Jardín de cemento (9 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Jardín de cemento
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—¿Cuánto te quedas tú, entonces? —le pregunté.

Cerró el bolso.

—Lo mismo que tú —dijo—. El resto es para comida y lo que haga falta.

La cocina no tardó en convertirse en un antro lleno de malos olores y nubes de moscas. Ninguno tenía ganas de ir más allá de mantener la puerta cerrada. Hacía demasiado calor. Hasta que alguien, no yo, tiró la carne. Estimulado, recogí algunas botellas de leche y bolsas vacías y maté una docena de moscas. Aquella misma noche, Julie nos dijo a Sue y a mí que ya era hora de hacer algo en la cocina.

—Yo —dije— he hecho hoy muchas cosas que a lo mejor no habéis visto.

Las chicas se echaron a reír.

—¿El qué? —preguntó Sue, y, cuando se lo dije, rompieron a reír otra vez, con más fuerza de lo necesario.

—¡Oh, muy bien! —se dijeron—, ha hecho ya su trabajo de varias semanas.

Resolví entonces no tener nada más que ver con la cocina, y esto hizo que Julie y Sue también decidieran no limpiar. Hasta que un día, poco después, comimos caliente, no se acabó por hacer algo. En el ínterin, las moscas se habían propagado por toda la casa, se apelotonaban junto a las ventanas y daban un golpe seco cuando se lanzaban contra los cristales.

Me masturbaba por la mañana y por la tarde, y vagaba por la casa, de una habitación a otra, sorprendiéndome a veces de encontrarme en mi propio cuarto, echado boca arriba y mirando al techo, cuando mi intención había sido salir al jardín. Me contemplaba meticulosamente en el espejo. ¿Qué me pasaba? Intenté asustarme con el reflejo de mis ojos, pero no sentí sino impaciencia y un poco de asco. Me ponía en el centro de mi cuarto y escuchaba el lejanísimo y constante ruido del tráfico. Luego escuchaba las voces de los niños que jugaban en la calle. Ambos ruidos se confundían y parecían presionarme en lo alto de la cabeza. Me echaba boca arriba otra vez y cerraba los ojos. Cuando una mosca me correteó por la cara, resolví no moverme. No aguantaba quedarme en la cama y, sin embargo, me molestaba de antemano cualquier actividad en la que pensase. Para reanimarme pensé en el sótano, donde estaba mi madre. Para mí, ella no era ya más que una circunstancia.

Me levanté, fui a la ventana y pasé unos minutos mirando los bloques de pisos, más allá de los matorrales resecos. Luego recorrí la casa para ver si Julie había vuelto. Desaparecía con frecuencia, generalmente por la tarde y durante una eternidad. Cuando le pregunté adónde iba me dijo que me ocupara de mis asuntos. Julie no estaba y Sue se había encerrado en su cuarto. Si llamaba a su puerta, me preguntaría qué quería, y yo no sabría qué decide. Me acordé de las dos libras. Salí de casa por la parte trasera y salté la valla para que no me viera Tom y viniese conmigo. Sin ningún objetivo determinado, eché a correr hacia las tiendas.

No sabía ni por asomo qué quería. Pensé que lo sabría cuando lo viera; aunque costase más de dos libras, por lo menos tendría entonces algo que desear, algo en que pensar. Corrí durante todo el trayecto. La calle comercial más importante estaba vacía, salvo de coches. Era domingo. La única persona que alcancé a ver era una mujer con abrigo rojo que estaba en un puente peatonal que cruzaba la avenida. Me pregunté por qué llevaba un abrigo rojo con aquel calor. Quizá se preguntara ella por qué yo había estado corriendo, ya que al parecer miraba en mi dirección. La tenía aún a cierta distancia, pero me parecía conocerla. Tal vez fuera alguna maestra del colegio. Me dirigí al puente porque no quería volver a casa tan pronto. Mientras avanzaba, miraba los escaparates de las tiendas a mi izquierda. No me gustaba encontrarme con maestros en la calle. Aunque muy bien podía pasar por debajo del puente, si es que ella estaba aún allí, y fingir que no la veía.

Pero, a unos cuarenta metros del puente, no pude dejar de alzar los ojos. La mujer era mi madre y me miraba con fijeza. Me detuve. Se había apoyado primero en un pie y luego en el otro, aunque sin dar un paso. Volví a mirarla. De pronto me resultó muy difícil mover las piernas, y el corazón me latía tan rápido que no me cupo duda alguna de que estaba enfermo. Cuando estuve casi debajo del puente, volví a detenerme y a levantar la mirada. Me di cuenta de la verdad, sentí un gran alivio y rompí a reír. No era mi madre, naturalmente, era Julie, que llevaba un abrigo que no había visto nunca.

—¡Julie! —exclamé—. Pensaba que tú…

Corrí bajo el puente y subí un tramo de peldaños de madera. Una vez ante ella, vi que tampoco era Julie. Tenía la cara delgada, y el pelo grisáceo y oscuro, en completo desorden. No habría sabido decir si era joven o mayor. Hundió las manos en los bolsillos y se balanceó ligeramente.

—No tengo dinero —dijo—, o sea que no te acerques.

De vuelta a casa, volví a sentir el vacío y los acontecimientos del día perdieron todo su sentido. Fui derecho a mi cuarto y, aunque no encontré ni oí a nadie, supe que los demás estaban en casa. Me desnudé y me tendí bajo la sábana. Poco después una carcajada histérica me arrancó de un profundo sueño. Sentí curiosidad, pero por algún motivo no hice el menor movimiento. Prefería escuchar. Las voces eran de Julie y Sue. Al final de cada estallido de risa, emitían un suspiro, un sonido cantarín que se mezclaba con palabras que no alcanzaba a descifrar.

Entonces volvieron a oírse las risas. Me sentía irritable tras el sueño repentino. Tenía la cabeza embotada, los objetos de la habitación me parecían demasiado compactos y pesados en el espacio que ocupaban, y destacaban de modo amenazante. La ropa, antes de cogerla y ponérmela, habría podido ser de acero. Cuando estuve vestido, salí de la habitación con el oído atento. No oí más que el murmullo de una voz y el crujido de una silla. Bajé las escaleras con el mayor sigilo. Me moría de ganas de espiar a mis hermanas, de estar con ellas y ser invisible. En el amplio vestíbulo reinaba una oscuridad absoluta. Me las arreglé para mantenerme un tanto apartado de la puerta abierta de la sala sin que me descubrieran. A Sue podía verla con toda claridad, estaba sentada a la mesa y cortaba algo con unas tijeras grandes. Julie, oculta en parte por el marco de la puerta, estaba con ella, de espaldas a mí, pero no pude ver lo que hacía. Movía el brazo adelante y atrás, con un ligero ruido desapacible. En el momento de ir a adelantarme para ver mejor, una niña cruzó por delante de Julie y fue a colocarse al lado de Sue. Julie se volvió también y se puso tras la niña, con una mano en el hombro de ésta. En la otra tenía un cepillo del pelo. Se mantuvieron juntas de aquel modo y sin hablar durante un rato. Cuando Sue se hizo un poco a un lado, vi que cortaba tela azul. La niña apoyó la espalda en Julie, que unió las manos bajo la barbilla de aquella y le dio unos golpecitos suaves en el pecho con el cepillo.

Naturalmente, en cuanto la niña abrió la boca, supe que se trataba de Tom.

—Tardáis mucho, ¿no? —se quejó Tom, y Sue asintió. Di un par de pasos en la sala y nadie se dio cuenta. Tom y Julie seguían observando a Sue, que estaba arreglando una de sus faldas del uniforme. La había acortado y ahora empezaba a coserla. Tom llevaba un vestido anaranjado que se me antojaba conocido, y en alguna parte habían encontrado una peluca para él. Era de pelo rubio y lleno de rizos. Con qué facilidad iba a ser otro. Me crucé de brazos con energía. No es más que un vestido y una peluca, pensé, es Tom disfrazado. Pero yo miraba a otra persona, a una persona que muy bien podía esperar una vida totalmente diferente de la de Tom. Estaba excitado y asustado. Junté las manos, apreté, y el gesto hizo que los tres se volvieran y se quedaran mirándome.

—¿Qué hacéis? —dije tras un momento de silencio.

—Lo disfrazamos —dijo Sue, que siguió con su labor.

Tom me miró, medio vuelto hacia la mesa en que Sue trabajaba, y después clavó los ojos en un ángulo de la sala. Jugaba con el dobladillo del vestido, liando la tela entre el índice y el pulgar.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Julie se encogió de hombros y sonrió. Llevaba unos vaqueros descoloridos y arremangados por encima de la rodilla y una camisa desabrochada encima de la parte superior del bikini. Se había recogido el pelo con un trozo de cinta azul y tenía otro pedazo de cinta en la mano, liado en el índice.

Julie se me acercó y se plantó ante mí. —Oh, venga —dijo—, alégrate, picajoso.

Olía al aroma dulzón de la crema bronceadora y pude sentir el calor que despedía su piel. Sin duda había estado al sol durante todo el día, donde fuera. Deslió la cinta del dedo y me la puso alrededor del cuello. Le aparté las manos cuando quiso hacerme un lazo bajo la barbilla, pero sin convicción; ella insistió y acabó por hacer un lacito. Me tomó de la mano y la seguí hasta la mesa.

—Aquí tienes a otro —dijo a Sue— que está cansado de ser un chico gruñón.

Me habría desatado la cinta, pero no quería soltar la mano de Julie, seca y fresca. Nos pusimos a mirar por encima del hombro de Sue. Nunca me había dado cuenta de lo hábil que era cosiendo. La mano le volaba adelante y atrás con la misma regularidad que la lanzadera de un telar mecánico. No obstante, su avance era paulatino y yo me moría de impaciencia. Me entraron ganas de tirar al suelo la tela, la aguja y los alfileres de un golpe. Tendríamos que esperar a que terminase para poder hablar o a que ocurriese alguna otra cosa. Por fin rompió el hilo de algodón con un brusco giro de muñeca y se levantó. Julie me soltó la mano y se puso detrás de Tom. Éste alzó las manos, y ella le pasó el vestido por la cabeza. Debajo llevaba su propia camisa blanca. Sue ayudó al pequeño a ponerse la falda plisada y Julie le anudó en el cuello una de las corbatas escolares de Sue.

Yo miraba y me acariciaba la cinta azul. Si me la quitaba en aquel momento, volvería a ser otra vez un espectador, tendría que tomar una decisión respecto de lo que sucediera. Tom se puso calcetines blancos y Sue echó mano de su boina. Las chicas reían y hablaban mientras llevaban a cabo aquellos preparativos. Sue contaba a Julie una anécdota sobre una amiga del colegio que llevaba el pelo muy corto. Fue a la escuela con pantalones, entró en el vestuario de chicos y los vio a todos en el mingitorio. Rompió a reír al verlos en fila y se fue.

—¿No es una preciosidad? —dijo Julie.

Mientras le mirábamos, Tom permanecía totalmente quieto, con las manos a la espalda y la mirada gacha. Si le gustaba estar disfrazado, lo manifestaba bien poco. Salió al recibidor para admirarse ante el espejo de cuerpo entero. Lo miré desde el otro lado de la puerta. Se ponía de lado para verse de perfil y se miraba por encima del hombro.

Mientras Tom estaba fuera, Julie me tomó ambas manos y dijo:

—¿Y qué hacemos ahora con el gruñón? —Los ojos de Julie me recorrieron la cara—. No serías una chica tan guapa como Tom con esos granos tan feos.

Sue, a mi lado en aquel momento, me tiró de un mechón de pelo y dijo:

—Ni con ese pelo largo y grasiento que no se lava nunca.

—Ni con esos dientes amarillentos —añadió Julie.

—Ni con esos pies apestosos —dijo Sue. Julie me puso las palmas hacia abajo.

—Ni con esas uñas tan sucias.

Me examinaron atentamente las uñas entre exageradas exclamaciones de desaprobación. Tom miraba desde la puerta. Yo me sentía más bien contento, objeto de tanto análisis.

—Mira ésta —dijo Sue, y noté que me tocaba la punta de un dedo—. Está verde y roja por debajo. —Se echaron a reír, parecían pasado en grande con todo lo que encontraban.

—¿Qué es eso? —quise saber, mirando al otro lado de la sala.

Casi oculta bajo una silla, había una caja grande de cartón con la tapa medio abierta. Por una esquina sobresalía un papel de seda blanco.

—¡Ah! —exclamó Sue—, es de Julie.

Crucé la habitación a zancadas y saqué la caja de debajo de la silla. Dentro, envuelto en papel blanco y naranja, había un par de botas de caña alta. Eran de color pardo oscuro y despedían un intenso olor a cuero y perfume.

De espaldas a mí, Julie doblaba con lentitud y cuidado el vestido anaranjado que Tom llevaba antes. Alcé una de las botas.

—¿Dónde las has comprado?

—En una tienda —contestó Julie sin volverse.

—¿Cuánto te han costado?

—No mucho.

Sue estaba muy emocionada.

—¡Julie! —exclamó en un susurro—. Le costaron treinta y ocho libras.

—¿Pagaste treinta y ocho libras? —dije.

Julie negó con la cabeza y se puso el vestido naranja bajo el brazo. Recordé la ridícula cinta que yo llevaba al cuello y quise quitármela de un tirón, pero no se soltó y el lazo se convirtió en un nudo. Sue se echó a reír. Julie salía de la estancia.

—Las has robado —dije, y volvió a negar con la cabeza. Aún con la bota en la mano, fui tras ella escaleras arriba. Cuando estuvimos en su cuarto, me encaré—: Nos das a Sue y a mí dos pavos y tú te gastas treinta y ocho libras en un par de botas.

Julie se había sentado ante un espejo que había colocado en la pared y se pasaba un cepillo por el pelo.

—Falso —dijo con voz cantarina, como si jugáramos a las adivinanzas.

Tiré las botas en la cama y con las manos traté de romper la cinta del cuello. El nudo se hizo más pequeño y duro como una piedra. Julie estiró los brazos y bostezó.

—Si no las has comprado —dije—, es que las has robado.

—En absoluto —replicó y mantuvo la boca fruncida después de pronunciar la última sílaba, como si esbozara una sonrisa burlona.

—¿Entonces? —Me puse detrás de ella.

Julie se miraba a sí misma en el espejo, no a mí.

—¿No se te ocurre nada más?

Negué con la cabeza.

—No hay nada más, salvo que las hayas fabricado tú sola.

Julie se echó a reír.

—¿Nadie te ha hecho nunca un regalo?

—¿Quién te las ha dado?

—Un amigo.

—¿Quién?

—¡Ja, ja! Eso sería demasiado.

—Algún tío.

Julie se puso de pie, se volvió a mirarme, y los labios se le encogieron y tensaron como una cereza. —Claro que es un tío —dijo por fin.

Yo tenía una vaga idea de que, como hermano de Julie, tenía derecho a hacer preguntas sobre su amigo. Pero no había nada en Julie que refrendase la suposición y sentí más frustración que curiosidad. Ella echó mano de unas tijeras de uñas de la mesita de noche y me cortó la cinta cerca del nudo. Al quitármela y, mientras la dejaba caer al suelo, dijo:

—Ya está —y me dio un leve beso en la boca.

7

Tres semanas después de la muerte de mi madre, volví a leer el libro que Sue me había regalado para mi cumpleaños. Me sorprendió la cantidad de cosas que había pasado por alto. No me había dado cuenta de lo puntilloso que era el comandante Hunt en lo tocante al orden y la limpieza de la nave, en particular durante los viajes espaciales muy largos. Todos los días, según el viejo calendario terrestre, bajaba por una escalerilla de acero inoxidable e inspeccionaba el comedor. Colillas, cubiertos de plástico, revistas viejas, tazas y café derramado flotaban en completo desorden por la estancia. «Ahora que no disponemos de la fuerza de gravedad que pone las cosas en su sitio», les decía el comandante Hunt a dos técnicos en ordenadores que eran novatos en vuelos espaciales, «hemos de esforzamos por ser limpios». Y durante las largas horas en que no había que tomar decisiones urgentes, el comandante Hunt se pasaba el tiempo «leyendo y releyendo las obras maestras de la literatura universal, y anotando sus pensamientos en un macizo diario encuadernado en acero, mientras Cosmos, su fiel sabueso, dormitaba a sus pies». La nave del comandante Hunt recorría el espacio a una centésima de la velocidad de la luz, tras la fuente energética que había transformado a las esporas en un monstruo. Me pregunté si se habría preocupado del estado del comedor, o de la literatura universal, si la nave hubiera estado totalmente inmóvil, suspendida en el espacio exterior.

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