En esta sexta novela de la serie sobre Tarzán, Edgar Rice Burroughs abandona la continuación de las novelas anteriores y vuelve atrás en el tiempo para contarnos la infancia de Tarzán. En realidad se trata de una recopilación de doce relatos cortos sobre distintos aspectos de su infancia y desarrollo. Contiene:
- El primer amor de Tarzán
- Tarzán cae en una trampa
- Refriega por el hijo de Teeka
- Tarzán sale en busca de Dios
- Tarzán y el negrito
- La venganza del hechicero
- El fin de Bukawai
- Numa, El león
- Pesadillas
- El secuestro de Teeka
- Bromas de la selva
- Tarzán rescata la luna
El joven Tarzán era muy diferente a sus compañeros de juegos, los grandes simios con los que convivía. La suya era una vida sencilla, salvaje y primitiva cuyas actividades se reducían primordialmente a morir y matar. Sin embargo, Tarzán sentía los deseos de un niño normal por aprender. Para ello cuenta con los libros dejados por su padre muerto y con el mundo que le rodea. Buscará el origen de sus sueños, o el paradero de Dios; buscará el amor y el afecto que todo ser humano necesita, pero en la vida de la selva no había lugar para las abstracciones.
Edgar Rice Burroughs
Historias de la jungla
Tarzán 6
ePUB v1.0
Zaucio Olmian10.07.12
Título original:
Jungle Tales of Tarzan
Edgar Rice Borroughs, 1916
1ª edición en revista:
Blue Book Magazine
, de septiembre 1916 a agosto 1917
1ª edición en libro: A.C. McClurg, 29/03/1919
Traducción: Emilio Martínez Amador
Portada original: J. Allen St. John
Retoque portada: Zaucio Olmian
Ilustraciones: J. Allen St. John
Editor original: Zaucio Olmian (v1.0)
ePub base v2.0
EL PRIMER AMOR DE TARZÁN
T
ENDIDA voluptuosamente a la sombra, en la floresta de la selva tropical, Teeka presentaba una preciosa imagen de juvenil belleza femenina. Al menos, así se lo parecía a Tarzán de los Monos, que la contemplaba desde la altura de la oscilante rama de un árbol próximo, donde permanecía sentado en cuclillas.
Cualquiera que le hubiese visto allí habría tomado a Tarzán por la reencarnación de algún semidiós antiguo. Su atlético cuerpo se mecía en actitud de relajado abandono sobre la rama de aquel gigante de la jungla, mientras los rayos del sol ecuatorial se filtraban a través de la verde y tupida fronda para salpicar de brillantes motas de luz la bronceada piel. Tenía inclinada la cabeza en absorta meditación, en tanto devoraba con los grises ojos, inteligentes y soñadores el objeto de su reverencia.
Nadie hubiera supuesto que, en su infancia, aquella criatura se amamantó en los pechos de una espantosa y peluda simia, ni que, desde que sus padres murieron en la cabaña construida en una pequeña cala, al borde de la selva, el muchacho no tuvo ni conoció más compañeros que los torvos machos y las gruñonas hembras de la tribu de Kerchak, el gran mono. Tarzán no recordaba haber tenido otros.
Y si alguien hubiese podido leer los pensamientos que bullían en el activo y saludable cerebro del joven hombre mono, los anhelos, deseos y pretensiones que le inspiraba la vista de Teeka, tampoco se habría sentido más inclinado a dar crédito al auténtico origen de Tarzán. Porque, sobre la única base de tales pensamientos, ni por lo más remoto se hubiera podido nunca espigar la verdad: que aquel mozo era hijo de una bellísima dama inglesa y que su padre fue un aristócrata británico de la más antigua alcurnia.
Para Tarzán de los Monos la verdad de su origen resultaba un misterio absoluto. Ignoraba que era John Clayton, lord Greystoke, con escaño en la Cámara de los Lores. No lo sabía pero, de saberlo, tampoco hubiera comprendido lo que representaba.
¡Sí, Teeka era una auténtica preciosidad!
Naturalmente, Kala había sido hermosa —la madre de uno siempre lo es—, pero la belleza de Teeka tenía algo especial, algo inefable que Tarzán empezaba a percibir de un modo ambiguo y nebuloso.
Durante años, Tarzán y Teeka habían sido compañeros de juegos. Y Teeka continuaba mostrándose juguetona y alegre mientras los machos de su edad se convertían con pasmosa rapidez en individuos ariscos y malhumorados. De plantearse Tarzán la cuestión, es probable que hubiese atribuido su creciente inclinación hacia la joven hembra al hecho de que, de todos los antiguos compañeros de barrabasadas, sólo Teeka y él seguían manteniendo vivo el deseo de divertirse, de jugar y hacer diabluras como antes.
Pero aquel día, mientras contemplaba a Teeka, se sorprendió al reparar en la belleza de sus facciones y de su figura: algo que hasta entonces no había hecho nunca, puesto que tales detalles nada tenían que ver con las aptitudes de Teeka para saltar ágilmente de un árbol a otro por las altas enramadas, en el curso de las persecuciones y juegos del escondite y demás que la fértil imaginación de Tarzán inventaba. El hombre mono se rascó la cabeza y deslizó los dedos por debajo de la espesa melena negra que enmarcaba su bien parecido rostro juvenil. Se rascó la cabeza y dejó escapar un suspiro. El descubrimiento de la belleza de Teeka se convirtió en súbito motivo de desesperación. Empezó a envidiar la espléndida capa de pelo que cubría el cuerpo de la hembra. A Tarzán, su propia piel tersa y bronceada le producía una aversión hija del disgusto y la repugnancia. Años antes alimentó la esperanza de que algún día su piel iba a recubrirse de pelo, como el que adornaba a sus hermanos, pero al final no tuvo más remedio que abandonar aquella grata ilusión.
Allí estaba la hermosa dentadura de Teeka, no tan grande como la de los machos, naturalmente, pero dotada de piezas fuertes y estupendas, comparadas con los débiles y blancos dientes de Tarzán. ¡Y las pobladas y ceñudas cejas, y la ancha y aplastada nariz, y los gruesos labios! Tarzán se había entrenado intentando poner la boca en forma de semicírculo, al tiempo que inflaba los carrillos y guiñaba los ojos repetida y rápidamente, pero tras una infinidad de esfuerzos inútiles llegó a la conclusión de que jamás conseguiría hacer aquello con la gracia irresistible que lograba Teeka.
Aquella tarde, mientras la observaba con ojos maravillados, un joven macho que rebuscaba con aire apático bajo la húmeda y enmarañada alfombra de vegetación medio putrefacta que cubría las raíces de un árbol próximo, a la caza de algún bicho comestible, se acercó a Teeka con torpes andares. Los demás miembros de la tribu de Kerchak deambulaban indiferentes por allí o descansaban tumbados en el suelo, sumidos en la modorra que les contaminaba el calor del mediodía de la selva ecuatorial. De vez en cuando, alguno de ellos había pasado por las proximidades de Teeka, pero Tarzán no le prestó atención. ¿Por qué, entonces, frunció el ceño y se le tensaron los músculos cuando vio que Taug se detenía delante de la joven hembra y luego se sentaba en cuclillas junto a ella?
A Tarzán siempre le había caído bien Taug. Desde niños compartieron juegos y travesuras. Solían agazaparse codo con codo a la orilla del agua, dispuestos los rápidos, ágiles y fuertes dedos para salir disparados y agarrar al Pisah, el pez, cuando este cauteloso morador de las frías profundidades acuáticas se remontaba hasta la superficie atraído por los insectos que Tarzán lanzaba a la laguna.
Juntos habían hecho mil trastadas a Tublat y amargado la existencia a Numa, el león. ¿Por qué, pues, se le erizaban a Tarzán los pelos de la nuca simplemente porque a Taug se le ocurriera ir a sentarse al lado de Teeka?
Desde luego, Taug ya no era el mono juguetón de otros tiempos. Cuando se le contraían los músculos faciales para dejar al descubierto sus formidables colmillos nadie imaginaba que estuviese del mismo talante zaragatero y retozón de que hacía gala cuando Tarzán y él se revolcaban por la hierba en sus simulacros de lucha a brazo partido. El Taug actual era un simio de tamaño impresionante, humor taciturno y expresión torva, tétrica, amenazadora. Sin embargo, Tarzán y él nunca habían llegado a pelearse.
El hombre mono observó durante varios minutos las maniobras que efectuó Taug para arrimarse a Teeka. Vio la ruda caricia con que la enorme zarpa del macho golpeó más que rozó el lustroso hombro de la mona y, entonces, Tarzán se deslizó al suelo como un felino y se encaminó hacia la pareja.
Al acercarse, contrajo hacia arriba el labio superior en una mueca que dejó al aire los dientes y de las profundidades de su pecho brotó un sordo y cavernoso gruñido. Taug alzó la cabeza. Parpadearon sus sanguinolentos ojos. Teeka se incorporó a medias y miró a Tarzán. ¿Acaso adivinaba la causa de la inquietud del hombre mono? ¿Quién lo sabe? De cualquier modo, era femenina, así que alargó la mano y rascó a Taug en la parte posterior de una de sus pequeñas y aplastadas orejas.
Tarzán vio aquel gesto y en ese preciso instante comprendió que Teeka había dejado de ser la enredadora compañera de juegos de una hora antes. Acababa de convertirse en un ser maravilloso —la criatura más maravillosa del mundo—, por cuya posesión Tarzán estaba presto a luchar a muerte contra Taug o con cualquier otro macho que se atreviera a disputarle su derecho de propiedad.
Agazapado, tensos los músculos y con uno de sus enormes hombros vuelto hacia el joven macho, Tarzán de los Monos se fue acercando paulatina y cautelosamente. Ladeado parcialmente el rostro, sus ojos grises, sin embargo, no se apartaron un segundo de Taug y, mientras se le iba aproximando, la profundidad y volumen de sus gruñidos no cesó de aumentar.
Taug se irguió sobre sus cortas piernas, erizado el pelo. Enseñaba ya los dientes. También avanzó cautelosamente, rígidas las extremidades inferiores, mientras respondía con los suyos a los gruñidos del hombre mono.
—Teeka pertenece a Tarzán —declaró éste mediante los sonidos guturales propios de los antropoides.
—Teeka es de Taug —contradijo el mono macho.
Thaka, Numgo y Gunto, alertados por los gruñidos de los dos jóvenes galanes, levantaron la cabeza medio displicentes, medio interesados. También estaban medio dormidos, pero aquello tenía todos los visos de lucha inminente. Algo que iba a interrumpir la monótona uniformidad de la vida que llevaban en la selva.