Gengis Kan, el soberano del cielo (14 page)

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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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Cabalgó hacia el oeste, siguiendo el rastro de las mujeres. Entre la hierba florecían los capullos blancos y azules de la primavera.

Fustigó a su caballo y se lanzó al galope. Las mujeres no se habían alejado mucho del campamento. En el horizonte, al sur de una colina donde se alzaba un "obo", se veía un hilo de humo que se elevaba de un gran "yurt". Una negra fosa vacía se abría cerca de la tienda; había pequeños cuencos de comida en la ladera, junto a las pilas de piedras del "obo". Las ovejas habían sido sacrificadas y las mujeres debían de estar dentro, comiendo.

Hoelun ató su caballo cerca de un carro. Habían levantado la tienda y entonado las plegarias sin ella. Caminó rápidamente hasta la entrada y abrió la cortina.

Las mujeres quedaron repentinamente en silencio. Estaban sentadas en círculo; en el extremo más lejano, de cara a la entrada, vio a las dos Khatun. Se hallaban presentes las esposas de los hombres más importantes, y la mujer de Targhutai estaba sentada a la izquierda de Orbey. Delante de las Khatun había unos huesos ennegrecidos; otro, agrietado, ardía en el fogón.

Orbey Khatun alzó la cabeza.

—Tu presencia no ha sido requerida, Hoelun Ujin —dijo la anciana—. El sacrificio se llevó a cabo al alba, como nos dijeron los chamanes. Tengri y Etugen han escuchado nuestras plegarias. Han sido quemados los huesos y los ancestros han recibido sus ofrendas.

Hoelun sorteó el grupo hasta acercarse a Orbey. Las fuentes estaban casi vacías y los restos de carne que se veían en ellas eran sangrantes; habían empezado la comida ceremonial cuando la carne no estaba cocida.

—Ya entiendo lo que dices —masculló Hoelun—. Mi esposo está muerto y mis hijos todavía son pequeños, así que puedes quitarme mi lugar. Te crees con derecho a dividir la carne y no dejar nada para mí. —Se sentó, empujó con el codo a la esposa de Targhutai y arrebató un trozo de carne.

Los ojos de Sokhatai eran dos rendijas; Orbey se inclinó hacia adelante.

—Ella simplemente arrebata. Ésa es su costumbre; presentarse sin ser invitada y tomar lo que se le antoja.

—Tomaré lo que es mío.

—Aquí nada es tuyo. Nosotras hicimos el sacrificio, de modo que invitamos a quien queremos. Crees que porque nuestro esposo Ambaghai Kan está muerto puedes insultar a sus viudas y arrebatarnos lo que te venga en gana.

—He tenido una parte en el sacrificio a pesar de ti —dijo Hoelun lentamente—. Y ahora digo esto: yo haré el próximo sacrificio. Vosotras Honorables Khatun, sólo tendréis las migajas que yo quiera daros.

—¡Cállate! —gritó Orbey al tiempo que agitaba un puño—. ¡Yesugei el Bravo está muerto!

Hoelun contuvo la respiración, consternada al escuchar pronunciar el nombre de su esposo cuando hacía tan poco que había muerto.

—¿Acaso acabó con nuestros enemigos cuando aún estaba vivo? —continuó Orbey—. ¿Por qué su viuda cree que puede gobernar con un niño que ni siquiera es adulto? —La Khatun volvió a apoyarse en su cojín—. Los hombres sólo juraron seguir a Yesugei, y él está muerto. Ahora no tienes lugar, Hoelun. Los espíritus te han abandonado. Sólo eres una viuda que reclama lo que no le pertenece.

—Y tú sólo eres una anciana que pronto estará en su tumba. —Hoelun sonrió al ver el horror dibujado en el rostro de Orbey—. Nunca pensaste en tu pueblo, sino únicamente en lo que perdiste y en lo que podías volver a tener por medio de tus nietos. Mi esposo podría haber sido Kan si no lo hubieras impedido con tus palabras venenosas. Mi hijo será Kan cuanto tú estés enterrada.

—¡Díselo! —le susurró Sokhatai a la otra Khatun.

Orbey paseó la mirada por el círculo de mujeres, después volvió a dirigirse a Hoelun.

—Ahora diré esto —empezó Orbey—. Llamé a los chamanes y ellos establecieron el momento de este sacrificio. Pero tenía otra pregunta que hacerles. Ellos quemaron los huesos y leyeron las grietas, y Bughu nos dio una respuesta. Los espíritus se han vuelto contra ti, eso dijeron los huesos. Los espíritus condujeron a Yesugei a la muerte, y tú sólo nos llevarias adonde él vive ahora.

Hoelun se estremeció de furia. El chamán la había traicionado. Bughu había advertido que su posición era muy insegura y que ganaría muy poco poniéndose de su lado.

Orbey mostró los dientes.

—Tendrías que haber renunciado a tu posición, cambiándola por otra más humilde, cuando aún estabas en condiciones de hacerlo —prosiguió la anciana—. Ahora no tendrás nada. —Hizo un gesto con una mano semejante a una garra—. Quitadla de mi vista.

Hoelun sintió que varias manos tiraban de ella hasta ponerla de pie. Las mujeres la rodearon y comenzaron a patearla y a arañarle el tocado.

Ella las golpeó mientras iba a trompicones hacia la entrada. Alguien la empujó fuera, Hoelun cayó y sus manos se cerraron sobre la hierba.

Un pie la golpeó en el costado. Ella apretó los dientes, después se arrodilló. Muchos ojos la observaban desde dentro cuando se incorporó y se encaminó hacia su tienda.

22.

Hoelun no salió de su "yurt". Temujin y Khasar encerraron sus ovejas, después entraron. Había justo el estiércol necesario para alimentar el fuego, pero Hoelun no permitió que Khokakhchin saliera a buscar más. Cuando finalmente se acostaron, no pudo dormir. La furia y el miedo la hacían temblar de manera incontrolable; tenía el rostro caliente y las manos heladas. ¿Quién la defendería ahora? Los hombres se enterarían de lo ocurrido durante el sacrificio, de su exclusión, de lo que habían dicho los huesos.

Hoelun se adormeció, luego despertó al escuchar voces. El cielo todavía se veía oscuro a través del hueco del techo. Oyó voces, perros que ladraban y el sonido de pies que corrían.

Se levantó rápidamente y se vistió. Temujin saltó de su cama y fue hasta la entrada, seguido por Khasar. Khachigun se sentó en el lecho abrazando a Temuge; Khokakhchin se movió a los pies de la cama de Hoelun.

Las voces se hicieron más audibles. Targhutai y otro hombre irrumpieron súbitamente en el "yurt", hicieron a un lado a Hoelun, fueron hasta la cama y levantaron a Khokakhchin de un tirón.

—¡Dejadme tranquila! —gritó la anciana.

El otro hombre la empujó hacia la entrada. Hoelun se interpuso en su camino.

—¿Qué quieres de esta mujer?

—Estamos levantando el campamento —dijo el hombre—, y te dejamos atrás. Tendrás que arreglártelas sin ella.

Khokakhchin trató de desasirse.

—¡No abandonaré a la Ujin!

—Entonces morirás aquí.

—¡No! —Hoelun aferró el brazo del hombre—. Debes irte —dijo a la anciana.—Cuídate bien, Eke, y sigue con vida hasta que volvamos a reunirnos.

Khokakhchin se cubrió el rostro; el hombre la empujó fuera.

—No puedes hacer esto —le dijo Hoelun a Targhutai—. ¿Así le pagas a la familia del hombre que fue tu jefe?

—Tu esposo está muerto. —Los labios del Taychiut se curvaron en una mueca de desprecio—. Yo seré jefe de este pueblo ahora.

—Orbey Khatun te instó a esto —masculló Hoelun—. No quieres seguir a una mujer y a un muchacho, pero permites que esa vieja despreciable de tu abuela te diga qué debes hacer.

El puño la alcanzó en un costado de la cabeza; Hoelun cayó. Temujin se lanzó sobre Targhutai y el hombre lo empujó a un lado.

—No salgas de este "yurt" —dijo el jefe—. Yo no me ensuciaré las manos con vuestra sangre, pero no respondo por los demás.

Salió rápidamente.

A Hoelun le dolía la cabeza. Temujin estaba a su lado, abrazándola. Finalmente la mujer se puso de pie y dejó que su hijo la ayudara a llegar a la cama. Se sentó y se quitó el tocado. El ruido de las ruedas que chirriaban y los bueyes que mugían llenaba el campamento; la tierra vibraba por el movimiento de vehículos y animales. El polvo se filtró bajo la cortina que cubría la entrada del "yurt". Las mujeres terminarían de desarmar sus tiendas y de cargar sus pertenencias en los carros antes de que el sol estuviera alto en el cielo.

Una pequeña mano le tiró de la manga.

—¿Qué nos ocurrirá? —preguntó Khasar.

—No lo sé.

—Seguiremos con vida —dijo Temujin suavemente.

Tal vez ella no hubiera sido capaz de gobernar. El consejo de Khokakhchin había llegado demasiado tarde; Hoelun debería haber hecho muchos años antes lo que le dijo la anciana. Había confiado en los juramentos ofrecidos a su esposo, olvidando que los vínculos así establecidos eran demasiado débiles.

Temujin se sentó junto a la entrada. Hoelun no advertía temor en él ni desesperación por lo que podía ocurrirles. Pero Temulun se agitó en sus brazos, y la mujer pensó en la indefensión de su hija, en todo lo que les esperaba.

Aguardaron en silencio durante mucho tiempo hasta que la ausencia de ruidos fuera de la tienda les dijo que el campamento ya estaba casi vacío. Tal vez habían obligado a Sochigil a marcharse con los demás; ella no era ninguna amenaza para las ambiciones de Targhutai.

—Creo que ya se han ido —dijo Temujin.

—No salgas. —Hoelun ató a su hija a la cuna, después se puso de pie; aún le dolía la cabeza por el golpe que le había dado Targhutai—. Tal vez algunos se quedaron con nosotros. Iré a ver.

Se cubrió la cabeza con un pañuelo, se acercó a la entrada y levantó la cortina. Alguien había arrancado el estandarte de su esposo, y ahora estaba caído en el suelo frente al "yurt". En la tierra se veían las marcas dejadas por las ruedas y destacaban los espacios planos y vacíos donde habían estado las tiendas. Hacia el sur, donde algunos de los Khongkhotat habían acampado cerca del círculo de su esposo, se veía un "yurt" solitario.

Salió y observó a su alrededor. Filas de carros atados se desplazaban hacia el noroeste, alejándose del río, seguidos por los rebaños y los jinetes que los conducían. Nueve caballos grises pastaban cerca del Onon, y unas pocas ovejas se apiñaban en torno a un carro. Los jefes Taychiut podrían decir que no habían olvidado sus obligaciones, que la muerte casi inevitable de toda la familia no era culpa de ellos, pues habían dejado algunos animales. Siempre podrían justificarse con el argumento de que Hoelun se había negado a seguirlos.

El "yurt" de Sochigil permanecía en su lugar. Un perro negro que estaba cerca de la entrada se escabulló al aproximarse Hoelun. Belgutei asomó la cabeza.

—¿Tu madre está aquí? —preguntó Hoelun.

Belgutei asintió; Hoelun entró en la tienda. El fuego del fogón se había extinguido; Sochigil estaba sentada en la oscuridad, justo detrás del rayo de luz que entraba por el hueco abierto en el techo.

—Sochigil. —Hoelun le tocó el hombro; la mujer no se movió.

Bekter se acercó a ellas.

—Estamos perdidos —dijo.

—Aún seguimos con vida —respondió Hoelun.

El muchacho se acercó más.

—Es tu culpa; tuya y de Temujin.

Ella le dio una bofetada. El muchacho se tambaleó y se cubrió con una mano la mejilla enrojecida.

—No permitiré que digas esas cosas, Bekter. —Él la miró con odio—. Recuerda la historia de Alan Ghoa y sus hijos… la única oportunidad que nos queda es permanecer unidos. —Bekter desvió la mirada—. Sobreviviremos, y tú y Temujin podréis vengaros de los que nos han abandonado. Reserva tu odio para ellos. —Hizo un gesto dirigido a Belgutei y dijo—: Han dejado algunas ovejas. Cuida que no se pierdan.

El niño salió rápidamente del "yurt".

—Bekter —agregó Hoelun—, coge tus armas y sígueme.—Lo condujo fuera—. Vigila los caballos y avísame si ves que alguien se acerca.

Bekter se encaminó rápidamente hacia la manada. Temujin ya había salido de la tienda; se agachó para levantar el estandarte de su padre.

—Ven conmigo —lo llamó Hoelun.

Temujin clavó el estandarte en la tierra, después la siguió hasta el "yurt" de los Khongkhotat. No había ningún carro junto a la tienda. Hoelun avanzó sobre los surcos dejados por los carros y entre montículos de estiércol semiseco.

—Es la tienda de Charakha —dijo Temujin.

—Sí.

Al aproximarse, ella oyó un gemido. Corrieron hacia la tienda. Un hombre yacía boca abajo junto a la entrada, la espalda cubierta de sangre.

—Charakha —susurró Hoelun, y se arrodilló junto a él; el anciano todavía respiraba—. Ayúdame a entrarlo.

Temujin cogió las piernas de Charakha y ella lo alzó de los brazos. Lo llevaron dentro; la tienda había sido saqueada. El anciano gimió cuando lo tendieron sobre su cama.

—¿Quién hizo esto? —preguntó Temujin.

—Todogen—respondió Charakha con un hilo de voz—. Cuando estaba obligando a nuestra gente a marcharse, protesté. Dijo que yo no tenía derecho a detenerlo. Cuando le di la espalda, me hirió con su lanza.

Hoelun se clavó las uñas en la palma de la mano. Temujin se arrodilló junto al lecho y se echó a llorar.

—Siempre fuiste fiel —murmuró el muchacho.

—No olvido mi deber. —La voz del anciano era débil—. La esposa de Munglik y mi nieto se han ido. Ella no protestó, pues de nada le habría servido. Mi hijo… —Apretó los puños—. Al menos no tuvo que ver esto.

—Me quedaré contigo —dijo Temujin.

—No debes hacerlo, muchacho. Me estoy muriendo.

—Me quedaré contigo todo lo que pueda. Yo soy tu jefe ahora… debo hacerlo.

Temujin abrazó a Charakha y hundió la cara en el abrigo del hombre.

Hoelun salió tambaleándose. Las colas de caballo del estandarte de su esposo se agitaban a la distancia. Corrió hacia el estandarte, sabiendo qué debía hacer.

Los cascos del caballo gris resonaban sobre la tierra. A través de las nubes de polvo que entraban en sus ojos y la obligaban a jadear, Hoelun atisbó las filas de carros detrás de la oscura masa del ganado y la más clara de las ovejas. Tensó las piernas sobre los flancos de su caballo, y cogió las riendas con una mano mientras con la otra sostenía en alto el estandarte de su esposo.

Muy pronto alcanzó la fila más rezagada. Varias mujeres se pusieron de pie en sus carros; algunos hombres que cabalgaban a los costados se volvieron para mirarla.

—¡Con cuánta rapidez olvidáis vuestros juramentos! —gritó Hoelun—. ¡Jurasteis servir a mi esposo y ahora abandonáis a sus viudas e hijos! —Alzo más el estandarte—. ¡Regresad! ¡Abandonad a los que me han traicionado!

Una fila de carros se había detenido; las esperanzas de Hoelun crecieron. Siguió galopando hasta acercarse a los hombres que encabezaban la marcha. Las lanzas la apuntaron, y las colas del estandarte Taychiut flamearon al viento. Delante de ella había una pequeña colina; el viento, que soplaba hacia el sur, llevaría sus palabras a todos. Cabalgó hasta la colina y sofrenó el caballo.

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