Historias de la jungla (23 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Historias de la jungla
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Para llevar a cabo su proyecto, Tarzán necesitaba un colaborador, el cual debía poseer tanta audacia y ser casi tan ágil y dinámico como el propio hombre mono. Los ojos de éste se posaron en Taug, su compañero de juegos en la infancia, el rival que le disputó su primer amor y el único, entre todos los machos de la tribu, que en opinión de Tarzán abrigaba en su salvaje cerebro un sentimiento hacia el hombre mono que nosotros podríamos describir como amistad. Al menos, a Tarzán le constaba que Taug era valiente, joven, ligero de movimientos y dotado de unos músculos espléndidos.

—¡Taug! —le llamó. El gigantesco simio levantó la vista de la rama seca que trataba de arrancar del tronco de un árbol alcanzado por un rayo. Tarzán le aleccionó—: Acércate a Numa todo lo que puedas y dedícate a incordiarle. Hostígale hasta que decida atacar. Aléjale del cadáver de Mamka. Manténlo apartado de allí el máximo de tiempo que puedas.

Taug asintió con la cabeza. Estaba en el lado opuesto del claro. Logró por fin arrancar la rama del árbol, se echó al suelo y avanzó hacia Numa, al que dirigió sus gruñidos e insultos. El asediado león alzó la cabeza y se puso en pie. La cola erecta comunicó a Taug que debía dar media vuelta y salir huyendo. El mono sabía que aquella era la señal indicadora de que Numa iba a desencadenar su ataque.

A espaldas del león, Tarzán echó a correr hacia el centro del claro, donde yacía el cadáver de Mamka. Numa, que sólo tenía ojos para el insolente Taug, no vio al hombre mono. Siguió lanzado en persecución del macho fugitivo, que había emprendido su rauda retirada justo a tiempo y que alcanzó el árbol salvador apenas un par de metros por delante del furibundo demonio que iba tras él. El antropoide trepó por el tronco de su refugio como un auténtico felino. Por centímetros no hicieron presa en su cuerpo las garras de Numa.

El león se detuvo unos segundos al pie del árbol, fulminando con los ojos al simio que se le escapaba y lanzando rugidos que hacían temblar la tierra. Después dio media vuelta para regresar junto a su víctima y, al hacerlo, la cola se puso rígida y erecta de nuevo y Numa desencadenó otra embestida, tan fiera como la anterior, pero en sentido contrario, porque acababa de ver al hombre desnudo, que corría hacia los árboles con la sanguinolenta víctima atravesada sobre sus hombros de gigante.

Desde la seguridad de su refugio en los árboles, los simios que presenciaban aquella carrera a vida o muerte dirigían gritos injuriosos para Numa y de ánimo para Tarzán. En las alturas celestes, un sol caluroso y brillante proyectaba su luz como un foco sobre los personajes que se movían en el pequeño calvero y resaltaba el relieve de sus formas a los ojos de los espectadores acomodados entre las umbrías frondas de los árboles circundantes. Los músculos destacaban bajo la lisa y aterciopelada piel del moreno cuerpo desnudo del joven, sobre cuyos hombros discurría la sangre roja del primate que transportaba. Animal de pura raza selvática, nacido y criado en la jungla, el león de negra melena corría Lias él, agachada la cabeza, extendida la cola, lanzado a toda velocidad a través del claro.

¡Ah, pero aquello sí que era vida! Con la muerte en los talones, Tarzán disfrutaba jubiloso de la emoción de aquella existencia: ¿alcanzaría la seguridad de los árboles antes de que la desenfrenada muerte que le acosaba se abatiera sobre él?

Gunto se balanceaba en la rama de un árbol, delante de Tarzán.

Gunto le gritaba consejos y avisos.

—¡Agárrame! —le chilló Tarzán.

Con su pesada carga siempre sobre los hombros, saltó hacia el enorme simio macho, suspendido de la rama, a la que se sujetaba con las extremidades posteriores y una de sus manos delanteras. Y Gunto los cogió, a Tarzán y al peso muerto de la hembra sacrificada. Los atrapó en el aire con su peluda mano libre y los impulsó hacia arriba hasta que los dedos de Tarzán se cerraron en torno a la salvación una rama próxima.

En el suelo, Numa también saltó; pero, con todo lo torpe y pesado que Gunto pudiera parecer, en realidad era rápido como Manu, el mico, de forma que las garras del león apenas consiguieron rozarle, sólo trazaron en su peludo brazo la línea sangrienta de un rasguño.

Tarzán llevó el cuerpo sin vida de Mamka a una horqueta alta, a donde ni siquiera Sheeta, la pantera, podía llegar. Al pie del árbol, Numa acompañaba sus coléricos paseos con rugidos sobrecogedores. Le habían escamoteado no sólo la presa sino también la venganza. Estaba desesperadamente furioso, pero los expoliadores se encontraban fuera de su alcance y, tras lanzarle unos cuantos insultos y proyectiles como despedida, se alejaron saltando de árbol en árbol, sin olvidarse de obsequiarle con andanadas de feroces pullas.

Mucho reflexionó Tarzán sobre la pequeña aventura de aquel día. Adivinaba lo que podría ocurrir en el caso de que a los grandes carnívoros les diera por dedicar su atención seriamente a la tribu de Kerchak, el gran mono, pero también consideró a fondo la espantosa desbandada que protagonizaron los antropoides huyendo en busca de la salvación cuando Numa los atacó. El sentido del humor no florece gran cosa en la selva, a no ser que vaya asociado a lo torvo y ominoso. Los animales desconocen todo concepto de lo cómico, pero ello no era óbice para que el joven inglés le encontrara la gracia a muchas cosas que para sus compañeros no tenían el más leve rasgo humorístico.

Desde su más tierna infancia, Tarzán siempre había buscado el lado divertido de las cosas, generalmente con gran disgusto por parte de los monos con los que convivía. Y en aquella funesta aventura de la jungla que se había cobrado la vida de Mamka y puso en peligro la de tantos miembros de la tribu, Tarzán no podía por menos que ver ahora lo ridículo que resultaba el aterrado pánico de los simios y la rabia que la frustración hizo sentir a Numa.

Apenas unas semanas después sucedió que Sheeta, la pantera, irrumpió súbitamente entre los simios de la tribu y se llevó un
balu
del árbol donde su madre lo había dejado escondido mientras se entregaba a la búsqueda de comida. Sheeta se alejó tranquilamente con su pequeña presa. Tarzán se puso hecho una furia. Reprochó a los machos lo fácil que les fue a Numa y a Sheeta, en una misma luna, matar a dos integrantes de la tribu.

—Seremos su despensa y nos devorarán a todos —exclamó—. Vamos de caza despreocupadamente por la selva, sin prestar atención a los enemigos que se nos acercan. Ni siquiera Manu, el mico, actúa así. Siempre hay dos o tres que montan guardia y vigilan por si acaso se aproximara algún enemigo. En las manadas de Pacco, la cebra, y Wappi, el antílope, nunca faltan varios centinelas que se encargan de la vigilancia en tanto pastan los demás, mientras que nosotros, los magníficos manganis, dejamos que Numa, Sabor y Sheeta vengan cuando les plazca y se nos lleven para alimentar a sus
balus
.

—Grrrrr —rugió Numgo.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Taug.

—Nosotros también debemos de tener dos o tres machos que monten guardia para avisarnos de la aproximación de Numa, Sabor y Sheeta —respondió Tarzán—. No hay por qué tener miedo a los demás, salvo a Histah, la serpiente, y si vigilamos para evitar que los otros nos sorprendan, también veremos a Histah, si se acerca, aunque se deslice por el suelo todo lo silenciosamente que quiera.

Y así fue como, en adelante, los grandes monos de la tribu de Kerchak apostaron centinelas que vigilaban por las alas y por retaguardia, mientras la tribu cazaba, menos desplegada ya de lo que hasta entonces tuvo por costumbre.

Sin embargo, Tarzán salia de caza en solitario, porque Tarzán era un hombre y buscaba la aventura, la diversión y el humor que la lúgubre y terrible selva brinda a todos aquellos que la conocen y no la temen… El enigmático humor que centellea con fulgores de ojos fulminantes y está salpicado de motas de sangre carmesí. Mientras los demás buscaban sólo alimento y afecto, Tarzán de los Monos buscaba alimento y placer.

Se encontraba un día en las ramas del árbol que dominaba la cercada aldea de Mbonga, el jefe, aquel caníbal de piel azabache de la selva primigenia. Como en multitud de ocasiones anteriores, vio al hechicero, Rabba Kega, ataviado con la cabeza y la piel de Gorgo, el búfalo. A Tarzán le hacía mucha gracia ver a un gomangani ir por ahí presumiendo de Gorgo, pero aquella pantomima no le sugirió nada de particular hasta que su mirada tropezó con la piel de un león, a la que aún no habían quitado la cabeza y que aparecía estirada contra la pared de la choza de Mbonga. Una amplia sonrisa iluminó entonces el bien parecido rostro del joven salvaje blanco.

Volvió a adentrarse por la selva, donde anduvo hasta que el azar, asociado a su agilidad, astucia y fuerza física, respaldado todo ello por su maravillosa capacidad de percepción, le proporcionaron un alimento fácil. Si Tarzán tenía la sensación de que el mundo estaba obligado a poner a su alcance lo necesario para subsistir, no dejaba de comprender, también, que a él le correspondía agenciarse esos medios de subsistencia, y nunca hubo nadie que supiese buscar y recoger mejor dichos medios de subsistencia que aquel hijo de un lord inglés, un aristócrata que ignoraba que lo era y que de las costumbres de sus antepasados sabía menos aún que de los propios antepasados, de los que no sabía absolutamente nada.

El negro manto de la noche había caído ya cuando Tarzán volvió al poblado de Mbonga y se situó en su ya pulimentada atalaya del árbol cuyas ramas pasaban por encima de la empalizada. Dado que no había nada que festejar, la calle de la aldea presentaba un aspecto mortecino, sin la menor animación, porque sólo una orgía a base de carne y cerveza indígena sacaba de sus chozas a los vecinos de la aldea de Mbonga. Aquella noche, cotilleaban sentados alrededor de las fogatas donde se guisaba la cena; los adultos de más edad, claro, porque los jóvenes se había retirado por su cuenta y por parejas, para hundirse en las cómplices sombras que proyectaban las chozas con techo de palma.

Tarzán se dejó caer dentro de la aldea y se desplazó sigilosamente al abrigo de las sombras más densas, rumbo a la choza de Mbonga, el cacique. Encontró allí lo que buscaba. Estaba rodeado de guerreros, pero éstos ignoraban que el temido dios-demonio transitaba furtivo y silencioso tan cerca de ellos. Naturalmente, tampoco le vieron apoderarse de lo que anhelaba ni abandonar la aldea tan subrepticiamente como había entrado en ella.

Aquella noche, más tarde, cuando Tarzán se acurrucó para dormir, se pasó un buen rato contemplando los encendidos luceros, las parpadeantes estrellas y la enigmática Goro, la luna. El hombre mono sonreía. Recordó lo ridículos que le parecieron los grandes machos de la tribu de Kerchak mientras huían a la desbandada en busca de la salvación de las ramas de los árboles, aquel día en que Numa irrumpió inesperadamente entre ellos y se llevó a Mamka Sin embargo, Tarzán sabía que eran fieros y valientes. El impacto repentino de la sorpresa era lo que siempre los ponía en fuga impulsados por el pánico. Aunque las cosas tal vez hubieran cambiado. Pero eso aún no lo sabía Tarzán. Era algo que aprendería en un futuro inmediato.

Se quedó dormido con una amplia sonrisa animando su rostro.

A la mañana siguiente, Manu, el mico, le despertó dejando caer sobre su cara vuelta hacia arriba unas vainas vacías. El mico se comía las semillas y soltaba las vainas desde una rama situada un poco más arriba de la ocupada por el hombre mono. Éste alzó la mirada y sonrió. Le habían despertado así muchas veces. Manu y él se llevaban bastante bien; la suya era una amistad establecida sobre una base de reciprocidad. Unas veces, Manu llegaba corriendo por la mañana temprano y despertaba a Tarzán para informarle de que Bara, el ciervo, pastaba por allí cerca, o de que Horta, el jabalí, dormía tumbado en un lodazal próximo. A cambio de esos favores, el hombre mono, por su parte, rompía para el mico las cáscaras más duras de los frutos secos o le ahuyentaba a las terribles Histah, la serpiente, y Sheeta, la pantera.

El sol llevaba cierto tiempo brillando en el cielo y la tribu de Kerchak se había alejado ya en busca de comida. Mediante un movimiento de la mano y unos cuantos trinos de su vocecita de pito chirriante, Manu le indicó la dirección que habían tomado los grandes simios.

—Ven, Manu-invitó Tarzán, —y contemplarás algo que te hará dar saltos de alegría y hasta puede que te arranque de encima de los hombros esa arrugada y chillona cabecita tuya. Anda, sigue a Tarzán de los Monos.

Dicho eso, emprendió la marcha en la dirección señalada y, siempre por encima de él, sin dejar de parlotear, refunfuñar y chillar le acompañó Manu, el mico. Tarzán llevaba sobre los hombros lo que la noche anterior había sustraído en la aldea de Mbonga, el jefe.

La tribu estaba comiendo en el bosque, junto al claro donde Gunto, Taug y Tarzán hostigaron a Numa hasta conseguir arrebatarle la víctima que había matado. Algunos miembros de la tribu se encontraban en el propio calvero. Comían con toda la tranquilidad del mundo, contentos y en paz porque, ¿no había tres centinelas, situados en otros tantos puntos alrededor de la manada, cada uno de los cuales miraban en una dirección distinta? Tarzán les había enseñado aquella medida de precaución y aunque el hombre mono estuvo varias jornadas ausente, cazando en solitario, como solía hacer con frecuencia, o visitando la cabaña próxima al mar, los monos aún no habían olvidado sus admoniciones y continuaban colocando centinelas. Si seguían haciéndolo durante una temporada, aquello acabaría por convertirse en una costumbre de la tribu y se perpetuaría indefinidamente.

Pero Tarzán, que los conocía mucho mejor de lo que se conocían ellos mismos, daba por supuesto que en el momento en que él se ausentó de la tribu, los simios se habrían olvidado de apostar los vigilantes, y ahora intentaba no sólo divertirse un poco a su costa, sino darles también una lección de estrategia preventiva que, dicho sea de paso, es una cuestión de importancia mucho más vital en la selva que en la sociedad civilizada. El hecho de que nosotros existamos se debe sin duda alguna a las precauciones adoptadas por algún peludo antropoide del oligoceno. Naturalmente, los monos de Kerchak siempre estaban preparados para cualquier eventualidad, a su propio modo… Tarzán no había hecho más que recomendar una nueva y adicional medida de seguridad.

Gunto se encontraba apostado aquel día en la parte norte del claro. Permanecía sentado en la horqueta de un árbol, desde donde podía otear una amplia extensión de terreno. Fue el primero en descubrir al enemigo. Llamó su atención un susurro que se produjo en la maleza y un momento después vislumbró parcialmente una melena enmarañada y un lomo de color amarillo rojizo. Sólo pudo entreverlo fugazmente a través de la espesura del follaje, pero fue suficiente para que los pulmones de Gunto entraran en acción con un estridente «¡Kriiieg-ah!», voz con la que los monos dan la alarma o advierten de un peligro.

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