—Que te den por el culo —le siseaba, y me arrojaba a sus tobillos con ánimo de hacerle cosquillas hasta que muriera de agotamiento.
—¡Mamá! —gritaba—. ¡Mamá, mira a Jack!
Y mi madre, desde donde se encontrase, decía con aire cansado:
—Jack…
La última vez que le hice cosquillas a Julie esperé a que mamá estuviera en el hospital, entonces me calcé unos guantes de jardinero, grandes y mugrientos, cuyo último usuario había sido mi padre, y seguí a Julie hasta su dormitorio. Se había sentado ante el pequeño escritorio donde solía hacer los deberes. Yo me quedé en la puerta con las manos en la espalda.
—¿Qué quieres? —dijo muy displicente. Habíamos tenido una discusión abajo.
—Vengo a por ti. —Me limité a decir y abrí mis enormes manos en dirección a ella, con los dedos separados.
Le entró flojera sólo de verlas avanzar. Quiso levantarse, pero se dejó caer en la silla.
—Atrévete —alcanzó a decir entre crecientes risitas—. Tú, atrévete. —Las manazas estaban todavía a unos centímetros de ella, y ya se retorcía entre chillidos—: No…, no…, no…
—Sí —dije—, ha llegado tu hora.
La arrastré por el brazo hasta la cama. Se echó con las rodillas levantadas, las manos alzadas para protegerse el cuello. No se atrevía a apartar los ojos de las manazas que tenía ya sobre ella, listas para lanzarse.
—Apartaos —murmuró. Me sorprendió y me pareció gracioso que se dirigiera a los guantes y no a mí.
—Han venido en tu busca —dije y bajé las manos unos centímetros—. Pero no se sabe dónde golpearán primero.
Debilitada, quiso sujetarme las muñecas, pero escabullí las manos bajo las suyas y los guantes le atenazaron el tórax con firmeza, a la altura de los sobacos. Mientras Julie se deshacía en carcajadas y se esforzaba por tomar aire, yo reía también, complacido, con fuerza. Había, sin embargo, un no sé qué de terror en su pataleo. No podía respirar. Ella quería decir
por favor
, pero yo, lleno de júbilo, era incapaz de detenerme. El aire le seguía saliendo de los pulmones entre breves cloqueos. Una mano dio un tirón a la tosca materia del guante. Al acercarme y adoptar una posición mejor para seguir sujetándola, noté que me corría por la rodilla un líquido caliente. Aterrado, salté de la cama y me quité los guantes. Las últimas risotadas de Julie se habían convertido en gemidos extenuados. Seguía echada, y las lágrimas le corrían por las mejillas y se le perdían entre el pelo. En toda la habitación flotaba un ligero olor a orina. Recogí los guantes del suelo. Julie volvió la cabeza.
—Vete —dijo con malhumor.
—Lo siento —dije.
—¡Vete!
Tom y Sue espiaban desde la puerta.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó Sue cuando salí.
—Nada —contesté y cerré la puerta muy despacio.
Fue más o menos por entonces cuando mamá empezó a irse temprano a la cama, cada vez con mayor frecuencia. Decía que apenas podía mantenerse despierta.
—Unas cuantas noches como ésta —decía—, y me recuperaré.
Aquello dejaba a Julie a cargo de la cena y de la hora de irse a la cama. Sue y yo estábamos en la sala oyendo la radio. Julie entró y de pronto la apagó con brusquedad.
—Vacía el cubo de la basura, ¿quieres? —me dijo—. Y saca los cubos grandes.
—Vete a la mierda —exclamé—, estaba oyendo la radio —y fui a darle al botón de encendido.
Julie lo tapó con la mano. Todavía sentía demasiada vergüenza por lo que le había hecho para ponerme a pelear con ella. Unas palabras de resistencia convencional, y ya estaba sacando los cubos grandes. Cuando volví, Sue pelaba patatas ante el fregadero. Luego, cuando nos sentamos a cenar, reinó un silencio tenso en vez del alboroto habitual. Cuando miré a Sue, ésta emitió una risita. Julie no nos miraba y, cuando hablaba, lo hacía en voz baja y a Tom. Cuando se ausentó unos minutos para subir una bandeja con comida, Sue y yo nos dimos puntapiés por debajo de la mesa entre carcajadas. Pero nos detuvimos cuando oímos que Julie estaba de vuelta.
A Tom no le gustaban aquellas tardes sin su madre. Julie le hacía apurar todo lo que tenía en el plato y no le dejaba gatear debajo de la mesa para hacer gracias.
Lo que más le fastidiaba era que Julie no le dejara entrar en el cuarto de mamá cuando ésta dormía. Le encantaba encaramarse hasta ella completamente vestido. Julie le cogió de la muñeca cuando iba a subir.
—No subas —le dijo con calma—. Mamá duerme. –Tom lanzó un aullido tremendo, pero no se resistió cuando ella lo arrastró hasta la cocina. Tom le tenía demasiado miedo. Ella se había distanciado repentinamente de nosotros, serena, segura de su autoridad. Yo quería decirle: «Venga, Julie, no finjas. Sabemos cómo eres en realidad». Y no dejaba de mirarla. Pero sus ojos no me respondían. Siempre estaba ocupada, y nuestras miradas sólo se cruzaban durante breves instantes.
Yo evitaba estar a solas con mi madre por si volvía a hablarme de aquello. Sabía por los compañeros del colegio que no estaba en lo cierto. Pero cada vez que me ponía a ello, un par de veces al día, me cruzaba la cabeza la imagen de botellas de litro llenas de sangre, tapadas con papel de estaño plateado. Pasaba más tiempo con Sue. Parecía más simpática conmigo o, por lo menos, estaba decidida a no pelearse conmigo. Sue dedicaba gran parte de su tiempo a leer en su cuarto y nunca me decía nada cuando me dejaba caer por allí. Leía novelas de chicas de su edad, unos trece años, que vivían aventuras en un internado. De la biblioteca pública del barrio sacaba grandes libros ilustrados sobre dinosaurios y volcanes, o peces de los mares tropicales. Yo los hojeaba a veces y miraba las láminas. Lo que los libros explicaban no me interesaba. Desconfiaba de los dibujos de los dinosaurios y dije a Sue que nadie sabía cómo habían sido en realidad. Ella me habló de los esqueletos y de todos los rastros que habían contribuido a reconstruidos. Discutimos durante toda la tarde. Ella sabía más que yo, pero yo no estaba dispuesto a que se saliera con la suya. Por fin, aburridos y exasperados, nos pusimos de mal humor y cada cual se fue por su lado. Pero mucho más a menudo hablábamos como conspiradores, de la familia y de todos los demás que conocíamos, analizábamos su conducta y aspecto, y comentábamos qué
parecían en realidad
. Nos preguntábamos por la gravedad de la enfermedad de nuestra madre. Sue le había oído decir a Julie que iba a cambiar de médico otra vez. Estábamos de acuerdo en que Julie se estaba volviendo una engreída. Por aquel entonces yo no consideraba a Sue como una chica. Era, a diferencia de Julie, una hermana, una persona. Una larga tarde de domingo, Julie apareció mientras Sue y yo hablábamos de nuestros padres. Yo había dicho que se odiaban en secreto y que mamá se había sentido aliviada cuando papá murió. Julie se sentó en la cama, junto a Sue, cruzó las piernas y bostezó. Hice una pausa y me aclaré la garganta.
—Sigue —dijo Julie—, eso parece interesante.
—No era nada —dije.
—Oh —exclamó Julie.
Se ruborizó un poco y bajó la mirada. Entonces fue Sue quien se aclaró la garganta y todos nos quedamos esperando.
—Decía —dije con imprudencia— que no me parece que a mamá le cayera bien papá.
—¿De veras? —dijo Julie con cómico interés. Estaba furiosa.
—No lo sé —murmuré—. Quizá lo sepas tú.
—¿Por qué habría de saberlo?
Hubo otro momento de silencio y Sue dijo: —Porque hablas con ella más que nosotros.
La rabia de Julie quedó manifiesta en su reiterado silencio. Se puso de pie y, cuando hubo cruzado la habitación hasta la puerta, se volvió y dijo con toda tranquilidad:
—Es porque vosotros no tenéis nada que ver con ella. —Esperó en silencio, pero se fue al poco, dejando a sus espaldas un suave olor a perfume.
Al día siguiente, después de la escuela, me ofrecí a ir de compras con mi madre.
—No hay que llevar nada —dijo. Estaba ante el espejo del oscuro recibidor, ajustándose la bufanda.
—Es que me gustaría dar una vuelta —murmuré. Anduvimos en silencio durante unos minutos, luego me rodeó el brazo con el suyo y me dijo—: Pronto será tu cumpleaños.
—Sí, muy pronto —dije.
—¿No te emociona cumplir quince años?
—En absoluto —dije.
Mientras esperábamos que despacharan a mi madre en una farmacia, le pregunté qué le había dicho el médico. Ella examinaba una pastilla de jabón, envuelta en papel de regalo, que había en una bandeja de plástico. La dejó y sonrió con alegría.
—Oh, no dicen más que tonterías. He consultado con todos —asintió hacia el mostrador del establecimiento—. Mientras, sigo con mis pastillas.
Me sentí aliviado. El preparado llegó por fin en una botella oscura y pesada que me ofrecí a llevarle. Camino de casa, me sugirió que organizáramos una pequeña fiesta para mi cumpleaños y que invitara a unos cuantos amigos del colegio.
—No —dije en el acto—. Que esté sólo la familia.
Hicimos planes durante lo que nos quedaba de camino y nos alegramos de tener por lo menos algo de que hablar. Mi madre se acordaba de una fiesta que había dado con ocasión del décimo cumpleaños de Julie. Yo también me acordaba; entonces tenía ocho años. Julie se había echado a llorar porque alguien le había dicho que no se celebraban cumpleaños una vez cumplidos los diez años. Durante un tiempo, fue una broma en la familia. Nadie mencionaba el efecto que mi padre había producido en aquélla y en cuantas fiestas alcanzaba yo a recordar. Le encantaba que los niños se pusieran en filas homogéneas y esperasen con calma el momento de participar en el juego que él hubiera organizado. El ruido, el desorden, el correteo infantil y sin objeto le sacaban de sus casillas. No había cumpleaños en que no se enfadase con alguien. Cuando celebramos el octavo cumpleaños de Sue, quiso enviarla a la cama por hacer tonterías. Mamá intervino y aquélla fue la última fiesta. Tom nunca había tenido ninguna. Caminábamos en silencio cuando llegamos a la puerta principal. Mientras mi madre hurgaba en la cesta de la compra en busca de la llave, me pregunté si se alegraría de celebrar una fiesta sin él.
—Lástima que papá no esté… —dije.
—Pobrecillo —repuso.
—Se habría enorgullecido tanto de ti…
Dos días antes de mi cumpleaños, mi madre tuvo que guardar cama.
—Me levantaré a tiempo —dijo cuando Sue y yo fuimos a verla—. No estoy enferma, sólo muy cansada.
Incluso mientras hablaba con nosotros, los ojos apenas se le mantenían abiertos. Había preparado un pastel con círculos concéntricos en rojo y azul, y lo había congelado. En el centro no había más que una vela. A Tom le divertía el detalle.
—No tienes quince años —exclamó—, el día de tu cumpleaños no cumples más que uno.
Por la mañana temprano Tom entró en mi habitación y saltó sobre la cama.
—Arriba, arriba, que hoy no tienes más que un año.
A la hora del desayuno, Julie, sin el menor comentario, me dio un pequeño estuche de cuero con un peine de metal y unas tijeras de uñas. Sue me regaló una novela de ciencia ficción. En la tapa, un monstruo inmenso y con tentáculos se tragaba una nave espacial y al fondo el cielo era negro, tachonado de estrellas brillantes. Subí una bandeja al cuarto de mi madre. Cuando entré, estaba echada boca arriba y con los ojos abiertos. Me senté en el borde de la cama y dejé la bandeja en mis rodillas. Se incorporó, apoyada en los almohadones, y tomó unos sorbos de té.
—Feliz cumpleaños, hijo —dijo—. Por las mañanas no puedo hablar hasta que no tomo algo.
Nos dimos un fuerte abrazo por encima de la taza que aún tenía ella en la mano. Abrí el sobre que me dio. Dentro había una tarjeta de cumpleaños y dos billetes de una libra. La tarjeta de cumpleaños era una composición fotográfica, con un globo, un montón de libros viejos y encuadernados en piel, aparejos de pesca y una pelota de críquet. Volví a abrazarla, y ella exclamó:
Ups
cuando la taza se tambaleó en el platito. Estuvimos juntos durante un rato y ella me daba apretones en la mano. La suya era amarillenta y estaba descarnada, como una pata de pollo, pensé.
Me pasé toda la mañana en la cama, leyendo el libro que Sue me había regalado. Fue la primera novela que leí entera. Diminutas esporas, portadoras de vida, que se desplazaban en forma de nube por las galaxias, habían sido alcanzadas por los extraños rayos de un sol moribundo y habían incubado a un monstruo tremendo que se alimentaba de rayos X y que a la sazón sembraba el pánico entre el tráfico normal entre Marte y la Tierra. La misión del comandante Hunt era destruir al monstruo y, además, deshacerse del gigantesco cadáver.
«Dejar que vague para siempre por el espacio», explicaba un científico a Hunt en una de sus muchas reuniones, «no sólo podría provocar una catástrofe: ¿quién sabe, además, lo que otros rayos cósmicos podrían hacer en su masa putrefacta? ¿Quién sabe qué otras mutaciones monstruosas podrían surgir de sus restos?»
Cuando Julie entró en mi cuarto y me dijo que mamá no iba a levantarse y que tomaríamos el pastel junto a su cama, estaba tan enfrascado en la lectura que la miré sin entender.
—¿Por qué no le haces un favor —dijo al marcharse— y te lavas por una vez?
Por la tarde, Tom y Sue subieron el pastel y las tazas. Yo me encerré en el cuarto de baño y me miré en el espejo. Yo no era de los que el comandante Hunt habría tenido a bordo de su nave espacial. Yo intentaba dejarme barba para que me ocultara la piel, y, sin embargo, cada pelo atraía la mirada como un dedo que lo señalase directamente. Llené la pila del lavabo con agua caliente y hundí las manos en ella hasta tocar el fondo. A menudo pasaba media hora de aquella manera, vencido hacia el espejo, las manos y las muñecas en el agua caliente. Era lo que más se acercaba a un baño. Y me ponía a fantasear, y aquella vez fantaseé con el comandante Hunt. Cuando el agua se enfrió, me sequé las manos y saqué del bolsillo el pequeño estuche de cuero. Me corté las uñas, me peiné el pelo lacio y castaño, probé estilos diferentes y al final resolví celebrar mi cumpleaños con raya en medio.
Al entrar en el cuarto de mi madre, Sue se puso a cantar
Cumpleaños feliz
y los demás se le unieron. El pastel estaba en la mesita de noche y ya habían encendido la vela. Mi madre estaba rodeada de almohadones y, aunque movía los labios para cantar, yo no alcanzaba a oír su voz. Cuando terminaron, apagué la vela de un soplo y Tom se puso a bailotear ante la cama, canturreando:
Tienes un año, tienes un año
, hasta que Julie le siseó para que callara.