En cuanto terminé el libro, lo llevé abajo para dárselo a Julie o a Sue. Quería que lo leyese alguien más. Encontré a Julie sola en la sala de estar, sentada en una butaca y con las piernas encogidas y los pies debajo de ella. Fumaba un cigarrillo y, cuando entré, echó la cabeza hacia atrás y lanzó al techo una bocanada de humo.
Julie se entretuvo un buen rato mirando la cubierta del libro y yo me quedé detrás de la butaca, mirándola también. El monstruo, que parecía un pulpo, atacaba una nave espacial. A lo lejos, la nave del comandante Hunt corría a rescatarla. Hasta ese momento no había mirado la cubierta con atención y entonces me pareció ridícula. Me avergoncé de ella, como si yo mismo la hubiera dibujado. Sujetándolo por un extremo, Julie me tendió el libro por encima del hombro.
—No es gran cosa la cubierta —dije—, pero el libro tiene algunos detalles buenos.
Julie negó con la cabeza y volvió a expulsar humo, esta vez en derredor.
—No es mi tipo de libro —dijo.
Puse el libro en la mesa, boca abajo, y me planté ante la butaca de Julie.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Cómo sabes de qué tipo es el libro?
Julie se encogió de hombros.
—En realidad, no tengo muchas ganas de leer.
—Las tendrías si empezaras leyendo éste.
Volví a coger el libro y lo observé. Yo no sabía por qué estaba tan deseoso de que alguien más lo leyera. De repente, Julie se incorporó y me quitó el libro de la mano.
—Está bien —dijo—, si lo quieres de verdad, lo leeré. —Hablaba como si se dirigiese a un niño a punto de llorar.
Yo estaba enfadado.
—No lo leas sólo por complacerme —dije, y quise quitárselo.
Julie puso el libro fuera de mi alcance.
—Oh, no —dijo con una sonrisa—, por supuesto que no. —La cogí de la muñeca y se la retorcí. Ella cambió el libro de mano y se lo puso detrás de la espalda—. Me haces daño.
—Devuélvemelo —dije—, no es del tipo de libros que tú lees.
La empujé de lado y el libro quedó a la vista. Me dejó cogerlo sin más forcejeos y me lo llevé a la otra punta de la sala. Julie me miraba y se frotaba la muñeca. —¿Qué te ocurre? —dijo casi murmurando—. Deberían encerrarte.
Hice caso omiso y me senté.
Durante un buen rato estuvimos en silencio, cada uno sentado en un extremo de la sala.
Julie encendió otro cigarrillo y yo leí por encima algunas páginas del libro. Recorría las líneas con los ojos, pero no me enteraba de nada. Quería decir algo que me reconciliara con Julie antes de irme de la sala. Pero era incapaz de pensar en nada que no sonara ridículo. Además, me dije, ella se lo había buscado. La víspera yo le había dado a Tom un capirotazo en la cabeza y le había hecho llorar. Estaba armando jaleo ante la puerta de mi cuarto y me había despertado. Se quedó en el suelo cogiéndose la cabeza y gritando tan alto que Sue salió corriendo de su dormitorio.
—Ha sido culpa suya —dije—, por hacer ruido tan temprano.
Sue acariciaba a Tom en la cabeza.
—¡Tan temprano! —gritó ella por encima de los gritos de Tom—. Es casi la una de la tarde.
—Bueno, sigue siendo temprano para mí —exclamé, y me volví a la cama.
Por lo que a mí respectaba, levantarse carecía de objeto. No había nada particularmente interesante para comer en la cocina y yo era el único que no tenía nada que hacer. Tom estaba todo el día fuera, jugando; Sue se encerraba en su cuarto para leer libros y escribir en su cuaderno, y Julie salía con quien le había regalado las botas. Cuando no estaba fuera, estaba acicalándose para salir. Se daba baños larguísimos que llenaban la casa de un aroma dulzón, más fuerte que el olor de la cocina. Se pasaba el día lavándose la cabeza, cepillándose el pelo y maquillándose los ojos. Se ponía ropa que nunca le había visto, una blusa de seda y una falda marrón de terciopelo. Yo me despertaba casi a mediodía, me masturbaba y volvía a dormirme. Tenía sueños, no exactamente pesadillas, pero sí malos sueños, de los que me esforzaba por despertar. Me gasté las dos libras en el
Fish and Chips
y, cuando pedí más a Julie, me dio un billete de cinco sin decir una palabra. Durante el día escuchaba la radio. Pensaba en volver al colegio cuando terminase el verano y pensaba en conseguir un empleo. No me seducía ninguna de las dos cosas. Algunas tardes me quedaba dormido en la butaca, aunque hacía sólo dos horas que me había levantado. Me miraba en el espejo y observaba que los granos se me estaban extendiendo a ambos lados del cuello. Me pregunté si acabarían por cubrirme todo el cuerpo; no me importaba gran cosa que así fuera.
Por fin, Julie carraspeó y dijo:
—¿Y bien? —Posé la mirada más allá de su espalda, hacia la puerta de la cocina.
—Vamos a limpiar la cocina —dije de pronto. Era exactamente lo que había que decir.
Julie se levantó al instante e imitó una escena de película de gángsteres, con la colilla colgando de la comisura de la boca.
—Tú lo has dicho, hermano, tú lo has dicho —me tendió la mano y me ayudó a levantarme.
—Voy a buscar a Sue —dije, pero Julie negó con la cabeza. Con una ametralladora imaginaria, que se apoyaba en la cintura, entró de un salto en la cocina y lo destrozó todo a tiros: los platos cubiertos de moho, las moscas, los moscardones, el enorme montón de basura que se había desmoronado y esparcido por el suelo. Lo tiroteó todo con los mismos ruidos secos, producidos en el fondo de la garganta, que Tom emitía cuando jugaba a pistoleros. Yo no estaba muy lejos y me preguntaba si intervendría en el juego. Julie giró en redondo y me llenó las tripas de proyectiles. Me desplomé en el suelo, a sus pies, con la nariz a unos centímetros de un envoltorio de mantequilla. Julie me cogió del pelo y me echó atrás la cabeza. Cambió la ametralladora por un cuchillo y, mientras me lo apretaba contra la garganta, dijo:
—Un solo movimiento y te lo clavo aquí. —Luego, se arrodilló y me apretó junto a la ingle con el puño—. O aquí —susurró con aire dramático, y ambos nos echamos a reír.
El juego de Julie terminó de súbito. Nos pusimos a barrer la basura y a meterla en cajas de cartón, que llevamos a los cubos de la basura de la calle. Sue nos oyó y vino a ayudamos.
Desembozamos los desagües, limpiamos las paredes y barrimos el suelo. Mientras Sue y yo fregábamos los platos, Julie salió a comprar algo para comer. Terminamos cuando ya volvía y nos pusimos a trocear verdura para preparar un abundante estofado. Una vez que lo pusimos a cocer, Julie y Sue ordenaron la sala de estar y yo fui a limpiar las ventanas por fuera. Vi a mis hermanas, distorsionadas por la capa de agua, trasladando todos los muebles al centro de la estancia y, por primera vez al cabo de varias, semanas me sentí contento. Me sentí seguro, como si perteneciera a un ejército poderoso y secreto. Bregamos durante más de cuatro horas, haciendo una cosa tras otra, y apenas fui consciente de que existía.
Llevé algunas esterillas y una alfombra pequeña al jardín y les sacudí el polvo con un palo. Estaba absorto en esto cuando oí un ruido a mis espaldas y me volví. Eran Tom y su amigo del bloque de pisos. Tom llevaba el uniforme escolar de Sue y las rodillas le sangraban a causa de una caída. Últimamente solía jugar en la calle vestido con la falda de Sue. Ningún chico se metía con él, como yo había creído. Ni siquiera parecían darse cuenta. Yo no alcanzaba a entenderlo. A mí no me habrían visto ni borracho con la falda de mi hermana, ni a la edad de Tom ni a ninguna otra. Iba cogido de la mano de su amigo, y yo seguí con lo mío. El amigo de Tom llevaba al cuello una bufanda cuyo dibujo me sonaba de algo. Sostenían una breve charla que no podía oír por el ruido que hacía. Entonces Tom preguntó en voz alta:
—¿Para qué haces eso?
Se lo dije y pregunté a mi vez: —¿Por qué vas con faldas?
Tom no replicó. Sacudí la alfombra un poco más, volví a detenerme y dije al amigo de Tom:
—¿Por qué va Tom con faldas?
—Porque estamos jugando —contestó.
—Tom hace de Julie.
—¿Y quién eres tú? —dije.
El chico no contestó. Alcé el palo y, cuando ya lo dejaba caer, Tom dijo:
—Juega a ser tú.
—¿Te refieres a mí? —Los dos asintieron. Tiré el palo y retiré las esterillas de la cuerda de tender. Añadí—: ¿Qué hacéis en el juego?
El amigo de Tom se encogió de hombros.
—Poca cosa.
—¿Os peleáis? —Quise incluir a Tom en la pregunta, pero se había puesto a mirar en otra dirección. El otro negó con la cabeza. Amontoné las esterillas y la alfombra—. ¿Sois amigos en el juego? ¿Os cogéis de la mano? —Se soltaron la mano y se echaron a reír.
Tom me siguió cuando entré en casa, pero el amigo se quedó ante la puerta de la cocina.
—Me voy a mi casa —gritó a Tom, aunque con inflexión interrogativa. Tom asintió sin volverse.
En la mesa de la salita había cuatro bandejas y, a cada lado de las cuatro, había un tenedor y un cuchillo. En el centro de la mesa había un frasco de salsa de tomate y una huevera llena de sal. Había una silla ante cada bandeja. Como si fuéramos una familia de verdad, pensé. Tom subió a ver a Julie, y Sue y yo anduvimos de un lado para otro, de la cocina a la salita, como el comandante Hunt cuando inspeccionaba el comedor. Por dos veces me agaché y recogí un poco de pelusa de la alfombra. De un gancho de la puerta que daba al sótano, colgaba una bolsa de la compra hecha de cuerdas de colores chillones. En el fondo de la bolsa había dos manzanas y dos naranjas. Empujé la bolsa con el dedo y la hice oscilar como un péndulo. Se movía mejor en un sentido que en otro, y tardé un rato en descubrir que era a causa de la forma de las asas de la bolsa. Sin detenerme a pensar, abrí la puerta del sótano, encendí la luz y corrí escaleras abajo.
La pala estaba en el centro de una gran mancha redonda de cemento seco. Me recordó la manecilla de las horas de un gran reloj estropeado. Intenté acordarme de quién la había utilizado por última vez, pero el orden de los hechos no lo tenía muy claro. La agarré y la apoyé en la pared. La tapa del baúl estaba abierta, tal como la habíamos dejado. De aquello podía acordarme. Pasé la mano por el cemento que llenaba el baúl. Era de un gris muy claro y de tacto cálido. La mano se me llenó de una fina película de polvo. Observé que una resquebrajadura fina como un cabello, que se bifurcaba en un extremo, recorría la superficie en diagonal. Me arrodillé, acerqué la nariz y olisqueé. Noté un claro olor dulzón, pero, cuando me incorporé, me di cuenta de que lo que olía era el estofado de la cocina. Me senté en un taburete junto al baúl y pensé en mi madre. Me esforcé por dibujar su cara en mi imaginación. Recordaba el perfil ovalado de un rostro, pero los rasgos interiores no acababan de perfilarse o se confundían entre sí, y el óvalo se trocaba en una bombilla. Cuando cerraba los ojos, veía realmente una bombilla. En cierto momento, muy breve, apareció la cara de mi madre enmarcada por el óvalo y sonriendo de manera forzada, tal como solía hacerlo cuando iban a fotografiarla. Compuse algunas frases y me esforcé por que las dijera.
Pero no imaginaba nada que ella pudiera decir. Las cosas más sencillas como
Alcánzame ese libro
o
Buenas noches
no se parecían a las cosas que ella decía. ¿Tenía la voz grave o aguda? ¿Había contado un chiste alguna vez? Había muerto hacía menos de un mes y estaba en el baúl que tenía a mis espaldas. Ni siquiera esto era seguro. Tenía ganas de desenterrarla para comprobarlo.
Pasé la uña por la estrecha grieta. En aquel instante no tenía nada claro por qué la habíamos puesto en el baúl y no en otro sitio. En su momento había sido evidente: para mantener unida a la familia. ¿Era éste un motivo satisfactorio? Más interesante habría sido que nos separáramos. Tampoco sabía yo dilucidar si lo que habíamos hecho era algo normal, comprensible, aun tratándose de un error, o bien algo tan insólito que, de descubrirse alguna vez, ocuparía la primera plana de todos los periódicos del país. O ni siquiera eso, sino más bien como esas noticias que salen en la página más escondida del periódico local, que uno las lee y en las que no vuelve a pensar. Al igual que la imagen del rostro de mi madre, todos mis pensamientos se disolvieron hasta desaparecer.
La imposibilidad de saber o intuir nada seguro me impelía poderosamente a masturbarme. Me llevé las manos a la bragueta y, cuando posé los ojos en la entrepierna, vi algo rojo. Me levanté de un salto, lleno de confusión. La banqueta en que me había sentado era de un rojo encendido. La había pintado mi padre hacía tiempo y pertenecía al cuarto de baño de la planta baja. Julie y Sue la habían bajado sin duda para sentarse junto al baúl.
Pero, en vez de resultar ésta una idea tranquilizadora, me asustó. Apenas hablábamos de mamá. Era el secreto privado de todos. Hasta Tom la mencionaba muy de tarde en tarde y ya sólo lloraba por ella ocasionalmente. Busqué por todo el sótano otras señales, pero no encontré nada. Me fui y, mientras subía las escaleras, vi que Sue estaba en lo alto de las mismas.
—Se me ocurrió que estarías abajo —dijo cuando llegué a su altura.
Llevaba una bandeja en la mano. —¿Has visto? Hay una grieta —comenté.
—Se está haciendo cada vez más grande —dijo con precipitación—. Pero ¿sabes una cosa? —Me encogí de hombros. Me enseñó la bandeja—. Va a venir alguien a tomar el té.
La hice a un lado para entrar en la cocina, pero allí no había nadie. Sue apagó la luz del sótano y cerró la puerta.
—¿Quién?
Pude ver entonces que Sue estaba muy nerviosa.
—Derek —contestó—. El chico de Julie.
Vi que en la sala ponía un servicio de más. Me llevó al pie de la escalera, señaló hacia arriba y susurró:
—Escucha.
Oí la voz de Julie y luego, en son de respuesta, una voz masculina.
De repente, hablaron los dos a la vez y rompieron a reír.
—¿Y qué? —dije a Sue—. Cojonudo.
El corazón me latía a toda velocidad. Me dejé caer en la butaca y me puse a silbar. Sue volvió, se sentó también y se secó un sudor imaginario de la frente.
—Es una suerte que hayamos limpiado, ¿no? —Seguí silbando, eligiendo las notas al azar, con un poco de miedo, y sólo de manera paulatina las notas acabaron por conformar una melodía.
Llegó Tom del piso superior con algo parecido a un gato grande en los brazos. Era su peluca. Se la tendió a Sue y le pidió que se la pusiera. Ella lo mantuvo a distancia y señaló las rodillas y las manos del muchacho. No permitiría que llevara la peluca sin haberse lavado antes. Mientras Tom estaba en el cuarto de baño, pregunté: