón esperaba a las puertas del número 8 de la calle de Solera. De forma casi clandestina, Antonia Soria, Rosa Martínez y Julián Quejido —también conocido en el barrio como El Cojete— cargaron los cinco cuerpos en el interior de la furgoneta.

Se dirigían a la ermita de San Isidro, a las afueras de Cuenca, donde se iniciaba una nueva vida para aquellos cuerpos inertes.

La santera

Antonia Soria siempre fue una mujer muy especial. No era para menos, teniendo en cuenta el lugar en el que, más que trabajar, pasaba gran parte de su vida. La labor de santera de San Isidro la hacía estar en un lugar donde vida y muerte convivían en armonía, ya que se encuentra enclavado en plena sierra y cuenta con un cementerio privado donde están enterrados tanto los miembros de la hermandad como las personas más ilustres de la ciudad manchega.

Cuando la santera recibió las momias decidió exhibirlas de una forma que llamó la atención de todos los visitantes. Acristaló un gran armario de la sacristía a modo de gran pecera y colocó las momias en su interior, una al lado de la otra. Como un macabro escaparate al más allá.

Antonia las limpiaba a diario, las cuidaba con mimo y llegaba a hablar con ellas con gran cariño, como si fueran parte de su familia. Durante las largas tardes que pasaba en aquel bucólico paraje se dedicaba a esculpir grandes calaveras en las piedras del jardín —algunas pueden verse aún hoy escondidas entre la maleza— y escribía todo tipo de mensajes en las rocas, siempre relacionados con la muerte, como: «Si no dejas de mirar, así te quedarás», sobre una pintura cadavérica.

Aquella mujer de carácter bohemio veía su futuro descansando en el cementerio de la hermandad, rodeada por un entorno privilegiado.

Por las noches, cuando ya no se esperaba ninguna visita, Antonia cerraba el armario con sus viejas portezuelas de madera y echaba un candado para que nadie pudiera hacerles nada. Sin embargo, allá por 1980, alguien forzó las puertas del armario y se llevó un susto casi equiparable al de Víctor Pérez Pobes.

—Posiblemente se trataba de algún raterillo, alguien que buscaba cosas para luego venderlas en el mercado negro
—me contaba el cronista José Vicente Ávila en los jardines de la ermita—.
Se coló varias noches en la sacristía intentando robar alguna cosa. Cuando vio que había un armario cerrado a cal y canto pensó que allí debía haber algo importante, por lo que decidió volver al día siguiente preparado para profanarlo. Lo que el ladrón no sabía es que realmente estaba profanando el armario, en el sentido más literal de la palabra. Entró de madrugada para no ser visto y no hace falta imaginar cómo fue su reacción al abrir el mueble, pues en el suelo quedaron marcadas sus huellas como para descartar cualquier hipótesis sobre su reacción. Al abrir las puertas y ver las momias, el ladrón salió corriendo, de tal manera que luego se veían en la ermita las pisadas, como zancadas. Como si hubiera salido corriendo, aterrorizado por lo que allí vio
—concluía José Vicente, con una sonrisa mordaz.

En 1981, Antonia Soria llegaría a comentar al semanario
El Caso
que en el lugar «pasaban cosas muy raras»,
[25]
pero cuando el periodista Sanz de Ayala le preguntó por aquello la mujer se cerró en sí misma, con un respeto muy especial. Cuando pasaron junto a unas ruinas cercanas, la santera aprovechó para dar su teoría acerca del origen de las momias: «Aquí estaba el Tribunal de la Santa Inquisición. Parece que tiene mucho que ver con las momias. Si doña Quiteria hablara…».

Con la iglesia hemos topado

Todo parecía transcurrir con inusitada tranquilidad cuando, en junio de 1988, se dio carpetazo a este espinoso asunto. Hablar de unos cuerpos torturados por la Inquisición no era del gusto de todos, pese a haber pasado ya suficiente tiempo como para no sentirse responsable de una atrocidad de tal calibre.

Florián Belinchón, actual Secretario de la Hermandad de San Isidro, me explicaba cómo en la actualidad ellos disponen de la custodia de las momias, pero tienen expresamente prohibida su exhibición por orden directa del Obispado de Cuenca.

A finales de los años ochenta, desde la ermita de San Isidro se hizo una petición para deshacerse de la responsabilidad que conllevaba encargarse los cuerpos, pidiendo incluso su inhumación si fuera necesario para que éstas descansaran en paz. Se planteó también la posibilidad de que fueran estudiadas por expertos para saber algo más sobre su origen, cediéndolas a quien quisiera analizarlas. Pero la respuesta que recibieron del Obispado fue bastante desalentadora…

Con un informe emitido el 27 de junio y firmado por León Chicote Pozo, entonces Fiscal General diocesano, se decía que aquellas momias «procedían del osario común de la iglesia de Santa Cruz, que carecen de valor histórico y arqueológico y que no tienen relación alguna con la Inquisición».
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Además, explicaba que aquellos cuerpos habían sido expuestos «ofreciendo un espectáculo horroroso, trágico, desagradable y macabro, porque han sido expuestas con el peor de los gustos necrófagos, con toda falta de respeto a las personas que pertenecieron».

Se ordenaba entonces retirar las momias para que no fueran exhibidas, amenazando incluso con la clausura del lugar en caso de no acatar esta orden, ya que, según el informe del Obispado: «La exposición pública de las momias relacionándolas con la Inquisición constituye, sin duda, un acto continuado gravemente injurioso».

Se impedía, por tanto, cualquier posibilidad de estudio de los cuerpos. Sin embargo, de forma aventurada, se negaba cualquier relación con la Inquisición, pese a la existencia de firmes indicios que afianzaban dicha teoría.

Para terminar, antes del sello del Obispado y la firma de León Chicote, aparecía una última frase a modo de conclusión y amenaza: «Quien profana una cosa sagrada, mueble o inmueble, debe ser castigado con una pena justa».

Si bien aquel documento parecía dejar clara la intención del Obispado con respecto a la exhibición de las momias, no podía terminar mi investigación sin haber visto con mis propios ojos a sus auténticas protagonistas. Por ello, antes de mi viaje a Cuenca, me puse en contacto con el obispado solicitando un permiso para ver aquellos cuerpos. Tras varios días se pusieron en contacto conmigo para solicitarme que redactara un escrito que ellos estudiarían y valorarían en la próxima sesión ordinaria del mes.

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