Había logrado adormilarse cuando le despertó el rugido de un león. Se sentó en la rama y comprobó sorprendido que era completamente de día. Se frotó los ojos. ¿Sería posible que hubiese dormido de verdad? No se sentía fresco y descansado como debía estarlo después de un sueño reparador. Un ruido atrajo su atención y al bajar la mirada vio un león que, plantado al pie del árbol, le observaba con ojos famélicos. Tarzán le dirigió una mueca de burla y Numa, con gran sorpresa por parte del hombre mono, empezó a trepar por las ramas del árbol, en dirección a él. Era la primera vez en su vida que Tarzán veía que un león se subiera a un árbol y, no obstante, por alguna razón inexplicable, no le sorprendía gran cosa el que aquel león particular lo hiciese.
En vista de que el felino continuaba ascendiendo hacia él, Tarzán buscó ramas más altas. Y comprobó, atribulado, que trepar por ellas le costaba un esfuerzo ímprobo. Resbalaba una y otra vez, y en cada retroceso perdía todo el terreno que acababa de ganar, mientras que el león seguía subiendo de modo uniforme y acercándose cada vez más a él. Tarzán veía el brillo voraz que iluminaba los ojos verde amarillos. Veía los hilos de babas que pendían de las mandíbulas entreabiertas. Veía los enormes colmillos preparados para cerrarse sobre él y destrozarlo. Aferrándose desesperadamente a las ramas, el hombre mono consiguió sacarle un poco de ventaja a su perseguidor. Llegó a la copa del árbol, donde las ramas eran más delgadas y altas y a donde sabía perfectamente que a ningún león le era posible seguirle. Sin embargo, aquel Numa de rostro diabólico continuaba adelante. Increíble, pero cierto. Y lo que más maravillaba a Tarzán era que, aunque comprendía la inverosimilitud de todo ello, al mismo tiempo lo aceptaba como cosa normal: primero, que un león trepase por la enramada de un árbol y después que ascendiera hasta las alturas de la copa, donde las ramas eran más delgadas y a donde ni siquiera Sheeta, la pantera, osaría aventurarse.
Hasta lo más alto del árbol llegó Tarzán en su torpe ascenso, y tras él fue Numa, emitiendo lúgubres gemidos. Por último, el hombre mono se detuvo, manteniendo el equilibrio en el cimbreante extremo de una rama, en las alturas del bosque. Ya no podía subir más. Por debajo de él, Numa continuaba ascendiendo; Tarzán comprendió que había sonado su hora final. Sobre aquella débil rama le resultaba imposible plantar batalla a Numa, el león, en especial a aquel Numa que, sobre las bamboleantes ramas, a sesenta metros de altura sobre el suelo, parecía encontrarse tan seguro como si pisara tierra firme.
El león se iba acercando y acercando. Unos segundos más y podría alcanzarle con sólo alargar la pata; le hundiría entonces las uñas de sus enormes garras y lo arrastraría hacia aquellas tremendas fauces. Un ronroneo que sonó por encima de su cabeza indujo a Tarzán a levantar aprensivamente la vista. Un ave gigantesca volaba en círculo a su alrededor, casi rozándole la cabeza. En su vida había visto el hombre mono un ave tan grande; sin embargo, lo reconoció en seguida porque, ¿no la había visto centenares de veces representada en uno de los libros de la cabaña construida junto a la playa de la bahía?… En aquella cabaña recubierta de musgo que, con su contenido, era la única herencia que su difunto y desconocido padre dejó al joven lord Greystoke.
En el libro ilustrado, el ave aparecía volando a gran altura y llevaba un chiquillo en las garras, mientras, en el suelo, la madre del niño elevaba los brazos al cielo y se mostraba afligidísima. El león extendía ya su pata, con las uñas alargadas para atrapar a Tarzán de los Monos, cuando el ave descendió en picado y hundió sus no menos formidables garras en la espalda del hombre mono. El dolor resultó paralizante, pero el hombre mono experimentó una enorme sensación de alivio al comprobar que el ave le alejaba de las mortíferas garras de Numa.
Aquel pájaro gigantesco remontó el vuelo rápidamente, con susurrante aleteo, y la selva quedó a enorme distancia. Al verse a tanta altura del suelo, el vértigo y el mareo se apoderaron de Tarzán, que cerró los párpados con fuerza y contuvo la respiración. El ave siguió ascendiendo en el aire. Tarzán volvió a abrir los ojos. La selva quedaba ya tan lejos que sólo vio una verde mancha borrosa allá abajo; en cambio, por encima, el sol parecía encontrarse muy cerca. Tarzán tenía las manos medio heladas y las extendió para calentárselas. Le asaltó de pronto un acceso de locura. ¿A dónde le llevaba aquel pájaro? ¿Tenía que someterse pasivamente, sin más ni más, a aquella criatura emplumada, por gigantesca que fuese? Él, Tarzán de los Monos, el poderoso luchador, ¿iba a morir sin descargar un solo golpe para defenderse? ¡Jamás!
Empuñó el cuchillo que llevaba sujeto al taparrabos y lo hundió una, dos, tres veces en el pecho del ave que tenía inmediatamente encima de la cabeza. Las formidables alas batieron el aire unas cuantas veces más, espasmódicamente, las garras aflojaron su presa y Tarzán de los Monos cayó dando volteretas rumbo a la lejana selva.
Al hombre mono le pareció que su vertiginoso descenso duró varios minutos antes de que su cuerpo chocara con el frondoso follaje de las copas de los árboles. Las ramas más débiles pararon el golpe, de forma que al cabo de un instante se encontró en la misma horqueta donde había tratado de conciliar el sueño la noche anterior. Vaciló sobre aquella rama y titubeó durante un segundo, tratando frenéticamente de conservar el equilibrio; pero al final perdió pie, aunque, al extender las manos a la desesperada, consiguió agarrarse a la rama y colgarse de ella.
Abrió de nuevo los ojos, cuyos párpados había cenado al caer. Volvía a ser de noche. Con su agilidad de siempre, subió a la horqueta que acababa de abandonar. En el suelo, rugió un león y, al mirar hacia abajo, Tarzán vio el fulgor de las pupilas verde amarillas que brillaban a la luz de la luna, al perforar famélicas las tinieblas de la noche selvática para localizarle a él.
El hombre mono jadeó en busca de aire. Le brotaba un sudor frío por todos los poros del cuerpo y sentía una náusea terrible en la boca del estómago. Tarzán de los Monos acababa de tener su primera pesadilla.
Permaneció largo rato sentado en la rama, sin apartar la vista de Numa, no fuera caso que al león le diera por trepar árbol arriba con ánimo de atacarle, y aguzando el oído para captar el batir de las grandes alas en las alturas, porque para Tarzán de los Monos el sueño era realidad.
No podía creer lo que había vivido y, no obstante, al haber visto aquellas cosas increíbles, tampoco le era posible negar la evidencia de lo experimentado por sus propios sentidos. Éstos nunca le habían engañado y, como es natural, su fe y su confianza en ellos eran absolutas. Todas las impresiones que siempre habían transmitido a su cerebro fueron precisas, de una exactitud poco menos que invariable. Le resultaba inconcebible siquiera la posibilidad de que aparentemente hubiese protagonizado aquella aventura sin que en ella hubiera un mínimo de verdad. Que un estómago alterado por la ingestión de carne de elefante en malas condiciones, un león que ruge en la selva, un libro ilustrado y un sueño se combinaran para presentarle todos los detalles del lance que al parecer había vivido era algo situado más allá de su conocimiento. Sin embargo, sabía perfectamente que a Numa le era imposible trepar a un árbol, como sabía también que en la selva no existía un ave como la que acababa de ver y que tampoco era posible que siguiera viviendo después de haber descendido en caída libre, no toda la distancia que cayó, sino sólo una minúscula parte de ella.
Tarzán trató de ponerse cómodo para dormir un poco más. Sin exagerar nada, estaba confuso a todo estarlo… Confuso y absolutamente asqueado.
Mientras permanecía sumido en profundas cavilaciones acerca de los extraños acontecimientos de la noche, fue testigo de otro suceso notable. Algo verdaderamente absurdo, pero que vio con sus propios ojos: se trataba nada menos que de Histah, la serpiente, cuyo cuerpo ondulante y viscoso, reptaba hacia él tronco arriba. Pero la cabeza de Histah era la del viejo guerrero que Tarzán había hundido en el caldero donde hervía la carne; y el vientre de Histah era también el redondo, hinchado, tenso y negro vientre del viejo. Cuando la espeluznante cara del indígena, con los ojos en blanco, vidriosas y hundidas las pupilas, se acercaba a Tarzán, Histah abrió la boca para engullirle. El hombre mono golpeó con furia aquel semblante espantoso y entonces la aparición se desvaneció en el aire.
Tarzán se sentó en la rama, tembloroso de pies a cabeza, desorbitados los ojos y jadeante la respiración. Lanzó una mirada a su alrededor, pero sus agudos ojos, tan adaptados a la jungla, no vieron ni rastro del viejo con el cuerpo de Histah, la serpiente; lo único que vieron fue una oruga, desprendida de una rama superior, que se le deslizaba por el desnudo muslo. Al tiempo que esbozaba una mueca, la arrojó de un manotazo a la oscuridad de abajo.
Así fue transcurriendo la noche, de un breve rato de sueño a otro breve rato de sueño, de una pesadilla a otra pesadilla, hasta que el angustiado Tarzán se sobresaltaba como un ciervo empavorecido al percibir el susurro del viento entre el follaje que le rodeaba o se ponía en pie de un salto cuando la extraña risa de una hiena restallaba inopinadamente en medio de un momentáneo silencio de la jungla. Pero, aunque se hizo esperar mucho, por fin se presentó la mañana y, debilitado y febril, Tarzán empezó a serpentear lentamente por la húmeda penumbra de los laberintos de la jungla, en busca de agua. Le parecía que todo su cuerpo ardía y unas náuseas tremendas se elevaban desde el estómago hacia la garganta. Vio ante sí una espesura de maleza y arbustos prácticamente impenetrable y, como la fiera salvaje que era, penetró por ella para morir a solas, sin que le vieran, a salvo de los carnívoros de presa.
Pero no murió. Deseó la muerte durante mucho tiempo pero, al final, la naturaleza sacó a relucir su propia terapia y el estómago se alivió mediante sus propios recursos curativos; el hombre mono empezó a sudar copiosa y hasta violentamente y acabó por sumirse en un sueño apacible y normal, que se mantuvo hasta bien entrada la tarde. Al despertarse, Tarzán se sintió débil, pero no enfermo.
Volvió a ir en busca de agua y, cuando hubo bebido hasta saciarse, se dirigió despacio a la cabaña situada junto al mar. Cada vez que le agobiaban la soledad y las dificultades, acudía allí en busca de la quietud, la paz y el sosiego que no encontraba en ningún otro sitio. Era una costumbre adquirida mucho tiempo atrás.
Mientras se acercaba a la cabaña y levantaba el tosco cerrojo que su padre había construido tantos años antes, dos ojillos diminutos y sanguinolentos le espiaban ocultos tras la pantalla del follaje de la selva. Desde debajo de unas cejas hirsutas y pobladas, aquellos ojos estuvieron observándole perversamente, con malevolencia y curiosidad, hasta que Tarzán entró en la cabaña y cerró la puerta tras de sí. En aquel recinto, aislado del mundo, podía soñar sin miedo a que le interrumpiesen. Podía acurrucarse y contemplar las imágenes que ilustraban aquellos objetos extraños que eran los libros. Podía descubrir el significado de aquella palabra impresa que había aprendido a leer sin conocer la palabra hablada que representaba. Podía vivir en aquel mundo maravilloso que le era desconocido más allá de las cubiertas de sus queridos libros. Que Numa y Sabor fueran a merodear por las cercanías, que la furia de los elementos se desencadenara en toda su violencia… Al menos, Tarzán podía estar allí completamente despreocupado, en una deliciosa relajación que le permitía entregarse sin reservas a la búsqueda y disfrute del mayor de todos sus placeres.
Aquel día fue allí para mirar la ilustración que representaba al enorme pájaro que llevaba en sus garras al pequeño tarmangani. Frunció Tarzán el entrecejo al contemplar aquella imagen a todo color. Sí, se trataba de la misma ave que el día anterior lo había trasladado por el aire a él, ya que para Tarzán la pesadilla era una realidad tan firme que tenía la absoluta certeza de que habían transcurrido un día y una noche desde que se echó a dormir en el árbol.
Pero cuánto más pensaba en la cuestión, menor era su seguridad en que fuese cierta la aparente aventura que había vivido; y, sin embargo, le era completamente imposible determinar dónde cesó lo real y dónde había empezado lo irreal. ¿Estuvo verdaderamente en la aldea de los negros? ¿Mató al viejo gomangani? ¿Comió carne de elefante?
¿Estuvo enfermo? Tarzán se rascó la desgreñada cabeza, sin saber responderse a aquellas preguntas. Todo resultaba de lo más extraño y, no obstante, sabía que no había visto a Numa trepar por un árbol, ni a Histah con la cabeza y el vientre del viejo negro a quien el propio Tarzán había dado muerte.
Por último, exhaló un suspiró y renunció a todo intento de comprender lo incomprensible, aunque en el fondo de su corazón sabía que en su vida no dejaba de haber ocurrido algo nunca experimentado hasta entonces, que existían otros hechos que se desarrollaban mientras dormía y que perduraban en su consciencia durante las horas en que permanecía despierto.
Empezó a preguntarse luego si no podrían matarle alguna de aquellas extrañas criaturas que encontraba en sus sueños, porque en tales momentos y situaciones Tarzán de los Monos parecía ser un Tarzán distinto, indolente, indefenso, timorato… deseoso de salir huyendo ante sus enemigos como hacía Bara, el ciervo, el más asustadizo y cobarde de los animales.
Así, a través de un mal sueño, tuvo Tarzán el primer asomo de conocimiento del miedo, un conocimiento que el hombre mono nunca había sentido estando despierto. Y acaso experimentaba lo que sus primeros padres vivieron y transmitieron a la posteridad en forma de superstición primero y después en forma de religión. Porque ellos, lo mismo que Tarzán, vieron durante la noche cosas que ni mediante la razón ni mediante la percepción de los sentidos podían explicarse de acuerdo con las normas imperantes a la luz del día, por lo que crearon para sí mismos explicaciones más o menos sobrenaturales que incluían figuras grotescas poseedoras de extraños poderes ultra-terrenales, a las que acabaron por atribuir todos aquellos fenónemos de la naturaleza que les resultaban inexplicables y cuya repetición los llenaba de reverente sobrecogimiento, de maravilla o de pavor.
Y mientras Tarzán concentraba su mente en los pequeños insectos de la página impresa que tenía ante los ojos, el recuerdo vivo de las extrañas aventuras recientes se entremezclaba con el texto que estaba leyendo: una historia sobre Bolgani, el gorila, que estaba en cautividad. Había una ilustración en color que representaba con bastante realismo a Bolgani dentro de una jaula, frente a la cual, acodados en una barandilla, un buen número de tarmanganis de curioso aspecto contemplaban con interés a la fiera, que no dejaba de gruñir. A Tarzán le sorprendía no poco, como siempre le pasaba, aquel ridículo y aparentemente inútil adorno de plumas de colores que cubría a las tarmanganis. Siempre esbozaba una sonrisita al mirar a aquellas extrañas criaturas. Se preguntaba si el motivo de que se taparan así el cuerpo consistía en que les avergonzaba tener la piel lisa, sin pelo, o si lo harían porque daban por supuesto que aquellas raras prendas que vestían les proporcionaban un aspecto más atractivo. A Tarzán le divertían, sobre todo, los grotescos tocados de las personas representadas allí.