—¿Fue el crío pelirrojo? —dije.
—No —dijo Tom con una queja—. Su amigo.
Una vez estuvo limpio, ya no parecía tener tan mal aspecto y la sensación de tragedia fue desvaneciéndose. Julie le envolvió en una toalla de baño y le acompañó arriba. Sue y yo fuimos por delante para preparar a mamá. Tuvo que haber oído algo porque se había levantado de la cama y puesto la bata, lista para bajar.
—No ha sido más que una pelea en la escuela —le dijimos—. Pero Tom ya está bien.
Volvió a la cama y Julie acomodó a Tom a su lado.
Luego, mientras hablábamos de lo ocurrido y tomábamos té alrededor de la cama, Tom, envuelto todavía en la toalla, se quedó dormido.
Cierta noche, después de cenar, estábamos abajo.
Tom y mamá dormían ya. Aquel día, mamá había enviado a Julie a la escuela de Tom para que hablara con el profesor a propósito de aquel abuso y estuvimos charlando al respecto.
Sue nos contó a Julie y a mí que había tenido con Tom
la más rara
de las conversaciones. Sue esperó a que uno de nosotros la instara.
—Pues ¿qué te dijo? —pregunté yo al cabo de medio minuto.
Sue emitió una risa nerviosa.
—Me pidió que no se lo dijera a nadie.
—Entonces, será mejor que no lo hagas —dijo Julie, pero Sue prosiguió.
—Vino a mi cuarto y me preguntó: «¿Qué es ser una chica?», y yo le dije: «Algo muy bonito, ¿por qué?», y él me dijo que estaba cansado de ser chico y que ahora quería ser una chica. Y yo le dije: «Pero si eres un chico, no puedes ser una chica», y él dijo: «Sí que puedo. Cuando se quiere, se puede». Entonces le pregunté: «¿y por qué quieres ser una chica?», y él contestó: «Porque entonces no te pegan». Y yo le dije que a veces sí, pero él dijo: «No te pegan, no te pegan». Así que entonces le dije: «¿Cómo vas a ser una chica si todos saben que eres un chico?», y él dijo: «Me pondré un vestido, me arreglaré el pelo como tú y entraré por la puerta de las chicas». Entonces yo le dije que aquello no se podía hacer, pero él dijo que sí, que a pesar de todo quería, quiere…
Sue y Julie se reían ya de tal modo que fue imposible continuar con la historia. Yo ni siquiera sonreía. Estaba aterrado y fascinado.
—Pobre tontorrón —decía Julie—. Tendríamos que dejarle, si eso es lo que quiere.
Sue estaba encantada y batió palmas.
—Estará precioso con uno de mis vestidos. Con esa carita tan dulce.
Se miraban la una a la otra y se reían. Había una extraña excitación en el ambiente.
—Parecerá un cretino cabrón —dije de pronto.
—¿De veras? —dijo Julie con frialdad—. ¿Por qué piensas eso?
—Tú sabes que es cierto…
Se produjo un silencio; Julie acumulaba y daba forma a su irritación. Tenía las manos desnudas encima de la mesa, un poco más morenas que de costumbre bajo la luz eléctrica.
—Si le dejas que haga el ridículo —murmuré cuando intuí que debía callar—, sólo conseguirás que se ría la gente.
Julie habló con serenidad:
—Crees que las chicas parecen subnormales, idiotas, estúpidas…
—No —dije indignado.
—Piensas que parecer una chica es humillante porque crees que es humillante serlo.
—Lo sería para Tom si pareciera una chica.
Julie aspiró una profunda bocanada de aire y la voz se le trocó en un murmullo.
—Las chicas pueden llevar vaqueros, el pelo corto, camisa y botas porque está muy bien ser un chico, para las chicas es como subir de categoría. Pero que un chico parezca una chica es degradante, según tú, porque en secreto crees que ser una chica es degradante. ¿Por qué, si no, pensarías que para Tom es humillante ponerse un vestido?
—Porque lo es —dije con resolución.
—Pero ¿por qué? —preguntaron Julie y Sue a la vez.
Antes de que yo dijera nada, Julie dijo:
—Si para ir mañana a la escuela yo me pongo tus pantalones y tú mi camisa, no tardaremos en ver quién lo pasa peor. Todos te señalarían a ti y se reirían —Julie me señalaba desde el otro lado de la mesa y con los dedos a un centímetro de mi nariz—: ¡Miradle! Parece…, parece… ¡puf! ¡Una chica!
—Y miradla a ella —Sue señalaba a Julie—, parece como si…, parece más elegante con esos pantalones.
Las dos se reían tan fuerte que cayeron la una en brazos de la otra.
No fue más que una discusión teórica, porque al día siguiente Tom estaba de vuelta en la escuela, y el maestro escribió a mamá una larga carta. Nos leyó fragmentos en voz alta mientras Sue y yo poníamos la mesa del comedor en su dormitorio.
«Es un placer tener a Tom en clase». Muy satisfecha, mamá leyó esta frase varias veces. También le gustaba: «Es un niño amable, pero fogoso». Habíamos decidido comer con mamá en su cuarto. Yo había subido, además, dos pequeñas butacas y apenas había sitio para moverse alrededor de la cama. Leer la carta la dejó agotada. Estaba recostada en los almohadones, con las gafas medio caídas de la mano. La carta se deslizó al suelo. Sue la recogió y la devolvió al sobre.
—Cuando pueda levantarme —le dijo mamá—, decoraremos la planta baja antes de amueblarla de nuevo.
Sue estaba sentada en la cama y las dos hablaron de los colores que pondrían. Yo estaba a la mesa, apoyado en los codos. Se avecinaba la noche y aún hacía mucho calor. Las dos ventanas de guillotina estaban abiertas al máximo. De fuera llegaba el ruido de niños que jugaban junto a las casas prefabricadas de la otra punta de la calle, súbitos grititos por sobre el murmullo de las voces, el nombre de uno a quien llamaban. Había muchas moscas en la habitación. Observé una que me correteaba por el brazo. Julie tomaba el sol en el parterre alpino y Tom se había ido a jugar a la calle.
Mamá se había dormido. Sue le quitó las gafas de la mano, las dobló, las dejó en la mesita de noche y enseguida abandonó el dormitorio. Yo oía el ritmo de la respiración de mi madre.
Un trocito de moco seco producía un sonido ligero y silbante, como el de una espada afilada en el aire, que fue desapareciendo. Que la mesa del comedor estuviera allí arriba era una novedad para mí, y eso me retenía en el cuarto. Veía por vez primera los nudos y las vetas de la madera bajo la capa de barniz. Puse los brazos desnudos sobre la fría superficie. Me parecía más significativa allí arriba, y ya no podía imaginármela en la planta baja. Mi madre hizo un ruido como de mascar, rápido y suave, con la lengua contra los dientes, como si soñara que tenía sed. Al final me levanté y fui hasta la ventana bostezando sin parar. Tenía deberes que hacer, pero, como las largas vacaciones del verano estaban a punto de empezar, ya no me preocupaba. Ni siquiera estaba seguro de si quería volver al colegio en otoño, aunque tampoco tenía proyectado hacer otra cosa. En la calle, Tom y un chico de su estatura tiraban de un neumático de camión y no tardé en perderlos de vista. Que lo arrastrasen en vez de hacerla rodar me hizo sentirme muy cansado.
Iba a sentarme otra vez a la mesa cuando mi madre me llamó por mi nombre y fui a sentarme en la cama. Sonrió y me rozó la muñeca. Puse mi mano entre mis rodillas. No quería que me tocasen, hacía demasiado calor.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Nada —le dije con un suspiro.
—¿Estás aburrido?
Asentí. Quiso acariciarme con la mano, pero estaba fuera de su alcance.
—Esperemos que encuentres un trabajo para estas vacaciones, así conseguirás un poco de dinero para tus cosas.
Gruñí con ambigüedad y me volví a mirarla sólo unos segundos. Tenía los ojos muy hundidos, como siempre, y con la piel que los rodeaba oscura y con rayas concéntricas, como si también ésta fuera una superficie con capacidad para ver. El pelo se le había vuelto más fino y ceniciento, algunos mechones le caían hasta la sábana. Llevaba una rebeca de color rosa tirando a gris encima del camisón, y la manga le formaba un bulto en la muñeca a causa de los pañuelos que se metía allí.
—Acércate un poco, Jack —dijo—. Quiero decirte algo y no quiero que lo oigan los demás.
Me moví cama arriba y me posó la mano en el antebrazo.
Transcurrió un par de minutos sin que despegara los labios. Esperé, un tanto aburrido, con la ligera sospecha de que iba a hablarme de mi aspecto o de mis pérdidas de sangre. De ser así, ya estaba listo para levantarme y abandonar la habitación. Por fin dijo:
—Es posible que me vaya pronto.
—¿Adónde? —dije al instante.
—Al hospital, a ver si saben de una vez lo que tengo.
—¿Durante cuánto tiempo?
Su mirada se apartó de la mía y se posó en mi hombro.
—Puede que durante bastante. Por eso quiero hablar contigo. —Me interesaba más a cuánto tiempo se refería, una sensación de libertad me espoleaba. Pero añadió—: Por lo tanto, Julie y tú tendréis que ocuparos de todo.
—Querrás decir que Julie se ocupará de todo —repliqué malhumorado.
—Los dos —dijo con firmeza—. No estaría bien dejárselo todo a ella.
—Entonces díselo —dije—, dile que yo también mando.
—Hay que llevar la casa como es debido, Jack, y hay que cuidar de Tom. Tendrás que cuidar de que todo esté en orden y limpio, de lo contrario ya sabes qué ocurrirá.
—¿Qué?
—Que vendrán y se llevarán a Tom para cuidar de él, y es posible que pase lo mismo con Sue y contigo. Julie no querrá quedarse sola y se marchará. O sea que la casa se quedará vacía, correrá la noticia y no pasará mucho antes de que la asalten, se lleven lo de dentro y lo rompan todo. —Me dio un apretón en el brazo y sonrió—. Y, cuando yo salga del hospital, no tendremos dónde volver. —Asentí—. He abierto una cuenta corriente en la caja postal, a nombre de Julie, y le darán dinero de mis ahorros. Hay suficiente para todos durante bastante tiempo, seguramente hasta que salga del hospital.
Se recostó contra los almohadones y entornó los ojos. Me puse de pie.
—Muy bien —dije—, ¿cuándo te irás?
—Tal vez dentro de un par de semanas —contestó sin abrir los ojos. Cuando estuve en la puerta, dijo—: Cuanto antes mejor, digo yo.
—Sí.
Al notar que mi voz provenía de otro lugar de la habitación abrió los ojos. Me quedé en la puerta, listo para salir.
—Estoy cansada de estar aquí todo el día, sin hacer nada —añadió.
Tres días después estaba muerta. Julie la encontró al volver de la escuela, el viernes por la tarde, último día de curso. Sue se había llevado a Tom a nadar y yo llegué unos minutos después que Julie. Al doblar por el sendero de la entrada, vi a Julie apoyada en la ventana de mamá, y ella me vio, pero nos ignoramos el uno al otro. No subí enseguida. Me quité la camisa y los zapatos y tomé un vaso de agua fría del grifo de la cocina. Busqué algo para comer en el frigorífico, encontré un poco de queso y una manzana y me los comí. La casa estaba muy silenciosa y sentí la opresión de las semanas vacías que se avecinaban. Aún no había encontrado trabajo, ni siquiera lo había buscado. Por costumbre, subí para saludar a mi madre. Encontré a Julie en el rellano que había ante el dormitorio de mamá y, cuando me vio, cerró la puerta y se inclinó para echar la llave. Se encaró conmigo con un ligero temblor y apretando la llave con fuerza en el puño.
—Ha muerto —dijo con voz apagada.
—¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes?
—Hace meses que estaba muriéndose. —Julie me apartó para que le dejara paso—. Ella no quería que vosotros lo supierais.
Aquel
vosotros
me dolió en el acto.
—Quiero verla —dije—. Dame la llave.
Julie negó con la cabeza.
—Será mejor que bajes y hablemos antes de que vuelvan Tom y Sue.
Por un momento pensé arrebatarle la llave, pero me volví y, exaltado, próximo a la carcajada blasfema, seguí a mi hermana escaleras abajo.
Cuando entré en la cocina, Julie ya se había acicalado. Se había hecho una cola de caballo en el pelo y estaba apoyada en el fregadero, cruzada de brazos. Tenía un pie en el suelo y el otro posado en la alacena que había tras ella, de modo que se le destacaba la rodilla.
—¿Dónde has estado? —preguntó, pero no entendí a qué se refería.
—Quería mirar —dije. Julie negó con la cabeza—. Los dos estamos al mando —añadí mientras rodeaba la mesa de la cocina—. Ella me lo dijo.
—Ella está muerta —dijo Julie—. Siéntate. ¿No lo comprendes? Está muerta.
Me senté.
—Yo también mando —dije, y me puse a llorar porque me habían tomado el pelo.
Mi madre se había ido sin decirle a Julie lo que me había dicho a mí. Se había ido, no al hospital, sino del todo, y nadie podría corroborar lo que ella me había dicho. Por un momento percibí con claridad el hecho de su muerte, y mi llanto fue volviéndose seco y pausado.
Pero entonces imaginé yo era alguien a quien se le acababa de morir la madre, y el llanto recobró humedad y constancia. Julie me había puesto la mano en el hombro. Nada más percatarme de ello, vi, como si mirase por la ventana de la cocina, la escena inmóvil que componíamos, la una de pie, el otro sentado, y durante un instante no supe quién era yo. Alguien que había debajo de mí lloraba a lágrima viva. No sabía a ciencia cierta si Julie esperaba con dulzura o con impaciencia a que yo dejara de llorar. Ni siquiera sabía si pensaba en mí, ya que la mano que tenía en mi hombro descansaba con indiferencia. Dejé de llorar a causa de esta incertidumbre. Quería verle la expresión de la cara.
Julie recuperó la postura que había tenido junto al fregadero y dijo:
—Tom y Sue están a punto de llegar. —Me sequé la cara y me soné con el trapo de la cocina—. Podríamos decírselo en cuanto lleguen. —Asentí y esperamos en silencio durante casi media hora.
Cuando Sue entró y Julie le dio la noticia, las dos se deshicieron en lágrimas y se abrazaron. Tom seguía por ahí fuera, jugando en la calle. Observé el llanto de mis hermanas, me dio la sensación de que habría sido violento mirar a otra parte. Me sentía marginado, pero no quería parecerlo. En cierto momento puse la mano en el hombro de Sue, tal como Julie había hecho conmigo, pero ninguna de las dos pareció notarlo, no más que dos luchadores de lucha libre en medio de una llave, de modo que la aparté. Mientras lloraban, Julie y Sue se decían cosas ininteligibles, para sí mismas quizás, o tal vez entre sí. Deseé abandonarme como ellas, pero me sentía vigilado. Quería mirarme en el espejo. Cuando llegó Tom, las dos se separaron y apartaron la cara. Tom pidió un vaso de zumo, se lo bebió y se fue. Sue y yo fuimos tras Julie, escaleras arriba, y, mientras estábamos con ella en el rellano esperando a que abriese la puerta, pensé en Sue y en mí como en un matrimonio a quien se le va a enseñar la habitación de un hotel siniestro. Eructé, Sue rió con nerviosismo y Julie nos llamó la atención con un
chist
.