Cuando terminamos, retrocedimos unos pasos, como hacen los trabajadores, para contemplar la faena. Mi padre apoyó una mano en la pared, resollando con fatiga. Intencionadamente, yo respiraba con el mayor silencio, por la nariz, aunque estuve a punto de desmayarme. Puse los brazos en jarras, con indiferencia.
—¿Para qué quieres todo esto? —me pareció que ya tenía derecho a preguntar.
Mi padre perseguía las palabras entre resuellos.
—Para… el jardín.
Esperaba que me diera más información, pero al poco se dio la vuelta para marcharse. En la puerta agarró a Tom por el brazo.
—Mira cómo tienes las manos —le riñó, sin percatarse del estropicio que su propia mano hacía en la camisa de Tom—. Vamos, arrea para arriba.
Yo me quedé un momento en el sótano y después empecé a apagar las luces. Al oír los chasquidos, o eso me pareció, mi padre se detuvo al pie de la escalera y me recordó con severidad que apagara todas las luces antes de subir.
—Ya estoy apagándolas —dije con irritación. Pero él ya subía los peldaños entre ruidosas toses.
Más que cultivado, papá había construido el jardín, según los planos que a veces extendía sobre la mesa de la cocina, al anochecer, mientras nosotros mirábamos por encima de su hombro. Había senderos de losas estrechas que trazaban curvas complicadas para ver canteros de flores, separados apenas por unos metros. Una vereda daba vueltas alrededor de un parterre con vegetación de estilo alpestre, imitando un puerto de montaña. Se quedó estupefacto la vez en que vio a Tom recorrer en línea recta el lateral del parterre, sirviéndose de la vereda que subía en espiral como de un corto tramo de peldaños.
—Anda como es debido —le gritó desde la ventana de la cocina.
A medio metro del suelo, sobre un lecho de piedras, había un cuadrado de césped del tamaño de una mesa para jugar a las cartas. Alrededor del césped quedaba el espacio justo para una fila de caléndulas. Sólo él llamaba a aquello jardín colgante. En el centro exacto del jardín colgante se alzaba una estatua de yeso que representaba a Pan bailando. Esparcidos por todo el jardín había cortos tramos de escalones que bajaban bruscamente y, acto seguido, subían. Había un estanque con el fondo de plástico azul. Cierto día trajo dos carpas doradas en una bolsa de plástico. Los pájaros se las comieron antes de ponerse el sol. Las veredas eran tan estrechas que uno podía perder el equilibrio y caerse en los canteros de flores. Seleccionaba las flores pensando en la limpieza y la simetría del jardín. Le gustaban sobre todo los tulipanes, y los cultivaba aparte. No le gustaban los arbustos, la hiedra ni las rosas. Nunca habría tenido ninguna planta trepadora. A ambos lados de nuestra casa, las viviendas habían desaparecido y en verano los solares se llenaban de malas hierbas con sus flores silvestres. Antes de sufrir el primer ataque cardiaco, había querido levantar un muro que rodease su mundo particular.
En la familia había unas cuantas bromas que mi padre había iniciado y que se encargaba de que no cayeran en el olvido. Sobre Sue, porque casi no se le veían las cejas y las pestañas; sobre Julie, porque quería ser una deportista célebre; sobre Tom, porque a veces se meaba en la cama; sobre mamá, porque estaba pez en aritmética, y sobre mí, porque por entonces empezaban a salirme granos. Una vez, mientras cenábamos, le pasé una bandeja de comida y él comentó que no le gustaba que su comida estuviese demasiado cerca de mi cara. Las carcajadas fueron inmediatas y rituales. Dado que estos chistecitos los orquestaba papá, ninguno valía contra él. Aquella noche, Julie y yo nos encerramos en el cuarto de ésta y llenamos páginas de bromas tan violentas como forzadas. Todo cuanto pensábamos nos parecía gracioso. Y, por la risa, nos caíamos al suelo, sujetándonos la barriga, retorciéndonos de placer. Fuera, Tom y Sue golpeaban la puerta pidiendo que les dejáramos entrar. Nuestras mejores bromas eran, según pensábamos, las de preguntas y respuestas. Algunas aludían al estreñimiento de papá. Pero conocíamos el blanco verdadero. Seleccionamos las mejores, las pulimos y las ensayamos un poco; luego, esperamos un par de días. Estábamos cenando y dio la casualidad de que nos salió con otra cuchufleta a propósito de mis granujos. Aguardamos a que Tom y Sue terminaran de reír. El corazón me latía tan fuerte que era difícil que nuestra interpretación pareciera incidental y espontánea.
—Hoy —dije— he visto una cosa en el jardín que me ha causado una gran impresión.
—¡Oh! —dijo Julie—. ¿Qué era?
—Una flor.
Al parecer, nadie nos oyó. Tom hablaba consigo mismo, mamá se servía un poco de leche en la taza y papá seguía untando mantequilla, con mucha atención, en la rebanada de pan que tenía ante sí. Allí donde la mantequilla rebasaba el borde, la hacía retroceder con un rápido y deslizante movimiento del cuchillo. Pensé que quizá debíamos repetir la broma en voz más alta y observé a Julie. Pero no me devolvió la mirada. Papá apuró el pan y salió de la habitación.
—Ha sido más bien innecesario —dijo mamá.
—¿El qué? —pregunté, pero no me dijo nada más.
Sobre papá no se hacían chistes porque no eran divertidos. Se ponía de mal humor. Me sentí culpable, cuando lo que quería era pasármelo bien. Traté de convencer a Julie de nuestra victoria para que ella, a su vez, me convenciera a mí. Hicimos que Sue subiera aquella noche y se echara entre nosotros, pero el juego no nos deparó diversión alguna. Sue acabó por aburrirse y se fue. Julie quería disculparse, arreglarlo como fuera. Yo no podía ni pensar en ello, pero cuando, dos días después, mi padre me dirigió la palabra por primera vez, me sentí muy aliviado. El jardín dejó de mencionarse durante un buen tiempo y, cuando cubría la mesa de la cocina con sus planos, estaba él solo para mirarlos. Después del primer ataque al corazón, dejó de trabajar en el jardín. Las malas hierbas se abrieron paso entre las ranuras de las piedras, un trozo del parterre alpino se vino abajo y el pequeño estanque se secó. El Pan danzarín se cayó de lado, se rompió en dos y nadie dijo nada. La posibilidad de que Julie y yo fuéramos responsables de aquella catástrofe me llenaba de terror y de placer.
Poco después del cemento, llegó la arena. Un montón amarillo claro llenaba un rincón del jardín delantero. Se hizo patente, por mediación de mi madre, que el plan consistía en rodear la casa, por delante y por detrás, con una explanada uniforme de cemento. Mi padre lo confirmó una tarde.
—Será más limpio —dijo—. Ya no soy capaz de cuidar el jardín —se dio en la parte izquierda del pecho con la pipa— y ya no habrá más porquería en los suelos impecables de vuestra madre.
Estaba tan convencido de lo sensato de sus ocurrencias que, más por confusión que por miedo, nadie se opuso al plan. En realidad, me seducía la idea de que una gran calzada de cemento rodeara la casa. Se podría jugar al fútbol. Ya veía aterrizar helicópteros allí. Sobre todo, la idea de preparar el cemento y extenderlo por el jardín me fascinaba. Mi emoción aumentó cuando mi padre habló de alquilar una hormigonera.
Mi madre debió de decirle algo al respecto, porque, un sábado de junio por la mañana, nos pusimos a trabajar con un par de palas. Abrimos uno de los sacos del sótano y llenamos un cubo de zinc con polvo fino y grisáceo. Luego mi padre salió para recoger el cubo, que yo le alargué por la trampilla del carbón. Cuando se inclinó hacia delante, quedó perfilado sobre el cielo blanquecino e impersonal que había tras él. Vació el cubo en el sendero y me lo devolvió para que volviera a llenarlo. Cuando tuvimos bastante, trajimos una carretilla de arena de la parte delantera y la añadimos al montón. Su plan consistía en hacer un camino resistente alrededor de la casa para trasladar fácilmente la arena a la parte de atrás. Salvo sus ocasionales y escuetas instrucciones, no nos dirigíamos la palabra. Me encantaba que supiéramos con tal precisión lo que hacíamos y lo que el otro creía no tener que decir. Por una vez me sentí a gusto con él. Mientras yo iba a buscar agua con el cubo, él preparaba un montón de cemento y arena con un hoyo en el centro. Luego yo mezclaba y él añadía agua. Me enseñó a hacer más fuerza con la corva y el antebrazo. Yo fingí saberlo ya. Cuando la argamasa estuvo uniforme, la extendimos por el suelo. Entonces mi padre se arrodilló y alisó la superficie con la cara plana de una tabla. Yo estaba a sus espaldas, apoyado en la pala. Se incorporó, se recostó contra la valla y cerró los ojos. Cuando los abrió, parpadeó como sorprendido de encontrarse allí, y dijo:
—Bueno, en marcha otra vez. —Repetimos la operación, los cubos por la trampilla del carbón, la carretilla, el agua, la mezcla, la extensión y la alisadura.
A la cuarta vez, un rotundo aburrimiento y ciertos deseos ya conocidos empezaron a entorpecer mis movimientos.
Bostezaba con frecuencia y sentía flojera en las corvas. En el sótano, me eché mano al calzoncillo. Me pregunté dónde estarían mis hermanas. ¿Por qué no ayudaban? Pasé a mi padre un cubo y entonces, dirigiéndome a su silueta, le dije que tenía que ir al lavabo. Suspiró y al mismo tiempo hizo un ruido con la lengua contra el cielo de la boca. Una vez arriba, consciente de su impaciencia, me la casqué a toda velocidad. Como de costumbre, la imagen representada fue la de la mano de Julie entre las piernas de Sue. De abajo me llegaban los golpes chirriantes de la pala. Mi padre mezclaba solo el cemento. Entonces ocurrió; me apareció de pronto en el dorso de la muñeca y, aunque sabía algo de eso por chistes y libros de biología del colegio, y lo aguardaba desde hacía muchos meses con la esperanza de no ser diferente de los demás, en ese momento me quedé atónito y turbado. En el borde de una mancha gris de cemento, relucía una pequeña perla de líquido, no lechosa, como había creído, sino incolora. La rocé con la lengua y no me supo a nada. La observé durante un buen rato y muy de cerca, buscando seres diminutos de rabo largo y vibrátil. Mientras miraba, se secó hasta volverse una costra brillante, apenas visible, que se resquebrajó cuando doblé la muñeca. Decidí no lavármela.
Recordé que mi padre esperaba y bajé a toda prisa. Mi madre, Julie y Sue hablaban en la cocina cuando la crucé. Al parecer no se fijaron en mí. Mi padre estaba tendido boca abajo en el suelo, con la cabeza apoyada en el cemento recién extendido. Tenía en la mano la tabla de alisar. Me acerqué despacio, sabiendo que debía correr en busca de ayuda. No pude moverme durante unos segundos. Miraba con asombro, como había hecho minutos antes. Una ligera brisa azotó una punta suelta de su camisa. Inmediatamente después, todo bullía de actividad y ruido. Llegó una ambulancia y mi madre se fue en ella con mi padre, tendido en una camilla y cubierto con una manta roja. Sue lloraba en la sala de estar y Julie la tranquilizaba. La radio sonaba en la cocina. Cuando se fue la ambulancia, volví al exterior para mirar nuestra calzada. Cuando agarré la tabla y me puse a alisar con cuidado la huella de mi padre en el cemento blando y fresco, mi impresión se había desvanecido.
En el transcurso del año siguiente, Julie se entrenó con el equipo del colegio. Ostentaba ya la marca local de los cien y los doscientos metros lisos para menores de dieciocho años. Corría más que nadie. Mi padre nunca se había tomado en serio aquello, decía que correr era una imbecilidad en una chica y, no mucho antes de morir, se había negado a asistir con nosotros a una competición deportiva. Lo acosamos con insistencia, incluso mamá se nos unió. Él se reía de nuestra exasperación. Es posible que en el fondo quisiera ir, pero lo dejamos estar y nos pusimos de mal humor. El día en cuestión, como no le pedimos que acudiera, se volvió y no tuvo ocasión de ver en el último mes de su vida a su hija mayor convertida en campeona del estadio. Se perdió aquellas piernas delgadas y morenas cortando la hierba como sables, o a mí, a Tom, a mamá y a Sue corriendo por el recinto para cubrir a Julie de besos cuando ganó la tercera carrera. Por las tardes, Julie solía quedarse en casa para lavarse la cabeza y planchar los pliegues de su falda azul marino, del uniforme del colegio. Pertenecía al pequeño grupo de alumnas atrevidas que llevaban combinación blanca almidonada para ahuecar la falda de modo que revolotease al dar la vuelta. Llevaba bragas negras y medias, que estaban estrictamente prohibidas. Tenía que ponerse una camisa blanca y limpia durante cinco días a la semana. Algunas mañanas se recogía el pelo en la nuca y se lo ataba con una cinta blanca y brillante. Todo esto requería una esmerada preparación todas las noches. Yo solía sentarme por allí mientras la miraba atareada ante la tabla de planchar y la ponía nerviosa.
En la escuela muchos chicos le iban detrás, pero en realidad ella nunca dejaba que se le acercasen. Una tácita norma familiar decía que las chicas no podían llevar amigos a casa. Sus amistades más íntimas eran chicas, las más rebeldes, las que tenían prestigio. A veces la veía en el colegio, al fondo de un pasillo y rodeada de un grupito ruidoso. Pero Julie era poco condescendiente, dominaba el grupo y cultivaba su fama con corrosiva e intimidadora serenidad. Yo gozaba de cierta posición en la escuela, en calidad de hermano de Julie, pero ella nunca me dirigía la palabra allí ni daba muestras de advertir mi presencia.
Por esa época, los granos me cubrieron completamente la cara, de modo que abandoné todas las convenciones de la higiene personal. Dejé de lavarme la cara y la cabeza, de cortarme las uñas y también de bañarme. Renuncié al cepillo de dientes. Mi madre, a su amable manera, me reñía a cada momento, pero yo ya me sentía orgulloso de haber escapado a su dominio. Si la gente me quería, argumentaba yo, tendría que aceptarme como era.
A primera hora de la mañana, mi madre entraba en mi cuarto y me cambiaba la ropa sucia por otra limpia. Los fines de semana me quedaba en la cama hasta la tarde y luego daba largos paseos solitarios. Al anochecer, observaba a Julie, oía la radio o me limitaba a estar sentado. No tenía amigos íntimos en la escuela.
Solía mirarme en los espejos, a veces incluso durante una hora. Una mañana, poco antes de cumplir los quince años, buscaba los zapatos en la oscuridad del amplio recibidor cuando me vi de pronto en un espejo de cuerpo entero que había contra la pared, simplemente apoyado. Mi padre siempre había querido fijarlo a la pared. La luz tornasolada, que atravesaba la vidriera de colores que había sobre la puerta delantera, me encendía por detrás algunas guedejas sueltas del pelo. La suave penumbra amarillenta oscurecía los recovecos de mi complexión. Me sentí noble y único. Estuve mirando mi propia imagen hasta que comenzó a cobrar autonomía y a hipnotizarme con la mirada. Retrocedía y avanzaba hacia mí a cada latido, y una aureola oscura palpitaba por encima de la cabeza y de los hombros.
Machote
, me dijo mi imagen.
Machote
. Y luego, en voz más alta:
Mierda…, pipí…, culo
. En la cocina, mi madre pronunció mi nombre con fatigada advertencia.