Jardín de cemento (8 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Jardín de cemento
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—Se l'han llevao —y nos reímos con desgana.

Eran ya las cinco cuando tuvimos preparada la última mezcla. No nos habíamos mirado ni hablado durante casi una hora. Saqué la llave del bolsillo y Julie dijo:

—Yo creí que la había perdido y resulta que la tenías tú.

Fui tras ella por la escalera del sótano, en dirección a la cocina. Descansamos y volvimos a beber agua. Apartamos algunos muebles de la sala de estar y mantuvimos abierta la puerta de la sala con un zapato. Una vez arriba, fui yo quien dio la vuelta a la llave y abrió la puerta, pero fue Julie quien entró primero en la habitación. Iba a encender la luz, pero cambió de idea. La luz gris y azulada daba a todo el cuarto un aspecto chato y bidimensional. Nos parecía entrar en una vieja foto del dormitorio de mamá. No me apresuré a mirar hacia la cama. El aire estaba húmedo y cargado, como si hubieran dormido allí varias personas con las ventanas cerradas. Por encima de esta sensación de densidad flotaba un lejano olor penetrante, que se notaba después de aspirar aire, cuando los pulmones estaban saturados. Yo respiraba lo menos posible por la nariz. Mi madre estaba tal como la habíamos dejado: era la misma imagen que había tenido delante cada vez que cerraba los ojos. Julie estaba a los pies de la cama, cruzada de brazos. Me acerqué y deseché la idea de moverla. Esperé a Julie, pero ella permanecía inmóvil.

—No podemos —dije.

La voz de Julie subió de tono, estaba muy nerviosa, y habló con rapidez, como aparentando animosidad y eficiencia:

—La envolveremos en la sábana. No será tan desagradable. Lo haremos deprisa y no será desagradable. —Pero seguía sin moverse.

Me senté ante la mesa, de espaldas a la cama, y Julie no tardó en dejar salir su ira.

—Muy bien —soltó—, cárgamelo a mí. ¿Por qué no haces nada tú primero?

—¿El qué, por ejemplo?

—Envuélvela en la sábana. Ha sido idea tuya, ¿no?

Yo quería echarme a dormir. Cerré los ojos y experimenté una viva sensación de vértigo. Me sujeté a los lados de la mesa y me incorporé. Julie se dirigió a mí con voz más amable.

—Si extendemos la sábana en el suelo, podemos ponerla encima.

Avancé hacia mi madre y tiré de la sábana. Cuando extendí la sábana, ésta cubrió el suelo con un movimiento tan lento y fantasmal, con las puntas ondulándose y doblándose sobre sí, que jadeé de impaciencia. Sujeté a mi madre del hombro, entorné los ojos, la alcé de la mesita y la enderecé en la cama. Evitaba mirarle la cara. Parecía oponer resistencia y tuve que servirme de las dos manos para moverla. Estaba de costado, con los brazos en un ángulo extraño, el cuerpo torcido y agarrotado en la posición en que estaba desde hacía dos días. Julie la tomó de los pies y yo la sostuve por los hombros. Cuando la instalamos en la sábana, parecía tan frágil y triste con aquel camisón, caída a nuestros pies como un pájaro con el ala rota, que por vez primera lloré por ella y no por mí mismo. Había dejado tras de sí una gran mancha oscura en la cama, cuyos bordes se aclaraban hacia el amarillo. La cara de Julie también estaba húmeda cuando nos arrodillamos junto a mamá e intentamos envolverla en la sábana. Fue difícil, el cuerpo estaba demasiado doblado para rodar.

—No cabrá, no cabrá —gritaba Julie con irritación. Por fin le pasamos la sábana por encima un par de veces. En cuanto estuvo tapada, pareció más fácil. La alzamos y la sacamos del cuarto.

La bajamos escalón por escalón y, ya en la planta baja, en el recibidor, arreglamos la sábana en aquellos lugares donde se había soltado. Me dolían las muñecas. No hablábamos, pero sabíamos que queríamos transportarla por la sala de estar sin dejarla en el suelo. Estábamos ya en la puerta de la cocina cuando miré a mi izquierda, a la butaca de Sue. Se había subido el abrigo hasta la barbilla y observaba con atención lo que hacíamos. Iba a decirle algo, pero, antes de que pudiera pensar nada, cruzábamos la puerta de la cocina y nos dirigíamos a la escalera del sótano. La dejamos por fin en el suelo, a un metro del baúl. Cogí un cubo de agua para remojar el montón de cemento y luego, cuando levanté los ojos de la argamasa, vi a Sue en el sótano. Pensé que trataría de detenemos, pero, cuando Julie y yo estuvimos listos para levantar el cadáver, Sue se acercó y lo sujetó por el centro. Como no estaba derecha, apenas si cabía en el baúl. Se hundió un par de centímetros en el cemento que había debajo. Me volví en busca de la pala, pero Julie la tenía ya en las manos. Mientras ésta vaciaba la primera carga de cemento húmedo sobre los pies de nuestra madre, Sue emitió un leve grito. Y entonces, mientras Julie llenaba la pala otra vez, Sue se lanzó sobre el montón, cogió el cemento que le cupo en ambas manos y lo arrojó dentro del baúl. Después fue echando cemento todo lo rápido que podía. Julie también aceleró el ritmo de las paletadas; se acercaba tambaleándose con grandes cargas y volvía corriendo a por más. Hundí las manos en el cemento y eché todo lo que pude coger entre los brazos. Trabajamos como locos. Pronto no quedaron a la vista más que unos cuantos pedazos de la sábana, que no tardaron en desaparecer. Sin embargo, seguimos. Sólo se oía el rascar de la pala y nuestra respiración agitada. Cuando terminamos, cuando del montón de la argamasa no quedó más que una húmeda mancha en el suelo, el cemento desbordaba casi el baúl. Antes de volver arriba, nos quedamos mirando lo que habíamos hecho, con la respiración contenida. Decidimos dejar abierta la tapa del baúl para que el cemento se endureciera con mayor rapidez.

Segunda parte
6

Dos o tres años antes de morir mi padre, mis progenitores habían asistido al entierro de uno de sus últimos parientes. Creo que fue el entierro de una tía de mi madre, o tal vez de mi padre, aunque habría podido ser un tío. No se habló demasiado de la identidad del muerto, sin duda porque la muerte significaba muy poco para nuestros padres. Ciertamente, nada significaba para nosotros, sus hijos. Nos interesaba mucho más el hecho de quedarnos solos en casa y cuidando de Tom durante la mayor parte del día. Mamá nos preparó para nuestras responsabilidades con varios días de anticipación. Dijo que nos dejaría algo cocinado y que lo único que teníamos que hacer era calentar la comida cuando tuviéramos hambre. Nos enseñó por turnos —a Julie, a Sue y por fin a mí— cómo funcionaba la cocina y nos hizo prometer que nos aseguraríamos tres veces de que la dejábamos bien apagada. Luego, cambió de idea y dijo que nos prepararía comida fría. Aunque al final decidió no hacerlo porque estábamos en invierno y no aguantaríamos sin nada caliente a mediodía. Papá, a su vez, nos dijo lo que había que hacer si alguien llamaba a la puerta, aunque, claro está, nadie llamaba nunca a la puerta. Nos dio instrucciones pertinentes en caso de un posible incendio de la casa. No teníamos que quedarnos para combatirlo, teníamos que salir corriendo hacia la cabina telefónica, y bajo ningún concepto olvidamos a Tom dentro de la casa. No debíamos jugar en el sótano, no debíamos enchufar la plancha eléctrica ni meter los dedos en los enchufes de la luz. Cuando lleváramos a Tom al lavabo, teníamos que estar pendientes de él en todo momento.

Nos hicieron repetir las instrucciones con solemnidad, nos corrigieron hasta el mínimo detalle, y después nos agolpamos en la puerta principal para ver a nuestros padres, vestidos de luto, que se dirigían a la parada del autobús. A cada metro se volvían con inquietud, nos saludaban con la mano y nosotros les devolvíamos el saludo con mucho entusiasmo. Cuando desaparecieron, Julie cerró de un portazo con el pie, lanzó un alarido de alegría y, al mismo tiempo que se giraba, me asestó un fuerte puñetazo en las costillas. El golpe me arrojó contra la pared. Se lanzó escaleras arriba, subiendo los peldaños de tres en tres, mientras me dirigía ocasionales miradas y se deshacía en carcajadas. Sue y yo corrimos tras ella, y arriba entablamos una furiosa y violenta pelea a almohadonazos. Luego, alcé en lo alto de la escalera una barricada de colchones y sillas que mis hermanas atacaban desde abajo. Sue llenó un globo de agua y me lo lanzó a la cabeza. Tom estaba al pie de la escalera, sonriendo como un tonto y dando bandazos. Una hora después, presa de la emoción, se cagó encima y un perfume insólito y penetrante llegó al piso superior e interrumpió la guerra. Julie y Sue se unieron en el mismo bando: dijeron que era asunto mío porque yo era del mismo sexo que Tom. Invoqué sin resultado la verdadera naturaleza de las cosas y dije que, como chicas que eran, su deber consistía, sin lugar a dudas, en hacer algo. No nos pusimos de acuerdo y reanudamos la violenta batalla. Tom no tardó en quejarse. Volvimos a detenernos. Cogimos a Tom, lo llevamos a su cuarto y lo pusimos en su gran cuna de latón. Julie fue a por pañales y se los puso encima. Los gritos del pequeño eran ya ensordecedores y tenía la cara de un rosa subido. Levantamos el lateral de la cuna y salimos del cuarto de estampía, ansiosos de huir del olor y los gritos. Tras cerrar la puerta de Tom, apenas oíamos nada, así que seguimos jugando sin más interrupciones.

No fueron más que unas horas, pero me parecía que la ocasión llenaba un gran espacio en mi infancia. Media hora antes del regreso previsto de nuestros padres, riéndonos del peligro que corríamos, empezamos a poner orden en aquel desastre. Limpiamos a Tom entre todos. Fuimos a por la comida que no habíamos tenido tiempo de comer y la echamos al váter. Por la noche, aquel secreto común nos puso frenéticos. Nos deslizamos en pijama hasta el dormitorio de Julie y hablamos sobre la posibilidad de
hacerla otra vez
cuanto antes.

Cuando mamá murió, bajo mis sentimientos más intensos percibí una sensación de aventura y libertad que apenas me atrevía a admitir y que procedía del recuerdo de aquel día, hacía cinco años. Pero ya no había emoción. Los días eran demasiado largos, hacía demasiado calor, la casa parecía dormida. Ni siquiera nos sentábamos fuera porque el viento arrastraba un polvillo negro procedente de los bloques de pisos y las grandes avenidas del otro lado. Y, pese al calor, el sol no acababa de asomar tras las nubes altas y amarillentas; todo cuanto miraba se fundía y parecía insignificante bajo aquella luz. Tom era el único que estaba alegre, por lo menos de día. Tenía a su amigo, aquel con quien había jugado en la arena. Al parecer, no se había dado cuenta de la desaparición de la arena, ni su amigo mencionó jamás lo que le había contado de su madre. Jugaban en la avenida, dentro y fuera de las destruidas casas prefabricadas. Al caer la noche, cuando su amigo se iba a su casa, Tom se ponía de mal humor y lloraba por nada. Solía acudir a Julie cuando quería que le prestasen atención, y la sacaba de quicio.

—Deja de venir siempre a mí —le espetaba ella—. Lárgate, Tom, aunque sólo sea un minuto.

Pero aquello servía de muy poco. A Tom se le había metido en la cabeza que Julie era quien tenía que cuidar de él ahora. La seguía gimoteando por toda la casa y nos ignoraba a Sue y a mí cuando tratábamos de distraerle. Cierta tarde, a primera hora, Tom estaba particularmente pesado y Julie más irritable de lo normal; y de pronto Julie lo cogió en la sala de estar y le quito la ropa con violencia.

—Ya está —dijo—, tú te lo has buscado.

—¿Qué haces? —quiso saber Sue por encima de los sollozos de Tom.

—Si quiere que lo mimen —gritó Julie—, que empiece por hacer lo que le he dicho. Se va a ir a la cama.

Apenas eran las cinco de la tarde. Cuando Tom estuvo desnudo, oímos sus gritos y el ruido del grifo del cuarto de baño. Diez minutos después, Tom estaba otra vez con nosotros en pijama y, totalmente dominado, dejaba que Julie lo llevara a su cuarto. Ésta bajó limpiándose polvo imaginario de las manos y sonriendo de oreja a oreja.

—Es lo que quería —dijo.

—Y lo mejor que has podido hacer —asentí. Me salió un poco más desabrido de lo que quería.

Julie me dio una patadita en el pie.

—Ojito —murmuró—, o tú serás el siguiente.

En cuanto hubimos terminado en el sótano, Julie y yo nos habíamos ido a dormir. Como Sue había dormido durante parte de la noche, se quedó levantada y cuidó de Tom durante el día. Me desperté a media tarde sediento y acalorado. No había nadie abajo, pero alcancé a oír la voz de Tom en el exterior. Mientras me inclinaba para beber agua del grifo de la cocina, una nube de moscas me revoloteó por la cara. Iba descalzo y con los pies ladeados, ya que el suelo junto al fregadero estaba impregnado de algo amarillo y pegajoso, sin duda zumo de naranja derramado. Atontado todavía por el sueño, subí al cuarto de Sue. Estaba sentada en la cama y con la espalda apoyada en la pared. Tenía las piernas encogidas y un cuaderno abierto en el regazo. Dejó el lápiz cuando entré y cerró el cuaderno. El aire estaba cargado, como si mi hermana hubiera estado allí durante horas. Me senté en el borde de la cama, muy cerca de ella. Me apetecía hablar, pero no de la víspera. Quería que alguien me acariciara la cabeza. Sue apretó los labios, como resuelta a no hablar primero.

—¿Qué haces? —dije por fin, mirando el cuaderno.

—Nada —dijo—, escribir.

Con ambas manos se apretaba el cuaderno contra el vientre

—¿Qué escribes?

Lanzó un suspiro.

—Nada. Escribía.

Le quité el cuaderno de las manos, le volví la espalda y lo abrí. Antes de que su brazo me interceptara la vista, tuve tiempo de leer al comienzo de una página: «Martes. Querida mamá».

—Devuélvemelo —exclamó Sue con una voz tan desconocida e inesperadamente brusca que dejé que me lo arrebatara.

Guardó el cuaderno bajo la almohada y se sentó al borde del lecho, con los ojos fijos en la pared que tenía enfrente. Se había ruborizado, y las pecas estaban más oscuras. Se le notaban los latidos de la sien, que palpitaba violentamente. Me encogí de hombros y decidí marcharme, aunque ella no levantó los ojos. Cuando crucé la puerta, la cerró de un empujón, echó la llave y, mientras me alejaba, la oí llorar. Golpeé en la puerta y la llamé. Me dijo entre sollozos que me marchara, y eso hice.

Fui al cuarto de baño y me lavé el cemento seco de las manos.

Una semana después del entierro, aún no habíamos comido nada caliente. Julie fue a por dinero al banco y volvió con bolsas de comida, aunque la verdura y la carne que compró quedó sin tocar hasta que hubo que tirarla. En cambio, comimos pan, queso, mantequilla de cacahuete, galletas y fruta. Tom se atiborraba de tabletas de chocolate; no parecía necesitar mucho más. Cuando alguno tenía ganas de prepararlo, tomábamos té, pero por lo general nos contentábamos con agua del grifo. El día en que Julie fue a comprar comida, nos dio a Sue y a mí dos libras a cada uno.

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