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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (8 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Y mientras Teeka, desconfiada, trataba de protegerse de todo daño, allí donde no la amenazaba daño alguno, se le pasaba por alto la mirada siniestra de unos ojos verde amarillos que la miraban fijamente desde detrás de unos matorrales que crecían en el lado opuesto del calvero.

Agobiada por el hambre, Sheeta, la pantera, había clavado su voraz mirada en aquel tentador manjar que tan al alcance de sus garras parecía estar, aunque la presencia de los grandes monos que pululaban un poco más allá imponía al felino una espera obligada.

¡Ah, si aquella hembra y su
balu
estuviesen un poco más cerca! Un rápido salto y caería sobre ellos. Después se alejaría de inmediato con la presa entre los dientes, antes de que los machos pudieran evitarlo.

La punta de su cola pardo rojiza fustigaba el aire en sacudidas espasmódicas, mientras la caída, más que abierta, mandíbula inferior dejaba a la vista una lengua roja y unos colmillos amarillentos. Pero Teeka no vio nada de aquello, como tampoco lo vieron ninguno de los otros simios que comían o descansaban cerca de ella. La presencia de la pantera tampoco la detectaron ni Tarzán ni los monos que estaban en los árboles.

Al oír los improperios que el grupo de machos rencorosos proyectaban sobre el desvalido Taug, Tarzán se apresuró a trepar y colocarse entre ellos. Uno de los simios se había desplazado por la rama, para acercarse a Taug todo lo que le era posible, y se inclinaba hacia adelante con ánimo de tocar al mono suspendido por los pies. Era uno al que le había soliviantado el recuerdo-de la última ocasión en que Taug le zurró y que creía llegado el momento de desquitarse. Una vez su mano agarrara el cuerpo oscilante de Taug, no tardaría en tenerlo al alcance de sus mandíbulas. Tarzán observó la maniobra y se le encendió la sangre. Le encantaban las luchas limpias, pero lo que planeaba aquel mono le indignó. La peluda mano del simio ya había agarrado al indefenso Taug, cuando Tarzán emitió un furioso grito de protesta, saltó a la rama contigua a la que ocupaba el atacante y, de un manotazo sacudido con todas sus fuerzas, despidió al mono de la rama que ocupaba.

Sorprendido e irritado, el macho trató de agarrarse a algo mientras caía de lado y luego, con un ágil movimiento, logró desviarse hacia otra rama situada a cosa de un metro más abajo. Se aferró a ella, se las arregló para recuperar el equilibrio encima de aquel nuevo sostén y luego trepó velozmente enramada arriba, dispuesto a vengarse de Tarzán. Pero el hombre mono estaba ocupado con otro menester y no quería que le interrumpiesen. Indicaba de nuevo a Taug las profundidades del abismo de ignorancia en que el simio se hallaba y le explicaba lo infinitamente más grande y poderoso que era Tarzán de los Monos, comparado con Taug o cualquier otro miembro de su especie.

Al final acabaría por liberar a Taug, pero no iba a hacerlo hasta que el simio reconociera de modo pleno y absoluto su inferioridad. Entonces llegó desde abajo el mono macho, animado por las peores intenciones, y el amable, tranquilo y guasón Tarzán se transformó automáticamente en una fiera salvaje y rugiente. Se le erizaron los pelos de la nuca, mientras curvaba hacia arriba el labio superior y enseñaba los dientes, prestos a entrar en acción. No esperó a que el macho llegara hasta él, algo en la actitud o en la voz del atacante despertó en el interior del hombre mono una sensación de antagonismo beligerante que no podía dejarse pasar por alto. Con un alarido cuyas notas poco tenían de humanas, Tarzán saltó sin más hacia la garganta del agresor.

El ímpetu del embate, así como el peso y el empuje de Tarzán, despidieron al simio hacia atrás. Éste alargó las manos con ánimo de agarrarse a algo que le sostuviera pero, al no encontrarlo, atravesó de espaldas las frondosas ramas. Con los dientes hundidos en la yugular de su adversario, Tarzán le acompañó en su caída hasta que, cosa de cinco metros más abajo, una rama detuvo su descenso. La rabadilla del mono macho chocó con la rama y el simio permaneció allí unos segundos, con Tarzán sobre su pecho, y luego se desplomó de cabeza y fue a estrellarse contra el suelo.

Tarzán había notado la instantánea relajación del cuerpo que quedó debajo del suyo, tras el terrible impacto contra la rama, y cuando su rival abandonó ésta, rumbo al suelo, el hombre mono alargó la mano y se agarró a tiempo de evitar su propia caída, mientras el simio descendía a plomo y quedaba inerte al pie del árbol.

Tarzán bajó la mirada y contempló durante un momento la figura inmóvil de su difunto antagonista. Después se irguió en toda su estatura, abombó el pecho, se lo golpeó repetidamente con los puños y envió al aire el impresionante grito de desafío del mono macho victorioso.

Hasta la propia Sheeta, la pantera, agazapada en el borde del claro, lista para saltar, se removió inquieta cuando los ecos de la poderosa voz de Tarzán repercutieron a lo largo y ancho de la jungla. Sheeta miró nerviosamente a derecha e izquierda, como si deseara asegurarse de que tenía una vía de escape.

—¡Soy Tarzán de los Monos! —se jactó el hombre mono—. ¡Gran cazador, poderoso luchador! ¡En toda la selva no hay nadie tan grande como Tarzán!

A continuación regresó hacia Taug. Teeka había contemplado todo cuanto sucedió en el árbol. Incluso dejó su precioso
balu
sobre la hierba para acercarse un poco más y ver mejor lo que ocurría en la enramada, encima de su cabeza. ¿Acaso en el fondo de su corazón guardaba cierta dosis de afecto hacia Tarzán de los Monos, el de la piel lisa? ¿Tal vez su pecho se henchía de orgullo al presenciar el triunfo de Tarzán sobre el mono? Eso tendréis que preguntárselo a Teeka.

Y Sheeta, por su parte, vio que la mona hembra había dejado a su cachorro solo en la hierba. La pantera agitó de nuevo la cola, como si el hecho de poder permitirse tal acción estimulase su audacia, momentáneamente desvanecida. El grito de triunfo de Tarzán aún mantenía alterados los nervios del felino. Era preciso que transcurriesen unos minutos más para que recuperase la suficiente presencia de ánimo y se considerara en condiciones de dar su golpe de mano, teniendo como tenía los gigantescos antropoides a la vista.

Y mientras Sheeta se recobraba, Tarzán llegó junto a Taug. Luego trepó un poco más, hasta el punto donde había atado la cuerda de hierba. La soltó, fue bajando poco a poco al mono y lo balanceó hasta que las manos de Taug lograron aferrarse a una rama.

Taug se situó en un punto seguro y se desembarazó del nudo corredizo. Loco de rabia, en su corazón no alentaba el más leve sentimiento de gratitud hacia Tarzán. Sólo tenía presente la dolorosa humillación a que le había sometido el hombre mono. Su venganza iba a ser terrible, pero en aquel momento sus piernas estaban entumecidas y la cabeza era un puro vértigo, de modo que no le quedaba más remedio que aplazar el cumplimiento de esa venganza.

Al tiempo que enrollaba la cuerda, Tarzán dirigía a Taug una educativa conferencia acerca de la estupidez que representaba enfrentar su fuerza física y su capacidad intelectual, por demás limitadas, a las de alguien que las poseía en medida muy superior. Teeka se había acercado mucho al árbol y escudriñaba las alturas. Sheeta avanzaba felina y sigilosa, con la barriga pegada al suelo. Unos segundos más y habría abandonado la maleza, momento en que desencadenaría su veloz ataque y llevaría a cabo su no menos celérica retirada; una maniobra que acabaría con la breve existencia del
balu
de Teeka.

Dio la casualidad, entonces, de que la mirada de Tarzán se dirigiese hacia aquella orilla del claro. Automáticamente, abandonó su actitud de bonachona ironía y de pomposa jactancia. Rápida y silenciosamente se deslizó hasta el suelo. Al verlo encaminarse hacia ella, Teeka se erizó y se aprestó a la lucha, convencida de que Tarzán la iba a emprender con ella o con su
balu
. Pero el hombre mono pasó junto a Teeka, sin prestarle atención alguna, y al seguirle con la mirada, la hembra vio la causa del veloz descenso y la fulgurante carrera a través del claro. Allí, a la vista, Sheeta, la pantera, se arrastraba despacio en dirección al minúsculo balu, que se revolvía inquieto encima de la hierba, a bastantes metros de distancia.

Teeka emitió un estridente alarido de terror y advertencia, al tiempo que salia disparada detrás de Tarzán. Sheeta vio que el hombre mono se le acercaba. La pantera ya tenía delante al cachorro de la mona y pensó que aquel otro individuo se proponía arrebatarle la presa que ella tenía al alcance de sus zarpas. Sheeta emitió un rugido colérico y se lanzó a la carga.

Avisado por el agudo grito de Teeka, Taug acudió con paso torpe en auxilio de su compañera. Unos cuantos machos más gruñeron y ladraron amenazadoramente al tiempo que se precipitaban hacia el claro, pero se encontraban mucho más lejos del
balu
y de la pantera que Tarzán de los Monos, de forma que éste y Sheeta llegaron al cachorro de mono casi simultáneamente. Y allí permanecieron, uno a cada lado del
balu
, enseñando los colmillos y gruñéndose mutuamente por encima del pequeño simio recién nacido.

Sheeta no se atrevía a lanzarse sobre el
balu
para cogerlo, porque eso proporcionaría al hombre mono la oportunidad de atacarla ventajosamente. Por análoga razón, Tarzán vacilaba en agacharse y arrebatar a la pantera la presa, porque el enorme felino se habría precipitado inmediatamente sobre él. Así permanecieron, uno frente a otra, mientras Teeka cruzaba el claro. La mona aminoró, el paso al acercarse a Sheeta, porque ni siquiera su amor de madre lograba superar del todo el terror atávico que le inspiraba aquel enemigo natural de su especie.

Tras ella marchaba Taug, cauteloso, deteniéndose de vez en cuando para bravuconear, pero sin pasar a mayores. Y detrás se acercaban unos cuantos machos, que rugían y lanzaban pavorosos gritos de desafío. Las pupilas amarillo-verdosas de Sheeta fulminaban a Tarzán con el brillo terrible de su mirada, que sólo se apartaba de él para disparar rápidos vistazos a los simios de Kerchak que corrían a precipitarse sobre la pantera. La prudencia aconsejaba al felino dar media vuelta y emprender veloz huida, pero el hambre y la proximidad de aquel apetitoso bocado la instaban a seguir allí. Extendió la zarpa hacia el
balu
de Teeka y, automáticamente, al tiempo que emitía un salvaje alarido gutural, Tarzán de los Monos dio un salto y se lanzó hacia la pantera.

Sheeta retrocedió para afrontar la acometida y sus garras trazaron un arco en el aire; un zarpazo terrorífico que se le hubiera llevado la cara por delante, caso de alcanzarle, pero que no llegó a su destino porque Tarzán se agachó, eludió el golpe y se lanzó hacia adelante con el largo cuchillo en la mano…, el cuchillo de su difunto padre, del padre que no había llegado a conocer.

Sheeta, la pantera, se olvidó al instante del
balu
de Teeka. La única idea que llenaba ahora su pequeño cerebro era la de destrozar con sus poderosas garras las costillas de aquel adversario, desgarrar su carne, hundir los largos colmillos amarillentos en la piel lisa y suave del hombre mono. Pero Tarzán ya se las había entendido con criaturas de la jungla armadas de: afiladas uñas. Ya había luchado con monstruos dotados de feroces colmillos… y no siempre se había ido de cositas. No ignoraba los riesgos que corría, pero Tarzán de los Monos, acostumbrado a ver muerte y sufrimiento, no se amedrentaba ante ellos, no los temía en absoluto.

Nada: más agacharse bajo la zarpa de Sheeta, casi simultáneamente, saltó para situarse detrás del felino y luego se le echó encima del lomo. Le clavó los dientes en el cuello y los dedos de una mano en la piel de la garganta, mientras la otra mano hundía el cuchillo en el costado de la fiera.

En su enloquecido deseo de quitarse de encima a aquel enemigo, o alcanzarle con los dientes o con las uñas, Sheeta rodó por la hierba una y otra vez, rugió y gruñó, lanzó zarpazos y mordiscos…

En cuanto Tarzán entabló su cuerpo a cuerpo con el felino, Teeka había corrido a rescatar a su hijo. Ya se encontraba a salvo, en una rama de las más altas. Apretaba el
balu
contra su peludo pecho, mientras la mirada de sus ojillos salvajes descendía para contemplar a la pareja de fieras que luchaban en el claro y su voz apremiaba a Taug y a los demás machos para que se arrojasen a participar en la pelea.

Aguijoneados por los gritos de Teeka, los simios se acercaron más al escenario de la lucha y redoblaron su espantoso clamor. Pero Sheeta ya estaba demasiado enzarzada en la batalla… ni siquiera los oía. Logró desembarazarse parcialmente del hombre mono, quitándoselo de encima del lomo, y durante los segundos que Tarzán permaneció expuesto a las terribles garras de la pantera, antes de que pudiera aferrarse de nuevo al felino y subir a su lomo, el zarpazo de una de las patas traseras de Sheeta le desgarró el muslo, desde la cadera hasta la rodilla.

Es posible que la vista y el olor de la sangre afectase a los monos que los rodeaban, pero el verdadero responsable de lo que hicieron fue Taug.

Taug, que apenas un momento antes rebosaba indignado resentimiento contra Tarzán de los Monos, se mantenía cerca de los dos luchadores, a los que observaba iracundo con sus perversos ojillos veteados de rojo. ¿Qué ocurría en su salvaje cerebro? ¿Saboreaba con deleite la poco envidiable situación en que se encontraba el ser que hasta poco antes le estuvo atormentando? ¿Aguardaba ansiosamente ver hundirse los colmillos de Sheeta en la suave garganta del hombre mono? ¿O comprendía la valerosa generosidad de Tarzán, que arriesgaba su vida al lanzarse a rescatar al
balu
de Teeka, el
balu
del propio Taug? ¿Es el agradecimiento una cualidad exclusiva del hombre o la poseen también los animales pertenecientes a órdenes inferiores?

La sangre que brotó de la herida de Tarzán hizo que Taug respondiese a esas preguntas. Con todo el peso de su enorme cuerpo se abalanzó sobre Sheeta, al tiempo que profería espantosos rugidos. Hundió los largos colmillos en la garganta del felino. Sus poderosos brazos golpearon y arañaron la suave piel de la pantera, cuyas tiras arrancadas se agitaron al impulso del aire de la jungla.

El ejemplo de Taug impelió a los otros machos al ataque. Se abalanzaron al unísono sobre Sheeta, la sepultaron bajo una lluvia de dentelladas y sus gritos de batalla colmaron de estremecedora algarabía todo el espacio de la selva.

¡Ah! ¡Qué maravilloso espectáculo el de aquel combate soberbio de los simios primitivos y el gigantesco hombre mono blanco contra su enemigo ancestral, Sheeta, la pantera!

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