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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (10 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Si se topaba con Dios, Tarzán estaría preparado. Uno nunca podía estar seguro de si una cuerda de hierba, un venablo de guerra o una flecha envenenada resultarían eficaces frente a un adversario desconocido. Tarzán se sentía satisfecho. Si Dios aceptaba el combate, el hombre mono no albergaba la menor duda acerca del desenlace del encuentro.' Eran muchas las preguntas que deseaba formular al Creador del universo, por lo que confiaba en que Dios no resultase una divinidad belicosa. No obstante, toda su experiencia de la vida, así como el comportamiento de los seres vivientes le habían demostrado que toda criatura que contase con medios de ataque y defensa podía desencadenar una agresión si se encontraba en la situación anímica apropiada.

Había oscurecido cuando llegó al poblado de Mbonga. Tan silencioso como las calladas sombras de la noche, se llegó a su atalaya de costumbre entre las ramas de gigante de la jungla que se extendían por encima de la empalizada. A sus pies, en la calle de la aldea, vio hombres y mujeres. Los hombres iban más horriblemente pintarrajeados de lo habitual. Entre ellos se agitaba una figura extraña y grotesca, un individuo de alta estatura, con piernas de hombre y cabeza de búfalo. A su espalda pendía una cola que le llegaba hasta los tobillos, una mano empuñaba un rabo de cebra y la otra sostenía un haz de pequeñas flechas.

Tarzán se quedó electrizado. ¿Era posible que el azar, que la suerte le proporcionara la oportunidad de ver a Dios? Seguramente aquella criatura no era hombre ni animal, por lo tanto, ¡no podía ser más que el Creador del universo! El hombre mono observó con atención todos los movimientos de aquel singular individuo. Vio que cuando se aproximaba a ellos, los indígenas, hombres y mujeres, retrocedían como si les aterrasen los misteriosos poderes del extraño personaje.

Se percató entonces de que la deidad hablaba y de que todos escuchaban en silencio sus palabras. Tarzán tuvo el absoluto convencimiento de que sólo Dios podía infundir tal terror a los gomanganis, y obligarles a permanecer callados, sin utilizar flechas ni venablos. Había llegado a mirar con desprecio a los negros principalmente a causa de su charlatanería. Los micos parloteaban mucho y huían en cuanto se presentaba un enemigo. Los gigantescos machos de Kerchak, viejos y adultos, hablaban poco y se lanzaban a la lucha a la menor provocación. Numa, el león, no se sentía casi nunca inclinado a la locuacidad, y, sin embargo, de todos los pobladores de la jungla, pocos eran los que se enzarzaban en tantas peleas como él. Aquella noche Tarzán fue testigo de cosas muy extrañas, ninguna de las cuales llegaba a entender, y quizás porque eran tan extrañas supuso que estarían relacionadas con aquel Dios al que tampoco lograba entender. Presenció una curiosa ceremonia en la que tres jóvenes recibieron sus primeros venablos de guerra y a la que el grotesco brujo de la tribu logró conferir un aire impresionante y ultraterreno.

Profundamente interesado vio que pinchaban los brazos morenos de los jóvenes e intercambiaban el rojo líquido con Mbonga, según el rito de la ceremonia llamada de la fraternidad de la sangre. Vio que sumergían la cola de la cebra en un caldero de agua, sobre el que previamente había trazado unos cuantos pases mágicos el hechicero, al tiempo que brincaba y danzaba a su alrededor. Vio salpicar con aquel líquido encantado la frente y el pecho de los tres novicios. De haber sabido el hombre mono que la finalidad de aquella ceremonia consistía en hacer a los receptores de aquellas aspersiones invulnerables a los ataques enemigos y osados ante el peligro, es indudable que se habría plantado de un salto en la calle de la aldea para apropiarse de la cola de cebra y de una parte del contenido del caldero.

Pero como lo ignoraba, se limitó a quedarse maravillado, no sólo de lo que estaba contemplando, sino también de las extrañas sensaciones que recorrían su desnuda columna vertebral, inducidas sin duda por la misma influencia hipnótica que mantenía a los espectadores negros suspendidos en tenso temor y al borde del ataque de histeria.

Cuanto más lo miraba, más se convencía Tarzán de que sus ojos estaban posados en Dios. Y con tal convencimiento llegó la decisión de intercambiar unas palabras con la deidad. Para Tarzán de los Monos, pensar era actuar.

El pueblo de Mbonga había alcanzado ya el punto culminante de excitación histérica. Poco faltaba para que soltasen con frenético estallido toda la presión que la aterradora pantomima del hechicero había acumulado sobre los nervios de los indígenas.

De la parte exterior de la empalizada, muy cerca, llegó de pronto el vibrante rugido de un león. Los negros dieron un respingo, sobresaltados, y permanecieron en silencio, a la escucha de la repetición del sonido de aquella voz, tan familiar y tan aterradora siempre para ellos. Hasta el hechicero se interrumpió en mitad de un complicado paso y se quedó rígido, inmóvil como una estatua, mientras su astuto cerebro buscaba alguna sugerencia para sacarle partido a la situación de su auditorio y a la oportuna interrupción.

La velada le había resultado enormemente provechosa. Le entregarían tres hermosas cabras por oficiar el rito de iniciación que convertía a los tres jóvenes en guerreros con todas las de la ley. De los admirados y asustados integrantes de su audiencia había recibido también diversos presentes de cereales y abalorios, junto con un buen trozo de alambre de cobre.

El rugido de Numa aún trepidaba en los tensos nervios de los indígenas cuando la risa de una mujer, aguda y penetrante, hizo añicos el silencio de la noche. En aquel preciso momento, Tarzán decidió descender del árbol y saltó ágilmente a la calle del poblado. Plantado temerariamente en medio de sus mortales enemigos, erecto y rígido como la más rígida de las flechas de los guerreros, musculoso como Numa, el rey de los animales, Tarzán de los Monos sacaba la cabeza a la mayoría, de los indígenas de Mbonga.

Durante unos segundos, el hombre mono contempló al hechicero. Todos los ojos estaban clavados en Tarzán, pero ni uno solo de los habitantes del poblado se movía: el terror los tenía a todos paralizados. Sin embargo, entraron en movimiento unos segundos después, cuando el hombre mono movió la cabeza bruscamente y se dirigió hacia la espantosa figura cuyo rostro ocultaba la cabeza de búfalo.

Los nervios de los negros estallaron entonces. Llevaban meses angustiados por el terror que les infundía aquel extraño dios blanco de la jungla. Les robaba las flechas, llevándoselas del mismo centro de la aldea; los guerreros morían silenciosamente, liquidados en los caminos de la selva, y luego los cadáveres caían por la noche, de forma misteriosa, en la calle del poblado, como llovidos del mismísimo cielo.

Un par de indígenas habían llegado a vislumbrar la extraña figura de aquel inusitado demonio y, a través de las reiteradas descripciones que hicieron del mismo, el poblado entero reconoció ahora a Tarzán como el causante de tantas maldades. En otras circunstancias, y a la luz del día, sin duda los guerreros se habrían apresurado a atacarle, pero de noche, y precisamente aquella noche en la que la mascarada del hechicero les había puesto los nervios a flor de piel, llenándolos de pánico, los indígenas se sentían impotentes. Su única reacción, al ver avanzar a Tarzán, fue dar media vuelta y emprender una huida general a la desbandada, en busca del refugio de sus chozas. Sólo uno de los indígenas continuó momentáneamente donde estaba: el hechicero. Más que medio autosugestionado por la fe que parecía inspirarle su propia charlatanería, plantó cara a aquel nuevo demonio que amenazaba con socavar su antigua y lucrativa profesión.

—¿Tú eres Dios? le preguntó Tarzán.

El hechicero, que no tenía idea del significado de las palabras del hombre mono, ejecutó unos cuantos extraños pasos de danza, dio un salto en el aire, se revolvió y cayó para quedar inclinado, con los pies separados al máximo y la cabeza alargada hacia Tarzán. Permaneció unos segundos en tal postura y después emitió un sonoro «¡Fuuu!», cuyo evidente objetivo era asustar al hombre mono para que saliera huyendo. Pero la verdad es que no surtió el menor efecto.

Tarzán no se detuvo. Su intención era acercarse a examinar a Dios y nada en el mundo hubiera podido interrumpir sus pasos. Al ver que sus payasadas no le daban resultado alguno frente a aquel intruso, el hechicero intentó otro medicamento. Tras escupir en la cola de cebra, que aún sostenía firmemente en la mano, trazó unos círculos sobre ella con las flechas que llevaba en la otra mano, al tiempo que retrocedía precavidamente frente a Tarzán y susurraba secretas confidencias al extremo de la cola de cebra.

Tal medicina, sin embargo, debía de ser poco eficaz, porque la criatura, dios o demonio, reducía de manera paulatina la distancia que le separaba del hechicero. Los círculos, en consecuencia, eran pocos y rápidos y, cuando los dio por concluidos, el hechicero adoptó una actitud que pretendía ser amedrentadora y, al tiempo que agitaba la cola de cebra frente a sí, trazó una línea imaginaria entre él y Tarzán.

—No puedes pasar a este lado de la raya, porque mi medicina es una medicina muy poderosa —conminó—. Alto, porque si tus pies pisan este punto caerás fulminado. Mi madre fue una bruja, mi padre fue un ofidio. Yo vivo a base de corazones de león y entrañas de pantera; me desayuno con niños de pecho y los demonios de la jungla son mis esclavos. Soy el hechicero más poderoso del mundo. Nada me asusta, porque soy inmortal. Yo…

Pero no continuó; lo que hizo, en cambio, fue dar media vuelta y salir disparado, porque Tarzán de los Monos había cruzado la mágica línea mortal… y continuaba vivo.

Al ver la huida vergonzosa del hechicero, Tarzán estuvo a punto de perder los estribos. Aquel comportamiento no era propio de Dios, al menos no estaba de acuerdo con el concepto que Tarzán se había formado de Él.

—¡Vuelve! —gritó—. ¡Vuelve, Dios, que no te haré ningún daño!

Pero el hechicero se retiraba a todo correr, franqueaba a grandes saltos las cazuelas y los rescoldos de las fogatas medio consumidas delante de las chozas de los indígenas. Espoleado por un pánico cerval que ponía alas en sus pies, el pobre brujo volaba en línea recta hacia su propia choza. Pero su esfuerzo resultó inútil: con la rapidez de Bara, el ciervo, Tarzán salió en su persecución.

Alcanzó al hechicero en el mismo umbral de la puerta de su choza. Una mano robusta se abatió sobre el hombro del brujo para tirar de él hacia atrás. La mano se posó en la piel de búfalo y arrancó el disfraz del hechicero. Y lo que Tarzán vio arrojarse de cabeza a las tinieblas del interior de la choza fue un simple negro desnudo.

¡De modo que aquello era lo que había tomado por Dios! Los labios de Tarzán se contrajeron en una mueca de rabia mientras saltaba dentro de la choza, en pos del aterrado chamán. En la negrura del interior lo encontró acurrucado en el fondo de la estancia, hecho un ovillo, y lo arrastró a la relativa claridad nocturna de la calle iluminada por la luna.

En su brega por desasirse y escapar, el hechicero no escatimó intentos de arañar y morder, pero unos cuantos cachetes le hicieron comprender que era inútil resistirse. Bajo la luz de la luna, Tarzán obligó a ponerse en pie a la rastrera figura y la sostuvo sobre las temblorosas piernas.

—¡Así que tú eres Dios! —le gritó—. ¡Si tú eres Dios, Tarzán es más grande que Dios!

Lo cierto es que así lo creía el hombre mono. Chilló al oído del negro:

—¡Yo soy Tarzán! No hay nadie más grande que Tarzán en toda la selva, ni por encima de ella, ni en las aguas que corren o permanecen estancadas, ni en las aguas inmensas ni en las pequeñas… Tarzán es más grande que los manganis y más grande que los gomanganis. Mata con sus propias manos a Numa, el león, y a Sheeta, la pantera. No hay nadie tan grande como Tarzán. ¡Tarzán es más grande que Dios! ¿Lo ves? Con un súbito movimiento retorció el cuello del negro, que lanzó un alarido de dolor y luego se desplomó contra el suelo, desmayado.

El hombre mono apoyó el pie en el cuello del caído hechicero, levantó el rostro hacia la luna y llenó el aire con el estridente grito del mono macho victorioso. Después se inclinó, arrancó la cola de cebra de los inertes dedos del inconsciente brujo y, sin volver la cabeza una sola vez, encaminó de nuevo sus pasos a través de la aldea.

Ojos asustados le observaban desde los umbrales de las chozas. El jefe Mbonga fue uno de los que presenciaron lo sucedido delante del chamizo del hechicero. Mbonga estaba realmente intranquilo. Anciano y sensato patriarca, sólo creía a medias en los hechiceros, al menos desde que la edad había aumentado su dosis de cordura. Sin embargo, en su condición de jefe estaba absolutamente convencido del poder que representaba un hechicero con arma de gobierno. Y ocurría con harta frecuencia que Mbonga aprovechaba los temores supersticiosos de su pueblo utilizándolos para sus propios fines a través del chamán.

Mbonga y el hechicero habían colaborado provechosamente, repartiéndose el botín, pero, en adelante, la «tapadera» que constituía el brujo se perdería para siempre en el caso de que alguien hubiera visto lo que Mbonga acababa de contemplar. Los indígenas de su generación no volverían a tener tanta fe en ningún futuro hechicero.

Mbonga debía hacer algo para neutralizar la perversa influencia del triunfo del diablo del bosque sobre el chamán de la aldea.

El cacique enarboló su pesado venablo y abandonó silenciosamente la choza para marchar en seguimiento de Tarzán. Éste caminaba calle adelante, tan despreocupado como si paseara entre los amistosos simios de la tribu de Kerchak, en vez de hacerlo por el centro de una aldea llena de enemigos armados.

Pero su indiferencia sólo era aparente, ya que todos sus bien entrenados sentidos se mantenían alertas y vigilantes. Sutil y avezado cazador de animales silvestres de fino oído, Mbonga se desplazaba en el más profundo silencio. Ni siquiera Bara, el ciervo, con sus grandes orejas habría detectado por el sonido la cercana presencia de Mbonga. Pero el jefe negro no andaba al acecho de Bara, sino que perseguía a un hombre y por esa razón sólo trataba de evitar el ruido.

Se fue aproximando paulatinamente a Tarzán, que avanzaba con paso lento. El cacique ya tenía levantado el venablo de guerra y echado el brazo hacia atrás, por encima del hombro derecho. De una vez por todas, Mbonga, el jefe, se libraría y libraría a su pueblo de la amenaza de aquel enemigo aterrador. No se precipitaría. Se tomaría el tiempo necesario para afinar la puntería y arrojaría el arma con tal fuerza que acabaría para siempre con aquel demonio.

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