Taug los observaba con sombrío resentimiento. Se les acercó una vez y Teeka le enseñó los colmillos y le gruñó, hostil recibimiento que Tarzán corroboró dejando al descubierto los incisivos y emitiendo otro gruñido. Pero Taug no buscó pelea. Pareció aceptar la decisión de la hembra, de acuerdo con la norma de la tribu, reconociendo que había salido derrotado en la lid por conquistar los favores de Teeka.
Más avanzado el día, reparada la cuerda, Tarzán partió en busca de caza, desplazándose por los árboles. Necesitaba consumir carne en mayor medida que sus compañeros y, mientras éstos se conformaban con una dieta a base de frutas, hierbas, escarabajos y otros insectos, que encontraban sin excesivo esfuerzo, Tarzán dedicaba una considerable cantidad de tiempo a la caza de animales cuya carne era la única que satisfacía los apetitos de su estómago y proporcionaba resistencia, vigor y fortaleza a sus poderosos músculos que de día en día se formaban bajo la tersa y suave textura de su piel bronceada.
Taug le vio alejarse y, como quien no quiere la cosa, mientras buscaba bichitos comestibles, se fue aproximando a Teeka poco a poco. Al final, cuando se encontraba a unos cuantos palmos de la hembra, le echó una mirada, con disimulo, y observó que la mona le estaba mirando apreciativamente, sin que su expresión denotara asomo alguno de enojo.
Taug abombó su enorme pecho, dio unas cuantas vueltas sobre sus cortas piernas y su garganta emitió una serie de extraños gruñidos. Curvó los labios para dejar al descubierto la dentadura. ¡Rayos, qué colmillos más espléndidos tenía! Teeka no pudo por menos que fijarse en ellos. También dejó que sus ojos se recrearan admirativamente en las hirsutas cejas de Taug y en su cuello corto y recio. Realmente, ¡qué criatura más hermosa era aquel macho!
Halagado por la expresión de indisimulada maravilla que percibió en los ojos de la hembra, Taug se dio unos paseos por delante de Teeka, con la altivez vanidosa propia de un pavo real. Empezó a hacer inventario mentalmente de sus cualidades y no tardó en compararlas con las de su rival.
Taug soltó un gruñido, porque no había parangón posible. ¿Cómo iba nadie a comparar su precioso pelaje con la repugnante piel lisa y desnuda de Tarzán? Después de contemplar las anchas y aplastadas napias de Taug, ¿cómo podía alguien encontrar belleza en aquella miseria de nariz que tenía el tarmangani? ¡Y los ojos de Tarzan! Puntitos horribles, rodeados de blanco y sin veta alguna de rojo en las órbitas. Taug tenía plena conciencia de que sus ojos sanguinolentos eran bonitos, porque los había visto reflejados en la espejeante superficie de muchas lagunas y charcas a las que fue a beber.
El macho siguió acercándose a Teeka hasta que, por último, acabó sentándose pegado a ella. Cuando, poco después, regresó Tarzán de su cacería vio a Teeka dedicada con alegre entusiasmo a la tarea de rascar la espalda de Taug.
El muchacho se sintió desazonado. Ni Taugh ni Teeka le vieron descolgarse de la enramada y entrar en el claro. Hizo una pausa momentánea, mientras los miraba; luego, tras esbozar un gesto cargado de tristeza, dio media vuelta y se perdió en el dédalo de la fronda festoneada de musgo del que había salido momentos antes.
Deseaba irse lo más lejos posible de la causa de su dolor. Eran los primeros ramalazos producto de un amor desdeñado y Tarzán no sabía a ciencia cierta qué era lo que le pasaba. Al principio pensó estar furioso con Taug, por lo que no acababa de entender por qué se alejaba de allí, en vez de entablar un combate a muerte con el que había destruido su felicidad.
También creyó estar indignado con Teeka, pese a lo cual la imagen de los numerosos encantos de aquella hembra preciosa no cesaba de acosarle, por lo que, a la luz del amor que sentía por ella, sólo podía considerarla la criatura más deseable del mundo.
El hombre mono anhelaba afecto. Hasta que la flecha envenenada de Kulonga atravesó el corazón selvático de Kala y acabó con la vida de la mona, ésta había representado para el niño inglés el único objeto de cariño que Tarzán de los Monos conoció durante toda su infancia.
A su feroz y salvaje manera, Kala adoraba a su hijo adoptivo y Tarzán correspondió a aquel afecto, aunque sus demostraciones externas no pasaran de ser las que podían esperarse por parte de cualquier otro animal de la jungla. Hasta que la perdió, el muchacho no tuvo plena conciencia de lo profundo que era el cariño que sentía hacia su madre, ya que siempre la consideró su única madre.
En el curso de las últimas horas había visto en Teeka la sustituta de Kala: alguien por quien luchar y por quien salir de caza, alguien a quien acariciar. Pero el sueño había saltado hecho trizas. En el pecho de Tarzán se había abierto una herida dolorosa. Se llevó la mano al corazón y se preguntó qué le ocurría. De una manera ambigua culpó a Teeka de aquel dolor. Cuanto más pensaba en Teeka tal como la viera momentos antes, acariciando a Taug, más se acentuaba aquel dolor que sentía en el pecho.
Tarzán sacudió la cabeza al tiempo que emitía un gruñido. A medida que se desplazaba a través de la selva, cuanto más se alejaba y cuanto más meditaba en sus errores, más cerca estaba de convertirse en misógino irredento.
Dos días después continuaba cazando en solitario… Se sentía muy triste y muy desdichado, pero conservaba la firme determinación de no volver a la tribu. No soportaría ver siempre juntos a Teeka y a Taug. Mientras se balanceaba en una rama gruesa, pasaron por debajo de él Numa, el león, y Sabor, la leona, uno junto a otro, y Sabor se inclinó sobre su compañero y le mordisqueó juguetonamente la mejilla. Una semicaricia. Tarzán suspiró y les lanzó un fruto seco.
Poco después encontró en su camino una partida de guerreros negros de Mbonga. Se disponía a echar el lazo al cuello de uno de ellos, que se encontraba a cierta distancia de sus compañeros, cuando despertó su interés la tarea a que estaban entregados los salvajes. Acababan de construir una jaula en el sendero y procedían a cubrirla con ramas frondosas. Una vez remataron los negros su labor, la jaula resultaba prácticamente invisible.
Tarzán se preguntó qué finalidad tendría aquella estructura y por qué, después de montarla, los guerreros se alejaron por el camino, de vuelta a su aldea.
Había transcurrido cierto tiempo desde la última vez que Tarzán visitó a los negros y, oculto en la enramada de los gigantes de la selva que permitían contemplar el interior de la empalizada, espió a sus enemigos, de entre los cuales había salido el asesino de Kala.
Pese a que los aborrecía con toda su alma, no por eso dejaba Tarzán de divertirse contemplándolos en su vida cotidiana dentro de la aldea, en especial cuando practicaban sus danzas, cuando las llamas de las hogueras multiplicaban su resplandor al quebrarse sobre los desnudos cuerpos de ébano, que saltaban, giraban y se contorsionaban en sus simulacros bélicos. Animado más bien por la esperanza de presenciar algún espectáculo de aquel estilo, Tarzán siguió a los guerreros en su regreso al poblado, pero esa vez sufrió una decepción, porque aquella noche no hubo danza.
En vez de baile, lo que vio Tarzán desde su encubierta atalaya arbórea, fue pequeños grupos de indígenas sentados en torno a minúsculas fogatas, que se entretenían comentando los acontecimientos de la jornada y, en los rincones más oscuros del recinto de la aldea, parejas aisladas que charlaban y reían. Observó que, en todos los casos, cada una de aquellas parejas la formaban un hombre y una mujer, jóvenes ambos.
Tarzán ladeó la cabeza, reflexionó y antes de conciliar el sueño, aquella noche, hecho un ovillo en la horqueta del gran árbol que dominaba el poblado, Teeka llenó sus pensamientos y poco después su sueño… Teeka y los muchachos negros que reían y charlaban con las muchachas negras.
Taug había salido a cazar solo y se había alejado un tanto del resto de la tribu. Avanzaba despacio por una senda de elefantes cuando descubrió de pronto que un montón de maleza obstruía el paso. Adentrado ya en la madurez, Taug era una bestia de naturaleza perversa y paciencia escasa. Cuando algo se interponía en su camino, en lo único que pensaba era en eliminarlo volcando sobre ello ferocidad y fuerza bruta, de modo que al tropezarse con aquella cortina de maleza que le impedía seguir adelante, trató de apartarla con un manotazo rabioso y un instante después se encontró en el interior de un extraño cubil que le vedaba el paso de manera firme y eficaz, por violentos que fuesen sus esfuerzos para abrirse paso.
Tras una infructuosa sesión de golpes y mordiscos, Taug acabó por caer de lleno en brazos de la cólera, pero eso tampoco le sirvió de mucho. Al final, no tuvo más remedio que convencerse de que lo mejor era darse por vencido y regresar por donde había llegado. Pero cuando se dispuso a hacerlo, ¡cuál no sería su disgusto al comprobar que, mientras bregaba por abatir la que tenía delante, otra barrera había caído a su espalda! Taug estaba atrapado. Luchó frenéticamente por liberarse, hasta que el agotamiento se apoderó de él. Todos sus esfuerzos fueron inútiles.
Por la mañana, una partida de indígenas salió de la aldea de Mbonga rumbo a la trampa construida el día anterior, mientras a través de las ramas de los árboles sobrevolaba por encima de ellos un joven gigante desnudo rebosante de curiosidad. Manu, el mico, parloteó y refunfuñó al paso de Tarzán y, aunque la figura familiar del hombre mono no le inspiraba miedo alguno, apretó más contra el suyo el oscuro cuerpo de la compañera de su vida. Tarzán se echó a reír al verlo, pero a su carcajada sucedió un súbito gesto de tristeza y un suspiro profundo.
Un poco más allá, un ave de alegre plumaje colorista aleteó pavoneándose ante los admirados ojos de su pareja, cuyas plumas eran de tonos menos brillantes. Tarzán tuvo la impresión de que en la jungla todo se combinaba para recordarle que había perdido a Teeka. Sin embargo, durante todos los días de su existencia había estado viendo aquellas mismas cosas, sin que le sugirieran ningún pensamiento fuera de lo normal.
Cuando los negros llegaron a la trampa, Taug se soliviantó de un modo aterrador. Sus manos aferraron los barrotes de aquella celda y los sacudieron con demencial frenesí, al tiempo que gruñía y rugía de manera escalofriante. Los negros se sintieron eufóricos, porque aunque no construyeron la trampa para que cayera en ella aquel peludo hombre arborícola, haberlo capturado los inundaba de contento.
Tarzán aguzó el oído al percibir la voz de un gran mono. Dio un rápido rodeo para situarse de cara al viento, que llegaba de la dirección de la trampa, y olfateó el aire para captar el olor del prisionero. No transcurrió mucho tiempo antes de que a sus delicadas fosas nasales llegara una emanación familiar que permitió a Tarzán identificar al prisionero con la misma certeza que si estuviese viendo a Taug con sus propios ojos. Sí, era Taug, y estaba solo.
Mientras se acercaba para averiguar qué pretendían hacer los indígenas con su prisionero, una sonrisa animó el semblante de Tarzán. Sin duda lo matarían inmediatamente. Tarzán volvió a sonreír. Ahora Teeka sería suya, puesto que nadie se atrevería a disputarle el derecho a la hembra. Vio que los guerreros negros retiraban la cortina de follaje que encubría la jaula, ataban cuerdas a ésta y luego la arrastraban en dirección a la aldea.
Tarzán estuvo observando la operación hasta que su rival se perdió de vista. Ni un segundo dejó Taug de golpear los barrotes de su celda ni de proferir rugientes y furibundas amenazas. El hombre mono dio media vuelta y emprendió un rápido regreso en busca de la tribu y de Teeka.
Durante el trayecto sorprendió una vez a Sheeta y a su familia en un claro de la selva invadido por la maleza. El enorme felino permanecía estirado en el suelo, mientras su compañera, con una pata sobre la cara de Sheeta, le lamía amorosamente la suave y blanca piel del cuello.
Tarzán aceleró el ritmo de marcha hasta que casi podía decirse que volaba a través de la selva. No tardó en llegar al punto donde estaba la tribu. Los vio antes de que ellos se percatasen de su llegada, porque entre todos los habitantes de la jungla, ninguno se desplazaba tan silenciosamente como Tarzán de los Monos. Avistó a Kamma y a su pareja que comían uno al lado del otro, con los peludos cuerpos rozándose. Localizó a Teeka, que se alimentaba a solas. No estaría mucho tiempo así, en solitario, pensó Tarzán, al tiempo que saltaba de la enramada y aterrizaba entre los monos.
Se produjo un conato de huida precipitada y el aire se colmó de gruñidos coléricos y amedrentados, porque Tarzán los sobresaltó con su inesperada irrupción. Pero había algo más que el mero susto y nerviosismo, porque los pelos de la nuca de los simios continuaban de punta un buen rato después de que hubieran constatado la identidad del hombre mono.
No se le escapó a Tarzán tal detalle, porque ya había observado con anterioridad que siempre que se presentaba inopinadamente, su aparición producía entre los miembros de la tribu un nerviosismo que los mantenía excitados durante un espacio de tiempo considerable. También había comprobado que todos y cada uno de ellos necesitaban convencerse de que era realmente Tarzán y tenían que olfatearle bien media docena de veces antes de tranquilizarse.
Tarzán se abrió paso entre ellos, en dirección a Teeka, pero cuando se acercaba a ella, la mona se retiró.
—Teeka —llamó el muchacho—, soy Tarzán. He venido por ti.
La mona se acercó, sin dejar de escrutarle atentamente. Por último, le olfateó, como si quisiera redoblar su certeza de que verdaderamente era él.
—¿Dónde está Taug? —quiso saber.
—Ha caído en poder de los gomanganis —respondió Tarzán—. Lo matarán.
En los ojos de Teeka vio Tarzán una expresión de amarga nostalgia, remachada luego por el dolor que reflejaron sus pupilas al enterarse del infausto destino que aguardaba a Taug. Pero la hembra se pegó a él y Tarzán, lord Greystoke, le pasó un brazo por los hombros.
Al hacerlo notó, con cierta sensación de inquietud, la extraña incongruencia que representaba aquel brazo de piel lisa y bronceada sobre el pelaje negro que cubría a su dama. Acudió a su mente la imagen de la pata de la compañera de Sheeta a través de la cara de la pantera macho: allí no había incongruencia de ninguna clase. Pensó en el pequeño abrazado a su pareja y en el modo absoluto en que uno parecía pertenecer, complementar al otro. Incluso el pájaro que exponía orgulloso la brillantez policroma de sus plumas guardaba una gran semejanza natural con su pareja, cuyo plumaje tenía tonos más apagados. Y Numa, aparte su enmarañada melena, era casi un duplicado perfecto de Sabor, la leona. Los machos y las hembras diferían, ciertamente, pero sus diferencias no eran tan acentuadas como las que existían entre Tarzán y Teeka.