Jardín de cemento (11 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Jardín de cemento
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—¿Qué tal es?

—Tiene coche, uno nuevo, mira —dijo Sue y señaló hacia la ventana.

Pero yo no me volví. Cuando Tom volvió con Sue, ésta dijo: —Si quieres ser una chica mientras tomamos el té, ¿por qué no te pones el vestido naranja?

Tom negó con la cabeza y Sue le ajustó la peluca.

Tom corrió al recibidor para mirarse en el espejo y luego se sentó frente a mí y empezó a hurgarse la nariz. Sue leía un libro y yo me puse otra vez a silbar, esta vez más bajo. Tom se sacó no sé qué de la nariz con la punta del índice, lo miró y se lo limpió en un cojín. Yo también lo hacía a veces, pero únicamente cuando estaba solo, por lo general en la cama y por la mañana. No parece tan feo cuando es una niña quien lo hace, pensé, y fui a la ventana. Era un deportivo, de estilo antiguo, con estribos y capota de cuero, en ese momento recogida. Era de un rojo encendido, con una delgada raya negra a todo lo largo.

—Sal y míralo —dijo Sue—, es fantástico.

—¿Qué hay que mirar? —dije.

Las ruedas tenían radios plateados y los tubos de escape también eran plateados. En los laterales del capó había largas hendeduras oblicuas. «Para que entre el aire», expliqué a un supuesto pasajero y giré al acometer una curva cerrada en los Alpes, «o para que salga el calor». Cuando volví a la butaca, Sue se había marchado.

Observé a Tom. Parecía diminuto en la enorme butaca, ya que los pies apenas le sobresalían del borde del asiento y la cabeza le llegaba a la mitad del respaldo. Me sostuvo la mirada durante unos segundos, luego la apartó y se cruzó de brazos. Las piernas le salían de manera desgarbada de debajo de la falda.

—¿Qué se siente al ser una chica? —le pregunté. Tom cabeceó y cambió de posición—. ¿Es mejor que ser un chico?

—No sé.

—¿Te sientes sexy? —Tom se echó a reír. No entendía lo que yo quería decir, pero sabía que esa palabra era una señal para reír—. Bueno, ¿qué dices?

Me dedicó una sonrisa bondadosa. —No lo sé.

Me adelanté y doblé el índice ante él para que se acercara un poco.

—Cuando te pones la peluca y la falda, vas al espejo y ves a una niña, ¿no notas un gustito en la pilila y se te pone más grande?

La sonrisa de Tom se desvaneció. Se bajó de la butaca y salió de la habitación.

Me quedé del todo inmóvil, oliendo el estofado. El techo crujió. Me acomodé en la butaca. Crucé las piernas a la altura de los tobillos y uní las manos bajo el mentón. Oí un ruido de pasos, rápidos y suaves, en la escalera y Tom llegó corriendo.

—Ya viene, ya viene —gritó.

—¿Quién? —pregunté, y me puse las manos en la nuca.

—Derek, Jack —nos presentó Julie.

Le estreché la mano sin levantarme, pero descruzando las piernas y apoyando los pies en el suelo con firmeza. Cruzamos alguna palabra durante el apretón de manos. Luego, Derek se aclaró la garganta y miró a Julie, que estaba detrás de Tom, con las manos apoyadas en los hombros de su hermano.

—Éste es Tom —dijo en un tono que evidenciaba que ya había hablado con Derek del pequeño.

Derek se puso tras mi butaca, donde yo no alcanzaba a verle, y dijo con toda calma:

—Ah, Tomasita.

Sue soltó una risotada, medio en serio, medio en broma, y yo me levanté. Julie fue a la cocina para apartar el estofado del fuego y llamó a Tom para que la ayudase. Derek, Sue y yo nos quedamos en el centro de la sala. Nos encontrábamos bastante juntos y, al parecer, tendíamos a juntamos. Sue dijo con voz impostada, una voz jadeante e idiota:

—Nos gusta mucho tu coche.

Derek asintió. Era muy alto y parecía ir vestido para una boda: traje gris claro, camisa de color crema, corbata, gemelos y chaleco con cadenita de plata.

—A mí no me gusta mucho —dije.

Se volvió hacia mí y esbozó una leve sonrisa. Tenía un espeso bigote negro. El bigote parecía tan perfecto que habría podido ser de plástico.

—¿De veras? —preguntó cortésmente y sin dejar de sonreír—. ¿Por qué no?

—Demasiado llamativo —dije. Derek se miró los zapatos, y añadí—: Me refiero al color, no me gusta el rojo.

—Lástima —dijo mirando a Sue, no a mí—. ¿Te gusta a ti el rojo?

Sue echó un vistazo a la cocina por encima del hombro de Derek.

—¿A mí? Oh, sí, me gusta el rojo, sobre todo en los coches.

Como Derek volvió a mirarme, aproveché para repetir:

—No me gusta el rojo en los coches. Les hace parecer juguetes.

Derek se alejó un paso de nosotros. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y se balanceaba sobre los talones. Replicó a toda prisa:

—Cuando crezcas un poco más, te darás cuenta de que eso es lo que son todos, juguetes, juguetes caros.

—¿Por qué juguetes? —dije—. Son muy útiles para ir por ahí.

Asintió y recorrió la sala con la mirada.

—Tenéis habitaciones muy espaciosas —dijo a Sue—. Es una casa grande.

—Mi cuarto es bastante pequeño —dijo Sue.

Me crucé de brazos e insistí:

—Si los coches son juguetes, todo lo que se compra es un juguete.

Julie entró en aquel momento con el estofado, seguida por Tom, que llevaba una barra de pan y un pimentero.

—Pensaré en ello, Jack —dijo Derek, y se volvió para apartar una silla del camino de Julie.

Antes de que nos sentáramos, me percaté de que Julie llevaba puestas las botas nuevas, la falda de terciopelo y la blusa de seda. Se sentó a la mesa al lado de Derek. Yo me puse en un extremo, junto a Tom. Me sentía demasiado furioso para tener hambre. Cuando Julie me tendió un plato con comida, le dije que no quería.

—No seas tonto —dijo, dejó el plato entre mi cuchillo y mi tenedor y sonrió a Derek. Éste asintió: lo comprendía todo.

Mientras comíamos, Julie y Sue llevaron la voz cantante. Derek estaba totalmente rígido. Se había extendido un pañuelo rojo y azul sobre el muslo y, cuando terminamos, se toqueteó el bigote con él. Luego lo dobló con cuidado y se lo guardó en el bolsillo. Yo quería ver cómo se achuchaban. Julie le puso la mano en la parte interna del brazo, a la altura del codo, y le pidió que le pasara la sal. Cogí la huevera que utilizábamos de salero antes que Derek y, al alcanzársela a mi hermana, cayó un reguero de sal en la mesa.

—Cuidado —dijo Derek con amabilidad.

Las chicas se enfrascaron en una conversación nerviosa acerca de tirar sal por encima del hombro y pasar bajo unas escaleras. En cierto momento vi que Derek guiñaba un ojo a Tom, y éste bajó la cabeza para que los rizos le ocultaran la cara. Luego, Julie se llevó a Derek al jardín, y Sue y yo fregamos los platos. Bueno, yo me limité a hacer de espectador con un trapo en la mano. Mirábamos por la ventana de la cocina. Julie señalaba las veredas y los escalones, casi invisibles ya bajo la maraña de arbustos resecos. Derek señaló hacia los bloques de pisos y trazó un amplio arco con el brazo, como si les ordenase que se derrumbaran. Julie asentía con seriedad.

—Es muy ancho de espaldas, ¿verdad? Seguro que el traje se lo han hecho a medida.

Observamos la espalda de Derek. Tenía la cabeza pequeña y redonda, el pelo cortado igual por todas partes, como un cepillo.

—No es tan fuerte —dije— y está bastante gordo.

Sue sacó unos cuantos platos mojados del fregadero y buscó un sitio donde ponerlos.

—Derek podría darte una paliza con el dedo meñique —dijo.

—¡Venga! —exclamé—. Que pruebe.

Un rato después, Julie y su amigo se sentaban junto al parterre alpino. Sue me quitó el trapo y se puso a secar los platos.

—Me apuesto lo que sea a que ni siquiera te imaginas lo que hace —dijo.

—Me importa una mierda lo que haga.

—No lo adivinarías nunca. Juega al billar.

—¿Y qué?

—Juega por dinero, es muy rico.

Volví a mirar a Derek y pensé en aquello. Estaba sentado de cara a mí y escuchaba a Julie. Había arrancado un tallo de hierba, lo mordisqueaba a pedacitos y los escupía. No hacía más que asentir a todo lo que Julie decía y, cuando por fin tomó la palabra, le puso una mano en el hombro y le dijo algo que la hizo reír.

—En el periódico hablaban de él —decía Sue.

—¿En qué periódico?

Sue nombró el semanario local. Al oírlo, yo me eché a reír.

—Todo el mundo sale ahí —dije—, si vive lo suficiente.

—Apuesto a que no sabes qué edad tiene. —No contesté—. Veintitrés —dijo Sue con orgullo y sonriéndome.

Me entraron ganas de sacudirla. —¿Y qué tiene eso de maravilloso? —Se secó las manos.

—Es la edad perfecta de los tíos.

—¿Qué dices? ¿Quién te lo ha dicho?

Sue titubeó.

—Me lo ha dicho Julie.

Jadeé y salí corriendo de la cocina. Me detuve en la sala para buscar al comandante Hunt. Al ordenar la sala, lo habían puesto en un estante. Corrí escaleras arriba con el libro, entré en mi cuarto, cerré de un portazo y me eché en la cama.

8

Los malos sueños comenzaron a convertirse en pesadillas, y la cosa iba a más. En el recibidor había una caja grande de madera ante la que yo debía de haber pasado una docena de veces sin prestarle mayor atención. Ahora me detenía a mirarla. La tapa, que solía estar fijada con clavos, estaba suelta, los clavos estaban doblados y la madera de alrededor se había astillado y estaba blanca. Me encontraba lo más cerca posible de ella, sin alcanzar a ver el interior. Sabía que soñaba y que lo importante era no tener miedo. Había algo en la caja. Me las arreglé para entreabrir los ojos y vi el ángulo inferior de la cama antes de que volvieran a cerrárseme. Estaba otra vez en el recibidor, un poco más cerca de la caja y mirando ansioso en el interior. Cuando quise abrir los ojos de nuevo, lo hice del todo y con facilidad. Vi el ángulo de la cama y parte de mi ropa. En el butacón que tenía al lado estaba mi madre, mirándome con ojos grandes y vacíos. Es porque está muerta, pensé. Era muy pequeña, y los pies apenas le llegaban al suelo. Cuando abrió la boca, reconocí hasta tal punto su voz que no podía imaginar cómo la había olvidado con tanta facilidad. Pero no alcancé a oír bien lo que decía. Utilizaba una palabra extraña,
malograrse
o
manosearse
.

—¿No puedes dejar de malograrte —dijo—, ni siquiera cuando te hablo?

—No hago nada —dije y, cuando bajé la mirada, me di cuenta de que la cama no tenía sábanas, que yo estaba desnudo y que me masturbaba delante de ella. La mano se desplazaba como la lanzadera de un telar. Le dije—: No puedo parar, no depende de mí.

—¿Qué diría tu padre —preguntó con tristeza— si viviera?

En el momento de despertar, decía yo en voz alta: «Pero los dos estáis muertos».

Una tarde le conté el sueño a Sue. Cuando descorrió el cerrojo para dejarme entrar, observé que tenía el cuaderno abierto en una mano. Mientras me escuchaba lo cerró y lo deslizó bajo la almohada. Ante mi sorpresa, mi sueño le hizo reír.

—¿Los chicos se lo hacen a todas horas?

—¿El qué?

—Ya sabes, malograrse.

En vez de responder directamente, dije: —¿Recuerdas cuando jugábamos a aquel juego?

—¿Qué juego?

—Aquel en que Julie y yo éramos médicos científicos y te examinábamos y que tú eras de otro planeta.

Mi hermana asintió y se cruzó de brazos. Hice una pausa. No tenía ni idea de lo que le diría a continuación.

—Bueno, ¿qué pasa con el juego?

Había ido allí para hablar del sueño y de mamá, y ya estábamos hablando de otra cosa.

—¿No te gustaría —dije muy despacio— que siguiéramos jugando a lo mismo?

Sue negó con la cabeza y apartó la mirada. —Casi no me acuerdo de lo que pasaba.

—Julie y yo solíamos desnudarte. —Mientras lo decía sonaba inverosímil.

Sue volvió a negar con la cabeza y dijo sin convicción:

—¿De veras? La verdad es que casi no me acuerdo, era muy pequeña. —Luego, tras una pausa, añadió con dulzura—: No hacíamos más que jugar a tonterías.

Me senté en la cama. El suelo estaba lleno de libros, algunos abiertos y boca abajo. Muchos eran de la biblioteca, e iba ya a coger uno cuando eso de pensar en los libros me llenó de un repentino hastío.

—¿No te cansas nunca de estar aquí leyendo todo el día?

—Me gusta leer —dijo Sue— y no se puede hacer otra cosa.

—Se pueden hacer muchas cosas —dije sólo para oírle repetir que no había nada más que hacer.

Pero se limitó a juntar los labios delgados y pálidos, como acostumbran a hacer las mujeres tras pasarse el pintalabios.

—No tengo ganas de hacer otra cosa —dijo. Después guardamos silencio durante un buen rato. Se puso a silbar e intuí que estaba esperando a que me fuese. Oímos que se abría la puerta trasera de la planta baja y también las voces de Julie y de su amigo. Quería que Sue sintiera tanta antipatía por Derek como yo, así tendríamos muchas cosas de que hablar. Sue enarcó sus imperceptibles cejas y comentó:

—Son ellos.

—¿Sí? —dije, y me sentí muy alejado de todas las personas que conocía.

Sue reanudó los silbidos y yo me puse a hojear una revista, pero los dos escuchábamos con atención. Los recién llegados no parecían subir. Oí correr agua y un tintineo de tazas.

—Sigues escribiendo en el cuaderno, ¿no? —dije a Sue.

—Un poco —contestó ella, y posó los ojos en la almohada, como preparada para detener cualquier intento de robo por mi parte.

Esperé un momento y luego le pedí con voz triste: —Me gustaría que me dejaras leer los pasajes sobre mamá, sólo esos pasajes. O, si lo prefieres, léemelos.

En la planta baja habían puesto la radio a todo volumen.

—Si vas al oeste, viejo…, hay que tener vista, sigue mi consejo…, ésta es la mejor autopista…

La canción me crispaba, pero seguí mirando a mi hermana con tristeza. —No entenderías nada.

—¿Por qué no?

Sue hablaba con rapidez:

—Nunca entendiste absolutamente nada de mamá. Siempre te portaste muy mal con ella.

—Eso es mentira —dije en voz alta y, al cabo de unos segundos, repetí—: Eso es mentira.

Sue estaba sentada al borde de la cama, con la espalda recta y una mano en la almohada. Cuando replicó, miraba con melancolía delante de sí:

—Nunca hiciste nada de lo que te pedía. Nunca hiciste nada por ayudarla. Siempre pensando en ti mismo, igual que ahora.

—No habría soñado con ella si no me importase —repliqué.

—No soñaste con ella —dijo Sue—, soñabas contigo. Por eso quieres ver mi diario, para ver si digo algo de ti.

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