Read Jardín de cemento Online

Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

Jardín de cemento (3 page)

BOOK: Jardín de cemento
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Cogí una manzana del frutero y fui a la cocina.

Crucé el umbral arrastrando los pies, contemplé a la familia, que desayunaba, y lancé la manzana al aire para volver a atrapada, con un seco chasquido contra la palma de la mano.

Julie y Sue leían sus libros de texto mientras comían. Mi madre, agotada por otra noche sin dormir, no probaba bocado. Sus ojos hundidos estaban grisáceos y acuosos. Tom quería acercar su silla a la de ella entre gemidos de irritación. Quería sentarse en su regazo, pero ella se quejó diciendo que pesaba demasiado. Le puso la silla como Tom quería y le pasó la mano por el pelo.

La cuestión era si Julie iría a la escuela conmigo.

Solíamos ir juntos todas las mañanas, pero por entonces ella prefería que no la vieran conmigo. Seguí jugando con la manzana, convencido de que aquello ponía nerviosos a todos. Mi madre me observaba con fijeza.

—Vamos, Julie —dije por fin.

Julie volvió a llenarse la taza de té.

—Tengo cosas que hacer —dijo con firmeza—. Vete tú.

—¿Qué dices tú, Sue?

Mi hermana menor no apartó los ojos del libro. —Aún no —murmuró.

Mi madre me recordó con dulzura que yo no había desayunado todavía, pero me encontraba ya en el recibidor. Cerré de un portazo y crucé la avenida. Nuestra casa había estado antaño en una calle llena de viviendas. Ahora se alzaba en un descampado donde las ortigas crecían entre pedazos de chapa ondulada. Habían derribado las demás casas a causa de una autopista que nunca se había construido. A veces, los chicos de los bloques vecinos venían a jugar cerca de casa, aunque por lo general se iban al otro extremo de la avenida, a las casas prefabricadas vacías, para derribar las paredes a patadas y llevarse lo que encontrasen. Una vez prendieron fuego a una y nadie se preocupó demasiado. Nuestra casa era antigua y grande. Estaba construida de manera que se pareciese un poco a un castillo, con paredes gruesas, ventanas bajas y almenas encima de la puerta principal. Vista desde el otro lado de la avenida, parecía la cara de un individuo concentrado, procurando recordar.

Nunca venía nadie a visitamos. Ni mi madre ni mi padre, cuando éste estaba vivo, tenían auténticos amigos, sólo familia. Eran hijos únicos, y mis abuelos habían muerto. Mi madre tenía parientes lejanos en Irlanda, aunque no los había visto desde niña. Tom tenía un par de amigos con quienes jugaba a veces en la calle, pero nunca les habíamos dejado entrar. Ya ni siquiera había lechero en la avenida. Por lo que yo recordaba, los últimos en visitarnos habían sido los de la ambulancia que se había llevado a mi padre.

Me quedé allí unos minutos preguntándome si debía volver dentro para decirle algo conciliador a mi madre. Iba ya a moverme cuando se abrió la puerta y salió Julie. Llevaba el impermeable negro del colegio, de tela de gabardina, con el cinturón apretado y el cuello subido. Se volvió con rapidez para detener la puerta antes de que se cerrase de golpe, y el impermeable, la falda y la combinación —efecto buscado— giraron con ella. Aún no me había visto. Observé que se colgaba la cartera del hombro. Julie corría como el viento, pero andaba como dormida, muy despacio, con la espalda rígida y en línea muy recta. A menudo parecía sumida en meditaciones, pero, cuando le preguntábamos, siempre se quejaba de tener la mente en blanco.

No me vio hasta que hubo cruzado la avenida, y entonces esbozó un mohín, entre sonrisa y sollozo, y no dijo nada. Su silencio nos asustaba un poco, pero entonces ella solía quejarse con voz de armónica confusión para alegar que era precisamente ella la que estaba asustada. Era cierto, era una chica tímida —en clase corría el rumor de que nunca hablaba sin ruborizarse—, pero poseía una fortaleza y un despego serenos, y vivía en el mundo aparte de los que son, y en secreto se saben, excepcionalmente bellos. Anduve a su lado, y ella siguió mirando al frente, la espalda tiesa como una regla, los labios dulcemente fruncidos.

Cien metros más allá, la avenida empalmaba con una calle. Aún quedaban en pie algunas casas. Las demás, así como todas las del cruce más próximo, se habían derribado para construir colmenas de pisos de veinte plantas. Se alzaban en amplias pistas de asfalto resquebrajado en las que se abrían paso las malas hierbas. Parecían incluso más viejas y tristes que nuestra casa. Los laterales de cemento tenían manchas descomunales, casi negras, a causa de la lluvia. Nunca se secaban. Cuando Julie y yo llegamos al final de la avenida, me colgué de su muñeca y dije:

—Señorita, permítame llevarle la cartera.

Julie se soltó el brazo y siguió andando. Me puse a bailotear delante de ella y avanzando de espaldas. Sus sombríos silencios me producían cierto malestar. —¿Quieres pelear? ¿Quieres correr? —Julie bajó la mirada y siguió su camino. Pregunté con voz neutra—: ¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Estás mosca?

—Sí.

—¿Conmigo?

—Sí.

Me detuve antes de hablar otra vez. Julie se alejaba ya, absorta en alguna visión interior de su ira. —¿Por mamá? —dije.

Llegábamos ya a la altura del primer bloque de pisos y alcanzamos a ver el interior del vestíbulo. Una banda de críos de otra escuela se apelotonaba en torno al hueco del ascensor. Estaban apoyados en las paredes sin decirse nada. Esperaban a que alguien bajase en el ascensor.

—Entonces me vuelvo —dije, y me detuve.

Julie se encogió de hombros e hizo un brusco movimiento con la mano para dejar claro que ella seguía su camino.

De vuelta en nuestra calle, me encontré con Sue.

Iba con un libro abierto en la mano. Llevaba la cartera en la espalda, bien alta y sujeta. Tom avanzaba unos metros detrás. Por la expresión de su rostro, estaba claro que se había producido otra escena para hacerle salir de casa. Me sentía más a gusto con Sue. Era dos años menor que yo y, si tenía secretos, éstos no me intimidaban. Una vez vi en su cuarto una loción que había comprado para
disolver
las pecas. Tenía la cara alargada y delicada, los labios incoloros, los ojos pequeños y como cansados, y las pestañas muy claras, casi invisibles. Con su frente alta y el fino cabello, a veces parecía una chica de otro planeta. No nos detuvimos, pero, al cruzamos, Sue levantó la vista del libro y dijo:

—Vas a llegar tarde.

—He olvidado una cosa —murmuré.

Tom estaba ocupado en controlar su miedo al colegio y no me vio. Cuando me di cuenta de que Sue lo llevaba a clase para ahorrar a mamá la caminata hasta la escuela de Tom, me sentí aún más culpable y apreté el paso.

Rodeé la casa, camino del jardín trasero, y observé a mi madre por una ventana de la cocina. Estaba sentada a la mesa con las sobras del desayuno y cuatro sillas vacías ante sí. Lo que más cerca tenía era mi tazón de leche con cereales, que yo no había tocado. Tenía una mano en el regazo, la otra en la mesa, el brazo doblado, como si fuera a apoyar la cabeza en él. A su lado estaba el frasco chato y negro de sus pastillas. Su cara reunía rasgos de Julie y de Sue, como si fuera hija de ambas. Tenía la piel lisa y tirante en los suaves pómulos. Todas las mañanas se pintaba los labios, trazando una curva perfecta de rojo intenso. Pero los ojos, envueltos en un pellejo oscuro y arrugado como un hueso de melocotón, estaban tan hundidos en la cara que parecían mirar desde un pozo profundo. Se acarició los espesos rizos oscuros de la nuca. Algunas mañanas me encontraba una maraña de pelo flotando en el váter. Lo primero que hacía siempre era tirar de la cadena. Entonces se levantó y, sin dejar de darme la espalda, se puso a recoger la mesa.

Cierta mañana, cuando yo tenía ocho años, volví de la escuela fingiendo que estaba muy enfermo. Mi madre lo comprendió. Me puso el pijama, me llevó al sofá del cuarto de estar y me abrigó con una manta. Sabía que yo había vuelto para monopolizarla mientras mi padre y mis dos hermanas estuvieran fuera de casa. Es posible que se alegrase de tener compañía durante el día. Estuve allí tendido hasta la caída de la noche, observándola mientras trabajaba, y, cuando se iba a otra parte de la casa, yo escuchaba con atención. Estaba afectado por el hecho evidente de su independencia. Ella seguía su vida, incluso cuando yo estaba en el colegio. Y aquéllas eran las cosas que hacía. Todo el mundo seguía su vida. La idea había sido digna de recuerdo en aquella época, aunque no dolorosa. Ahora, viéndola encorvarse para limpiar las cáscaras de huevo de la mesa y pasarlas al recogedor, la misma y sencilla idea suscitó en mí tanto tristeza como sensación de amenaza, en una combinación intolerable. Mi madre no era una invención particular mía, ni de mis hermanas, aunque yo siguiera inventándomela e ignorándola. Al agarrar una botella de leche vacía, se volvió de repente hacia la ventana. Retrocedí al instante. Y, mientras corría por el sendero lateral, oí que se abría la puerta trasera y que me llamaba por mi nombre. La vislumbré mientras doblaba la esquina de la casa. Me llamó otra vez cuando desemboqué en la calle. Corrí sin parar, imaginando que la oía por encima del ruido de mis pies en el asfalto.

—Jack…, Jack.

Alcancé a mi hermana Sue en el momento en que entraba en el colegio.

3

Sabía que era por la mañana y que era una pesadilla. Me despertaría a fuerza de voluntad. Quise mover las piernas, tocarme un pie con el otro. La mínima sensación bastaría para reintegrarme al mundo y sacarme del sueño. Me seguía alguien a quien no podía ver. Ese alguien llevaba en las manos una caja y quería que yo mirase dentro, pero seguí corriendo. Me detuve un instante, y traté de mover las piernas otra vez o de abrir los ojos. Pero alguien se acercaba con la caja, no había tiempo y tenía que seguir corriendo. Entonces nos encontramos cara a cara. La caja, de madera y con goznes, quizá contuviera en otro tiempo puros de los caros. La tapa estaba alzada unos centímetros y el interior estaba demasiado oscuro para ver nada. Seguí corriendo para ganar tiempo y esta vez pude abrir los ojos. Antes de que se me acercaran, vi el dormitorio, mi camisa del uniforme en una silla, un zapato boca abajo en el suelo. Pero ahí estaba otra vez la caja. Yo sabía que dentro había una criatura pequeña, encerrada contra su voluntad y que olía a rayos. Quise gritar, con la esperanza de despertarme al oír mi voz.

Ningún ruido brotó de mí garganta, ni siquiera alcancé a mover los labios. Otra vez levantaban la tapa de la caja. Ya no podía volverme y echar a correr, porque había corrido durante toda la noche y ahora no tenía otra alternativa que mirar dentro. Oí con gran alivio que se abría la puerta de mi cuarto y que unos pasos se acercaban. Alguien se sentaba al borde de la cama, exactamente a mi lado, y pude abrir los ojos.

Mi madre se había sentado de tal modo que sentí mis brazos aprisionados bajo las sábanas. Eran las ocho y media, según el despertador, e iba a llegar tarde al colegio. Mi madre debía de llevar levantada dos horas. Olía al jabón de color rosa chillón que gastaba.

—Ya es hora de que hablemos tú y yo —dijo. Cruzó las piernas y apoyó las manos en las rodillas. Su espalda, como la de Julie, era muy recta. Me sentí en desventaja, allí echado, e intenté incorporarme. Pero ella dijo—: Quédate tumbado un momento.

—Se me hace tarde —repliqué.

—Quédate tumbado un momento —repitió, haciendo hincapié en la última palabra—. Quiero hablar contigo. —El corazón me latía muy aprisa; miré al techo, más allá de su cabeza. Apenas acababa de salir del sueño—. Mírame —dijo—. Quiero mirarte a los ojos. —Yo la miré a los ojos, que me recorrieron la cara con nerviosismo. Vi mi propio reflejo hinchado—. ¿Te has mirado los ojos en un espejo últimamente? —dijo.

—No —mentí.

—Tienes las pupilas dilatadas, ¿lo sabías? —negué con la cabeza—. Y tienes bolsas en la parte inferior incluso al despertar. —Hizo una pausa. Alcancé a oír al resto de la familia, que desayunaba abajo—. ¿Y sabes a qué se debe? —Volví a negar con la cabeza y ella hizo otra pausa. Se echó hacia delante y habló con apremio—: Sabes a qué me refiero, ¿verdad? —Los latidos del corazón me retumbaban en los oídos.

—No —dije.

—Sí lo sabes, cariño. Sabes a qué me refiero, se te nota.

No pude sino confirmárselo con mi silencio.

No le iba toda aquella severidad; había un dejo falso y teatral en su voz, el único de que ella era capaz para transmitir su difícil mensaje.

—No creas que no sé lo que pasa. Te estás haciendo un buen mozo y estoy orgullosa de ello… Son cosas que tu padre te habría dicho… —Desviamos la mirada, los dos sabíamos que aquello no era cierto—. Hacerse mayor es difícil, pero si lo afrontas como lo haces, te vas a hacer mucho daño, harás mucho daño al desarrollo del cuerpo.

—Daño… —repetí.

—Sí, mírate —dijo con voz más suave—. No te puedes poner en pie por la mañana, todo el día te sientes cansado, estás de mal humor, no te lavas ni te cambias de ropa, eres violento con tus hermanas y conmigo. Y tú y yo sabemos a qué se debe. Cada vez… —la voz se le iba y, en vez de mirarme a mí, se miraba las manos, apoyadas en el regazo—. Cada vez… que lo haces, hace falta un litro de sangre para reponerlo. —Me miró con desafío.

—Sangre —murmuré.

Se inclinó hacia delante y me besó con suavidad en la mejilla.

—No te molesta que te diga estas cosas, ¿verdad?

—No, no —contesté.

Mi madre se puso de pie.

—Algún día, cuando tengas veintiún años, vendrás y me darás las gracias por lo que te he dicho.

Asentí. Se inclinó, me revolvió el pelo con afecto y salió del cuarto con rapidez.

Mis hermanas y yo no jugábamos ya en la cama de Julie. Los juegos habían cesado al poco de morir papá, aunque no había sido su muerte lo que les había puesto punto final. Sue había empezado a poner objeciones. Quizá se había enterado de algo en la escuela y se sentía avergonzada por dejamos hacerle cosas. Nunca lo supe con seguridad, porque era algo de lo que no podía hablarse. Y Julie se había distanciado aún más. Se maquillaba y tenía muchos secretos. En la cola del comedor del colegio, oí en cierta ocasión que se refería a mí como al
crío de mi hermano
, cosa que me dolió. Tenía largas charlas con mamá en la cocina, que se interrumpían cuando Tom, Sue o yo entrábamos de repente. Igual que mi madre, Julie me hacía observaciones a propósito del pelo o la ropa, aunque no con amabilidad, sino con desprecio.

—Apestas —me decía siempre que no nos poníamos de acuerdo—. Hiedes, te lo digo en serio. ¿Por qué no te cambias de ropa?

Las observaciones como ésa me volvían grosero.

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