Jardín de cemento (7 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Jardín de cemento
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Las cortinas no estaban corridas, según me dijo Julie más tarde, para
evitar sospechas
. La habitación estaba llena de sol. Mamá yacía sobre los almohadones, con las manos bajo la sábana. Habría podido estar medio dormida, pues no tenía los ojos abiertos y fijos como los muertos de las películas, ni del todo cerrados. En el suelo, junto al lecho, estaban las revistas y los libros, y en la mesita de noche había un despertador que andaba todavía, un vaso de agua y una naranja. Mientras Sue y yo mirábamos desde los pies de la cama, Julie tomó la sábana y quiso cubrir la cabeza de mamá. Como ésta estaba medio incorporada, la sábana no daba de sí. Julie tiró con más fuerza, la sábana se soltó y pudo cubrirle la cabeza. Los pies de mamá quedaron al descubierto, sobresalían de la manta, lívidos, con un hueco entre cada dedo. Sue y yo volvimos a reír con nerviosismo. Julie echó la manta sobre los pies, y la cabeza de mamá volvió a quedar al aire como una estatua que se descubre.

Sue y yo reíamos sin poder dominarnos. Julie también reía; con los dientes apretados, sufría sacudidas en todo el cuerpo. La ropa de la cama quedó por fin en su sitio, y Julie vino a reunirse con nosotros a los pies de la cama. El perfil de la cabeza y los hombros de mamá se veían a través de la blanca sábana.

—Está ridícula —se quejó Sue.

—No, no lo está —dijo Julie enfadada. Sue se inclinó, tiró de la sábana, descubrió la cabeza de mamá, y casi simultáneamente Julie le dio con fuerza en el brazo y exclamó—: No toques nada.

Se abrió la puerta y Tom entró en el cuarto, jadeando porque venía de jugar en la calle.

En cuanto Julie y yo le detuvimos, dijo:

—Quiero ir con mamá.

—Está durmiendo —susurramos—, anda, míralo tú mismo.

Tom forcejeaba para desasirse.

—¿Por qué gritáis, entonces? No está durmiendo, ¿verdad que no, mamá?

—Está muy dormida —dijo Sue.

Por un momento pareció que, por medio del sueño, de un sueño muy profundo, podíamos iniciar a Tom en el concepto de la muerte. Pero no sabíamos más que él al respecto, e intuyó que algo andaba mal.

—¡Mamá! —gritó y quiso abrirse paso hasta la cama. Yo le sujetaba de las muñecas.

—No puedes —dije.

Tom me dio un puntapié en la espinilla, se soltó y sorteó a Julie hasta la cabecera de la cama. Mientras se apoyaba con una mano en el hombro de mamá, Tom se quitó los zapatos y nos miró con aire de triunfo. Escenas como aquélla habían ocurrido antes y más de una vez se había salido con la suya. Pero en esta ocasión yo estaba decidido a que lo descubriera solo, quería ver qué ocurría. Pero, en cuanto Tom apartó las sábanas para instalarse junto a su madre, Julie dio un salto y sujetó a Tom por un brazo.

—Vamos —dijo con dulzura, y tiró de él.

—No, no… —se quejaba Tom, como siempre, y con la mano libre agarró la manga del camisón de mamá.

Mientras Julie tiraba, mamá se ladeó de un modo espantoso e inexpresivo, la cabeza dio contra la mesita de noche, y el reloj y el vaso de agua cayeron al suelo. La cabeza quedó encajada entre la cama y la mesita, y una mano se hizo visible junto a la almohada. Tom se quedó mudo e inmóvil, casi rígido, y se dejó conducir por Julie como un ciego. Sue se había ido ya, aunque no me había dado cuenta de su marcha. Estuve un momento sin saber qué hacer, preguntándome si enderezar el cadáver. Di un paso hacia éste, pero no pude soportar la idea de tocarlo. Salí corriendo del cuarto, cerré de un portazo, eché la llave y me la guardé en el bolsillo.

Esa tarde, Tom lloró hasta que se quedó dormido en el sofá de la planta baja. Lo cubrimos con una toalla de baño porque nadie quiso subir solo a coger una manta. El anochecer lo pasamos en la sala de estar sin hablar mucho. Sue se echó a llorar un par de veces, aunque se le pasó pronto, como si fuera demasiado esfuerzo para ella.

—Seguramente se murió mientras dormía —dijo Julie, y Sue y yo asentimos.

—Sin sentirlo —añadió Sue al cabo de un par de minutos, y Julie y yo convinimos en ello con un murmullo. Hubo una larga pausa.

—¿Tenéis hambre? —pregunté.

Mis hermanas negaron con la cabeza. Yo tenía un hambre canina, pero no quería comer solo. No quería hacer nada solo. Cuando al final estuvieron de acuerdo en tomar algo, llevé pan, mantequilla, mermelada Y una botella de leche. Mientras comíamos Y bebíamos, la conversación se fue animando. Julie nos dijo que lo
supo
por primera vez dos semanas antes de mi cumpleaños.

—Cuando hiciste el pino —dije.

—Y tú cantaste
Mangasverdes
—dijo Sue—. Pero ¿qué hice yo? —No podíamos acordarnos de lo que había hecho Sue, que siguió diciendo—: Sé que hice algo —hasta que le dijimos que se callase.

Poco después de medianoche subimos juntos, manteniéndonos muy juntos en las escaleras. Julie iba delante y yo llevaba a Tom en brazos. Nos detuvimos en el primer rellano y nos apelotonamos antes de pasar ante la puerta de mamá. Me pareció oír el tictac del despertador. Me alegré de que la puerta estuviera cerrada con llave. Instalamos a Tom en su cama sin despertarle. Mis hermanas habían acordado, sin decirlo siquiera, que dormirían en la misma cama.

Yo me fui a la mía y me quedé boca arriba, en tensión, sacudiendo la cabeza con fuerza cada vez que me venía un pensamiento o una imagen que quería eludir. Al cabo de media hora, fui al dormitorio de Tom y me lo llevé a mi cama. Observé que aún había luz en el cuarto de Julie. Pasé los brazos alrededor de mi hermano y me quedé dormido.

Al atardecer del día siguiente, dijo Sue:

—¿No creéis que deberíamos decírselo a alguien?

Estábamos sentados alrededor del parterre alpino. Habíamos pasado todo el día en el jardín porque hacía calor y porque nos asustaba la casa, cuyas pequeñas ventanas no sugerían ya concentración, sino sueño profundo. Por la mañana había habido una trifulca por el bikini de Julie. Sue pensaba que no estaba bien que lo llevase. Yo dije que no tenía importancia. Sue dijo que, si Julie se ponía el bikini, era porque mamá no le importaba. Tom se echó a llorar y Julie entró en la casa para quitarse el bikini. Yo pasé el día hojeando un montón de tebeos viejos, algunos de ellos de Tom. En el fondo de la cabeza tenía la sensación de que esperábamos un acontecimiento horrible y entonces recordé que ya había ocurrido. Sue repasó sus libros y de vez en cuando se echaba a llorar en silencio. Julie se instaló en el parterre alpino, agitando guijarros entre las manos, echándolos al aire y recogiéndolos. Estaba picada con Tom, que tan pronto gimoteaba para llamar la atención como se iba a jugar como si nada hubiera pasado.

En cierto momento quiso cogerse de la rodilla de Julie y, mientras ella se desasía, oí que le decía:

—Largo. Por favor —insistió—, lárgate. —Luego le leí un tebeo.

Cuando Sue formuló la pregunta, Julie alzó los ojos un momento y desvió la mirada.

—Si se lo decimos a alguien… —dije, y esperé.

—Tenemos que decírselo a alguien —dijo Sue—, para que haya un entierro.

Miré a Julie. Ella tenía la vista clavada más allá de la valla del jardín, en los bloques de pisos, al otro lado de los descampados.

—Si lo decimos —volví a empezar—, vendrán y nos encerrarán en un orfanato o algo por el estilo. Intentarán que Tom sea adoptado y lo conseguirán. —Enmudecí.

Sue estaba aterrada.

—No pueden hacerlo —dijo.

—La casa se quedará vacía —proseguí—, entrarán a saco y no dejarán nada.

—Pero si no se lo decimos a nadie —dijo Sue con un gesto vago hacia la casa—, ¿qué hacemos entonces?

Volví a mirar a Julie y dije en voz más alta: —Los críos vendrán y lo romperán todo. —Julie tiró los guijarros por encima de la valla.

—Si la dejamos en el dormitorio —razonó—, empezará a oler mal.

—No digas una cosa tan fea —dijo Sue casi gritando.

—Tú quieres —dije a Julie— que no se lo digamos a nadie.

Julie se alejó hacia la casa sin replicar. La vi entrar en la cocina y meter la cara en el fregadero para mojársela. Mantuvo la cabeza bajo el grifo del agua fría hasta que el pelo se le empapó; luego lo escurrió y se lo apartó de la cara. Al volver donde nosotros, le corrían gotas de agua por los hombros. Se sentó en el parterre alpino y dijo:

—Si no decimos nada a nadie, tendremos que hacer algo, y rápido.

Sue estaba a punto de llorar.

—Pero ¿qué podemos hacer? —se quejó ésta.

Julie quería animamos un poco. Dijo con mucha calma:

—Enterrarla, naturalmente. —A pesar de que sólo había dicho dos palabras, la voz le tembló.

—Sí —dije, estremeciéndome de horror—, podemos hacer un entierro privado, Sue.

Mi hermana menor lloraba ya de manera ininterrumpida, y Julie le pasó el brazo por el hombro. Me miró displicente por encima de la cabeza de Sue. De pronto, me sentí irritado con las dos. Me levanté y fui a la parte delantera de la casa para ver qué hacía Tom.

Estaba sentado con otro chico en el montón de arena que había junto a la entrada. Estaban abriendo un complejo sistema de túneles del tamaño de un puño. —Dice… —soltó el amigo de Tom con aire de burla, mirándome como un bizco—, dice…, dice que su mamá se ha muerto y no es verdad.

—Es verdad —le dije—. También es mi mamá y se acaba de morir.

—¿Lo ves? Ya te lo dije, ¿lo ves? —Tom hizo una mueca de desprecio y hundió las manos en la arena hasta las muñecas.

El amigo reflexionó un momento. —Bueno, pero mi mamá no está muerta.

—Me importa un rábano —dijo Tom, siguiendo con el túnel.

—Mi mamá no está muerta —repitió el chico mirándome.

—¿Y qué? —dije.

—Pues que no está muerta —gritó el chico—. Que no lo está.

Suavicé mi expresión y me arrodillé junto a ellos.

Posé una mano amistosa en el hombro del amigo de Tom.

—Tengo que decirte una cosa —le comenté con serenidad—. Acabo de venir de tu casa. Tu padre me lo ha dicho. Tu madre se ha muerto. Salió a buscarte y la atropelló un coche.

—¡Ja, ja, ja! Tu madre se ha muerto —graznó Tom.

—No se ha muerto —dijo el chico para sí.

—Te digo que sí —le susurré—. Vengo ahora mismo de tú casa. Tu padre está muy trastornado y muy enfadado contigo. Tu mamá echó a correr porque te buscaba. —El chico se puso de pie. Estaba pálido—. Yo, de ti, no iría a casa —proseguí—, tu padre te estará buscando.

El chico echó a correr por el sendero del jardín, directo hacia la puerta de la casa. Entonces cayó en la cuenta de su error, dio media vuelta y corrió en sentido contrario.

Cuando pasó por nuestro lado, ya lloraba a mares.

—¿Adónde vas? —gritó Tom, pero su amigo dijo que no con la cabeza y siguió corriendo.

En cuanto se hizo de noche y todos estuvimos dentro de la casa, Tom volvió a tener miedo y a sentirse triste. Chilló cuando quisimos llevarlo a la cama, de modo que le dejamos levantado y esperamos a que se durmiera en el sofá. Gemía y lloraba por la cosa más nimia y fue imposible hablar de lo que íbamos a hacer. Acabamos hablando junto a él, dando gritos por encima de su cabeza. Mientras Tom chillaba y pataleaba, porque no quedaba zumo de naranja, y Sue intentaba tranquilizarle, yo me dirigí rápidamente a Julie.

—¿Dónde la ponemos?

Me contestó no sé qué, que se perdió entre los gritos de Tom.

—En el jardín, debajo del parterre alpino —repitió. Luego, Tom se puso a llorar exclusivamente por nuestra madre y, mientras yo procuraba calmarle, vi que Julie decía algo a Sue, que asentía y se frotaba los ojos. Mientras yo intentaba distraer a Tom hablándole de los túneles que había hecho en la arena, tuve una súbita idea. Perdí el hilo de lo que estaba diciendo, y Tom se puso a gritar otra vez. No se durmió hasta pasada la medianoche, y sólo entonces pude decirles a mis hermanas que, en mi opinión, el jardín no era un buen sitio. Tendríamos que cavar mucho y tardaríamos demasiado tiempo.

Si lo hacíamos de día, podrían vernos y, si lo hacíamos de noche, necesitaríamos linternas. Podrían vernos desde las colmenas vecinas.

¿Y qué haríamos para mantener a Tom alejado? Hice una pausa con efecto teatral. A pesar de todo, me sentía contento. Siempre había admirado a los distinguidos criminales de las películas que planeaban el asesinato perfecto con elegante indiferencia. Mientras hablaba, rocé la llave del bolsillo, y el estómago me dio un vuelco. Proseguí con confianza:

—Y, por supuesto, si alguien viene a buscar, lo primero que haría es cavar en el jardín. Este tipo de cosas se ve todos los días en los periódicos.

Julie me observaba con atención. Pareció tomarme en serio y, cuando terminé, dijo:

—Entonces…

Dejamos a Sue con Tom en la cocina. Sue no estaba ni indignada ni horrorizada con mi idea. Se sentía demasiado desdichada para preocuparse y cabeceaba lentamente como una dama anciana y triste. Fuera, la luna nos iluminaba lo suficiente para encontrar la carretilla y una pala. La llevamos al jardín delantero y la cargamos de arena. Echamos seis cargas por la trampilla del carbón y luego discutimos a propósito del agua fuera de la cocina. Yo dije que teníamos que bajada en cubos. Julie dijo que en el sótano había un grifo. Por fin encontramos éste en el cubículo de la ropa y los juguetes viejos. A oscuras como estábamos, me sentí autorizado a preparar yo la mezcla, pero Julie tenía la pala y ya había formado un montón de arena.

Abrió un saco de cemento y esperó a que yo llevase el agua. Julie trabajaba con rapidez, revolviendo y dando vueltas al montón hasta que se formó una masa compacta y grisácea. Levanté la tapa del gran baúl de hojalata y Julie fue echando el cemento a paletadas. La argamasa no tardó en alcanzar una altura de varios centímetros en el fondo del baúl. Acordamos preparar más, y aquella vez yo hice la mezcla y Julie trajo el agua. Mientras trabajaba, ni siquiera se me ocurrió pensar en la finalidad precisa de lo que hacíamos. No había nada raro en mezclar cemento. Cuando el segundo montón de argamasa estuvo en el baúl, hacía ya tres horas que trabajábamos. Fuimos arriba, a la cocina, a beber un poco de agua. Sue dormía en una butaca y Tom estaba boca abajo en el sofá. Tapamos a Sue con un abrigo y volvimos al sótano. El baúl estaba ya medio lleno. Observamos que, antes de bajarla, tendríamos que tener listo un buen montón de cemento. Nos costó lo suyo prepararlo. Se nos acabó la arena y, como no había más que una pala, tuvimos que salir los dos al jardín. El cielo clareaba por el este. Hicimos cinco viajes con la carretilla. Pregunté en voz alta qué diríamos a Tom cuando saliera por la mañana y viera que la arena había desaparecido. Julie dijo, imitándole:

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