Jardín de cemento (14 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Jardín de cemento
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—¿Qué haces? —me riñó Julie—. Déjalo en paz.

Yo ya había arrastrado a Tom a lo largo de un buen tramo de mesa y, cuando lo solté, cayó de espaldas en brazos de Julie.

—Quería ayudarle a limpiarse la boca —dije—, ya que vosotras estabais tan ocupadas charlando.

Tom ocultó la cara en el regazo de Julie y se puso a llorar, imitando bien el llanto infantil.

—¿Es que no sabes dejar en paz a la gente? —dijo Sue—. ¿Qué te pasa?

Me fui al jardín. Había dejado de llover. Los bloques de pisos se habían afeado con manchas recientes, pero las malas hierbas al otro lado de nuestro jardín parecían haber reverdecido. Paseé por el jardín como mi padre había querido siempre que todos anduviéramos, por las estrechas veredas, camino del estanque. Era difícil encontrar los peldaños bajo las malas hierbas y los cardos, y el estanque no era ya más que un pedazo retorcido de sucio plástico azul. En el fondo se había acumulado un poco de lluvia. Mientras rodeaba el estanque, sentí que algo blando reventaba bajo mi pie. Había pisado a una rana. Yacía de costado, con una pata estirada y tiesa, trazando pequeños círculos. Una espesa sustancia verde le manaba de la barriga, y la bolsa de debajo de la cabeza se le hinchaba y deshinchaba a gran velocidad. Uno de sus ojos saltones me miraba con una especie de tristeza exenta de acusaciones. Me arrodillé a su lado y cogí una losa de buen tamaño. En aquel momento me pareció que me miraba pidiendo ayuda. Aguardé con la esperanza de que se recuperase o se muriese de una vez. Pero la bolsa de aire se llenaba y vaciaba a mayor velocidad, y el bicho trataba ya, con desesperación, de servirse de la otra pata trasera para enderezarse. Las pequeñas patas delanteras trazaban movimientos giratorios en el aire. El ojo amarillento estaba fijo en los míos.

—Basta —dije en voz alta y hundí la losa bruscamente en la pequeña cabeza verde.

Cuando la levanté, el cuerpo de la rana se había quedado pegado a la losa y luego se desplomó en el suelo. Me eché a llorar. Busqué otra piedra y cavé una fosa pequeña y profunda. Mientras empujaba la rana con un palo, vi que le temblaban las patas delanteras. La cubrí rápidamente de tierra y allané con el pie la superficie de la tumba.

Oí pasos a mis espaldas y también la voz de Derek. —¿Qué te pasa? —Estaba con las piernas muy separadas y del hombro le colgaba un impermeable blanco que sujetaba con un dedo.

—Nada —dije.

Derek se acercó un poco más.

—¿Qué has escondido en el suelo?

—Nada.

Derek empezó a escarbar con la afilada punta de la bota.

—Es una rana muerta que acabo de enterrar —dije. Pero Derek siguió escarbando hasta que descubrió el cuerpo de la rana, hecho un amasijo de porquería.

—Mira —dijo—, no está muerta del todo.

Hundió y retorció el tacón en la rana y volvió a cubrirla de tierra. Hizo todo aquello con un solo pie y sin quitarse el impermeable del hombro. Olía a perfume, algo parecido a loción de afeitar o agua de colonia. Eché a andar hacia el sendero que recorría el parterre. Derek me siguió y subimos trazando espirales, cruzándonos en estrechos círculos como si fuéramos críos.

—Julie está en casa, ¿no? —preguntó.

Le dije que estaba acostando a Tom y luego, mientras manteníamos el equilibrio en lo alto, muy cerca el uno del otro, añadí:

—Ahora duerme en el cuarto de ella.

Derek asintió con rapidez, como si ya lo supiera, y se tocó el nudo de la corbata.

Nos quedamos mirando hacia la casa. Estábamos tan cerca que, cuando él hablaba, notaba en su aliento cierto olor a menta.

—Es un raro ese hermanito vuestro, ¿no? Con esa ropa de chica que se pone…

Me sonrió y pareció esperar que yo sonriera a mi vez. Pero me crucé de brazos y dije:

—¿Qué hay de raro en eso?

Derek bajó del parterre, sirviéndose del sendero en espiral como si fuera una escalera y, cuando llegó abajo, estuvo un rato doblando el impermeable en el brazo. Tosió y dijo:

—Ya sabes, puede influirle cuando sea mayor. —También yo bajé del parterre y echamos a andar los dos juntos hacia la casa.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

Estábamos ya ante la puerta de la cocina. Derek miraba por la ventana y no contestó. La puerta de la sala estaba abierta y podíamos ver a Sue, sola, que leía una revista.

—¿Cuándo murieron tus padres exactamente? —dijo de pronto.

—Hace mucho tiempo —murmuré y abrí la puerta de la cocina. Derek me sujetó del brazo.

—Espera —dijo—. Julie me ha dicho que fue hace poco.

Sue pronunció mi nombre en la sala. Aparté el brazo y pasé al interior. Derek me susurró que esperase, y entonces oí que se limpiaba los pies con cuidado antes de entrar en la cocina.

En cuanto Derek, tras cruzar la cocina, entró en la sala, Sue dejó caer la revista y corrió a la cocina para servirle una taza de té. Lo trataba como si fuera un actor de cine. Derek se paseó con el impermeable doblado en un límpido cuadrado, en busca de un sitio donde ponerlo, mientras Sue lo contemplaba desde el umbral como un conejo asustado. Me senté y eché un vistazo a la revista de Sue.

Derek dejó el impermeable en el suelo, junto a una silla, y también tomó asiento.

—Julie está arriba, con Tom —dijo Sue desde la cocina. La voz le temblaba como un flan.

—Esperaré aquí entonces —dijo Derek. Cruzó las piernas y se estiró los puños de la camisa para que sobresalieran en la medida justa. Yo hojeaba la revista sin enterarme de nada. Cuando Derek cogió la taza que le tendía Sue, dijo—: Gracias, Susan —con una voz divertida que la llevó a reírse como una tonta y a sentarse lo más lejos posible de él. Cuando removía el té, me miró con fijeza y dijo—: Hay aquí un olor extraño. ¿No lo notáis? —Negué con la cabeza, pero sentí que me ponía como un tomate. Tomó un sorbo sin dejar de mirarme. Alzó la cabeza y olisqueó ruidosamente—. No es muy fuerte —matizó—, pero sí muy raro.

Sue se levantó y se puso a hablar con rapidez. —Es el desagüe de la cocina. Se emboza muy a menudo, y en verano…, ya sabes… —Luego, tras una pausa, repitió—: Es el desagüe.

Mientras Sue hablaba, Derek asintió y me miró.

Sue volvió a su silla, y durante un buen rato ninguno de los tres despegó los labios.

No oímos que Julie entraba en la sala y, cuando habló, Derek dio un respingo.

—Qué silencioso está todo —dijo con dulzura. Derek se puso de pie, tieso como un soldado, y dijo con educación:

—Buenas tardes, Julie.

Sue emitió una risita. Julie llevaba la falda de terciopelo y se había recogido el pelo detrás con una cinta blanca.

—Hablábamos de los desagües —dijo Derek y con un leve y seco movimiento de la mano quiso conducirla a su silla. Pero Julie siguió andando y se sentó en el brazo de mi butaca.

—¿Los desagües? —dijo como para sí, aunque, aparentemente, sin querer saber más.

—¿Y qué tal estás, Julie? —preguntó Derek.

Sue volvió a soltar su risita y todos nos quedamos mirándola. Julie señaló el impermeable de Derek.

—¿Por qué no lo cuelgas antes de que te lo pisoteen?

Derek se puso el impermeable en el muslo y le dio unas palmaditas.

—Mi gatita bonita —dijo, pero nadie rió. Sue preguntó a Julie si Tom dormía ya.

—Como un tronco —dijo Julie.

Derek sacó el reloj y consultó la hora. Supimos en el acto lo que iba a decir.

—Un poco temprano, ¿no? Para Tom, digo.

Aquella vez, fue un ataque de risa lo que le entró a Sue. Se tapó la boca con las manos y se fue dando traspiés a la cocina. La oímos abrir la puerta y salir al jardín. Julie irradiaba serenidad.

—A decir verdad —dijo—, es un poco más tarde de lo habitual, ¿verdad, Jack?

Yo asentí, aunque no tenía ni idea de la hora que era. Julie me acarició el pelo.

—¿No lo ves cambiado? —le comentó a Derek.

—Más aseado y elegante —dijo éste en el acto. Y a mí—: Coqueteando ahora con las señoras, ¿eh?

Julie me puso una mano en la cabeza.

—Oh, no —dijo—, por aquí no tenemos a ninguna.

Derek se echó a reír y sacó el tabaco. Ofreció un cigarrillo a Julie, pero esta lo rechazó.

Yo estaba muy quieto porque no quería que ella apartase la mano. Al mismo tiempo me di cuenta de que yo estaba haciendo el ridículo delante de Derek. Éste se arrellanó en la silla y dio una calada al cigarrillo sin dejar de observarnos. Oímos que Sue abría la puerta trasera, pero se quedó en la cocina. De pronto, Derek esbozó una sonrisa, y me pregunté si Julie, detrás de mí, sonreiría también. Se pusieron de pie al mismo tiempo sin decir una palabra. Antes de apartar la mano de mi cabeza, Julie me dio un golpecito.

En cuanto subieron, entró Sue y se sentó en el borde del asiento de Derek. Se reía con nerviosismo. —Ya sé de dónde viene el olor —dijo.

—Yo no soy.

Me condujo a la cocina y abrió la puerta del sótano. Allí reinaba, naturalmente, el mismo olor, lo supe en el acto, pero recargado y mucho más penetrante. Entonces empecé a notarlo ajeno a mí. El olor tenía un no sé qué dulzón y, por encima, o alrededor del mismo, un efluvio más suave e insistente que era como un dedo gordo que se le metiese a uno en el fondo de la garganta. Subía de la oscuridad por los peldaños de cemento. Tuve que respirar por la boca.

—Vamos —dijo Sue—, baja. Ya sabes lo que es —y encendió la luz, y me empujó por los riñones.

—Sólo si vienes tú también —dije.

Se oían unos crujidos en alguna parte del pasillo que llevaba del pie de la escalera al cubículo del fondo. Sue retrocedió hasta la cocina y cogió una linterna de plástico, un juguete de Tom. Tenía forma de pez. La luz le salía por la boca y era muy débil.

—Hay luz de sobra —dije—. No nos hace falta. —Pero ella me clavaba la linterna en la espalda.

—Sigue, ya veremos —susurró.

Al pie de la escalera nos detuvimos para encender algunas bombillas. Sue se llevó un pañuelo a la nariz y yo me tapé la cara con el faldón de la camisa. La puerta del final del pasillo estaba entornada. De allí provenían los crujidos.

—Ratas —dijo Sue.

Cuando llegamos a la puerta, el cubículo quedó en completo silencio; me detuve.

—Abre —dijo Sue con la boca tapada con el pañuelo.

No me moví, pero la puerta empezó a abrirse sola.

Di un grito, retrocedí un paso y entonces vi que mi hermana empujaba con un pie junto a la bisagra. El baúl estaba como si lo hubieran apaleado. La parte central se había hinchado. La superficie del cemento estaba partida por una grieta de buen tamaño que en algunos puntos alcanzaba el centímetro de anchura. Sue quería que mirase por ella. Me puso la linterna en la mano, señaló y dijo algo que no alcancé a oír.

Mientras deslizaba el foco de luz por la grieta, recordé el episodio en que el comandante Hunt y su tripulación sobrevolaban la superficie de un planeta desconocido. Miles de kilómetros de desierto llano y calcinado, interrumpido sólo por grandes fallas producidas por los terremotos. Ni montes, ni árboles, ni casas, ni ríos. No soplaba el viento porque no había aire. Se alejaron hacia el espacio sin querer aterrizar y sin hablarse durante horas. Sue se destapó la boca y susurró con energía:

—¿A qué esperas?

Me incliné sobre la grieta en la parte más ancha y enfoqué con la linterna. Vi una superficie arrugada, gris y amarillenta. Bajo el borde había algo negro y raído. Mientras miraba, la superficie adquirió por un momento la forma de una cara, un ojo, parte de una nariz y una boca negra. La imagen se convirtió otra vez en una superficie arrugada. Pensé que iba a desplomarme y tendí la linterna a Sue. Pero la sensación se me pasó cuando la vi inclinarse sobre el baúl. Después regresamos al pasillo y cerramos la puerta a nuestras espaldas.

—¿Has visto? —dijo Sue—. La sábana está rota y debajo se le ve el camisón.

Nos sentimos muy nerviosos durante un rato, como si hubiéramos descubierto que nuestra madre, en realidad, estaba viva. La habíamos visto con el camisón, tal como era. Mientras subíamos la escalera, dije:

—No huele tan mal cuando se acostumbra uno.

Sue rió y sollozó a la vez, y entonces se le cayó la linterna. Volvimos a oír las ratas a nuestras espaldas. Sue tragó aire a grandes bocanadas y se agachó a recoger la linterna. Cuando se enderezó, dijo con voz uniforme:

—Tendremos que poner más cemento.

Nos topamos con Derek en lo alto de la escalera.

Detrás de su hombro distinguí a Julie en el centro de la cocina. Derek nos impedía salir del sótano. —Bueno, no sois muy listos en esto de guardar secretos —dijo en tono de confianza—. ¿Qué tenéis ahí abajo que huele tan bien?

Le apartamos de un empujón sin decir nada. Sue fue al fregadero y bebió agua en una taza de té. Cuando el líquido le corrió garganta abajo, hizo mucho ruido.

—No es asunto tuyo —dije.

Me volví hacia Julie con la esperanza de que ella supiera qué decir. Se acercó a Derek, en la puerta del sótano, y le tiró del brazo con dulzura.

—Hay que cerrar la puerta —dijo—, ese olor me saca de quicio.

Pero Derek se soltó el brazo y volvió a decir en plan amistoso:

—Aún no me habéis dicho de qué se trata. —Se pasó la mano por la parte de la manga por donde Julie había tirado y nos sonrió—. Soy muy curioso, ¿comprendéis?

Vimos que giraba en redondo y que bajaba las escaleras del sótano. Oímos que sus pasos se detenían al pie de la escalera y que, tras andar a tientas en busca del interruptor, continuaban hasta el cubículo del fondo. Entonces nos lanzamos tras él, primero Julie, luego Sue y luego yo.

Derek se sacó un pañuelo azul claro del bolsillo superior, lo sacudió y se lo puso, no sobre la cara, pero sí muy cerca. Yo estaba decidido a no taparme la boca y respiraba con rapidez entre los dientes. Derek dio un leve puntapié al baúl. Mis hermanas y yo formamos un estrecho cerco a su alrededor, como si fuera a celebrarse alguna ceremonia solemne. Derek siguió con el dedo la línea de la grieta y miró por ella.

—Sea lo que sea, está podrido.

—Es una perra muerta —dijo Julie de pronto y con toda sencillez—, la perra de Jack.

Derek esbozó una sonrisa bonachona.

—Prometiste que no lo dirías —dije.

Julie se encogió de hombros y prosiguió:

—Ya no tiene importancia —añadió. Derek estaba inclinado sobre el baúl. Julie siguió—: Es la idea que tiene él de… una tumba. La puso ahí cuando se murió y la cubrió de cemento.

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