Al ver dentro de la jaula el cadáver que acompañaba al león, las mujeres y niños del poblado prorrumpieron a coro en los más angustiosos lamentos, llegando incluso a caer en una especie de histeria gozosa que incluso trascendía el duelo feliz que se deriva de sus prototipos más civilizados, que dividen su tiempo entre la asistencia a las salas cinematográficas y a los entierros y funerales de amigos y de desconocidos que se celebran en la vecindad…, sobre todo a los de los desconocidos.
Desde un árbol cuyas ramas se extendían por encima de la empalizada, Tarzán observó cuanto ocurría dentro del poblado. Vio a las frenéticas mujeres que hostigaban al león lanzándole piedras y pinchándole con palos. La crueldad con que los indígenas trataban a sus prisioneros siempre promovía en Tarzán un irritado desprecio hacia los gomanganis. De haber intentado analizar tal sentimiento, es harto posible que le hubiera sido difícil conseguirlo, ya que el sufrimiento y la crueldad eran cosas que había visto a lo largo de toda su vida y a las que estaba más que acostumbrado. Él mismo, sin ir más lejos, era cruel. Todos los animales de la jungla eran crueles, pero la crueldad de los negros era de un género distinto. Era la crueldad de la tortura gratuita e inútil a los seres indefensos, mientras que la de Tarzán y los otros animales era la de la necesidad o la del arrebato apasionado.
Tal vez, de conocerla, habría atribuido a la herencia genética el sentimiento de repugnancia que le producía la contemplación del sufrimiento innecesario… Al germen de la inclinación que los británicos sienten por el juego limpio, que su padre y su madre le habían transmitido. Claro que Tarzán lo ignoraba, puesto que aún seguía creyendo que su madre había sido Kala, la gran simia.
Y en la misma proporción en que crecía su cólera hacia los gomanganis se incrementaba su salvaje simpatía hacia Numa, el león, porque, aunque Numa era su enemigo de toda la vida, en los sentimientos que Tarzán experimentaba respecto a él no había amargura ni menosprecio. En el ánimo del hombre mono, por consiguiente, fue arraigando la firme determinación de liberar al felino y dejar a los negros una vez más con dos palmos de narices. Y debía lograrlo de forma que ocasionara a los gomanganis la máxima decepción y desconcierto posibles.
Mientras permanecía agazapado allí, dedicado a presenciar lo que sucedía a sus pies, vio que los guerreros arrimaban de nuevo el hombro a la jaula para empujarla y dejarla entre dos chozas. Tarzán comprendió que permanecería allí hasta la noche y que los indígenas preparaban ya el banquete y la orgía con que iban a celebrar la captura del león. Cuando vio que junto a la jaula se apostaban dos guerreros, los cuales procedían a alejar de allí a cuantas mujeres, niños y jóvenes que se acercaban más o menos dispuestos a atormentar a Numa hasta acabar con su vida, Tarzán comprendió que el león estaría a salvo hasta que se le necesitara para interpretar el papel de víctima en la diversión proyectada para la noche, cuando llegase el momento de torturarlo más cruel y científicamente, como ejemplo edificante para la tribu en peso.
Tarzán prefirió fustigar a los indígenas de la manera más teatral que su fértil imaginación pudiese tramar. Tenía medio formado su concepto de los temores supersticiosos que angustiaban a los indígenas y del pánico que les inspiraba la noche, así que decidió aguardar a que cayera la oscuridad nocturna y los negros estuviesen parcialmente afectados por la histeria a la que los conducían la danza y las ceremonias religiosas. Entonces él daría los pasos precisos para liberar a Numa. Mientras llegaba ese momento, confió en que se le ocurriera alguna idea adecuada a las posibilidades de los diversos elementos que tenía a mano. No tardó mucho tiempo en llegarle esa idea.
Recorría la selva contigua, en busca de comida, cuando brotó el plan en su mente. Al principio, el proyecto le hizo sonreír y luego empezó a dudar de sus posibilidades, porque aún conservaba en la memoria el recuerdo del desastroso desenlace que tuvo para él aquella aparentemente maravillosa idea cuando la puso en práctica por primera vez, desarrollada siguiendo casi los mismos pasos que ahora planeaba. A pesar de todo, no la desechó e, instantes después, olvidada momentáneamente la necesidad de comer, el hombre mono se desplazaba en rápido vuelo por las ramas de los árboles hacia los pagos de la tribu de Kerchak, el gran simio.
Como de costumbre, aterrizó en medio de la pequeña comunidad, sin más aviso previo que el espantoso alarido que profirió desde la última rama, ya encima de la tribu. Por suerte para ellos, los monos de Kerchak no tenían problemas cardiacos, ya que, de ser así, más de uno habría fallecido de un ataque al corazón a causa de las normas de comportamiento de Tarzán, que los sometía a un sobresalto tras otro, de acuerdo con su peculiar sentido del humor.
En aquella ocasión, al ver quién era el que se presentaba de modo tan intempestivo, los simios de Kerchak se limitaron a emitir unos cuantos gruñidos y refunfuños irritados y en seguida reanudaron su rebusca de cosas comestibles o volvieron a tratar de conciliar de nuevo el interrumpido sueño. Realizada su pequeña broma, Tarzán se dirigió al árbol hueco donde ocultaba sus tesoros a los ojos inquisitivos y los largos dedos de sus camaradas y de los traviesos micos. Retiró del escondite una piel enrollada, la piel de Numa con la cabeza adherida —una obra de fina artesanía, ejemplo de perfecta labor de curtido y de diestro montaje—, que en otro tiempo perteneció a Rabba Kega y al que Tarzán se la robó en la aldea.
Cargado con la piel de Numa, el hombre mono regresó a través de la jungla hacia el poblado de los negros. Se detuvo por el camino para cazar y tomar un bocado, e incluso descabezó un sueñecito de una hora, y al atardecer llegó al árbol cuyas ramas pasaban por encima de la empalizada y lanzó un vistazo al conjunto de la aldea. Observó que Numa continuaba vivo y que los centinelas incluso dormitaban al lado de la jaula. Un león no constituye ninguna gran novedad para el negro que vive en una región cuajada de leones, y una vez mellado el filo de su deseo inicial de hostigar a Numa, los habitantes de la aldea dejaron de prestar atención al enorme felino y prefirieron esperar la hora del gran acontecimiento de la noche.
Una vez las sombras nocturnas descendieron sobre el poblado, la celebración no tardó en comenzar. Al ritmo del tamtan, un guerrero que permanecía solo y medio doblado por la cintura, dio un tremendo salto y, a la claridad de la hoguera, se plantó en el centro de un amplio círculo formado por otros guerreros, detrás de los cuales las mujeres y los niños se encontraban de pie o en cuclillas. El danzante llevaba las pinturas y armas de caza y todos sus gestos y movimientos eran los propios del que trata de detectar el rastro de una pieza. Se agachaba hasta casi tocar el suelo, a veces descansando momentáneamente sobre una rodilla, y examinaba el piso a la búsqueda de huellas; luego se inmovilizaba, como una estatua, aguzado el oído. El guerrero era joven, ágil, juncal y airoso; tenía músculos bien desarrollados y una figura esbelta, capaz de mantenerse rígida como una flecha. El resplandor de la fogata relucía sobre su cuerpo de ébano y hacía resaltar los grotescos dibujos que decoraban su rostro, pecho y abdomen.
El guerrero se inclinó hasta tocar el suelo y a continuación dio un salto y se elevó en el aire. Todos los rasgos de su cara y de su cuerpo indicaban que había descubierto el rastro. Inmediatamente, un brinco le llevó a la línea de guerreros que formaban el círculo, a los que informó del hallazgo e invitó a participar en la caza. Era pura mímica, pero tan perfectamente representada que incluso Tarzán pudo entenderlo todo hasta el último detalle.
El hombre mono vio que los otros guerreros empuñaban sus venablos de caza y se ponían en pie dispuestos a integrarse en la grácil y sigilosa «danza del acecho». Era un espectáculo muy interesante, pero Tarzán comprendió que si deseaba llevar a buen término su objetivo debía actuar con rapidez. Ya había presenciado otras veces aquella danza y sabía que al preludio del acecho sucedería la fase de acoso y, como remate, el sacrificio, durante el cual Numa estaría rodeado de guerreros y aproximarse a él sería imposible.
Con la piel del león bajo el brazo, el hombre mono descendió al suelo entre las densas sombras que oscurecían el espacio al pie del árbol. Luego avanzó rodeando las chozas para llegarse directamente a la parte posterior de la jaula, dentro de la cual Numa paseaba inquieto de un lado a otro. Ningún centinela guardaba la jaula, ya que los dos guerreros apostados allí habían abandonado la vigilancia para ocupar su sitio entre los demás danzarines.
Detrás de la jaula, Tarzán se ajustó la piel de león, tal como hiciera en aquella otra ocasión memorable, cuando los monos de Kerchak, al no reconocerle bajo el disfraz, a punto estuvieron de liquidarlo. Luego se puso a gatas, se desplazó hacia adelante, emergió de entre las dos chozas y se detuvo a unos cuantos pasos por la retaguardia del sombrío auditorio, cuya atención se concentraba exclusivamente en la actuación de los bailarines.
Tarzán observó que los negros alcanzaban ya al apropiado punto de excitación nerviosa y estaban maduros para encargarse del león. En cuestión de segundos, el círculo se rompería en el lugar más próximo a la jaula y los espectadores la empujarían hasta el centro del anillo. Era la oportunidad que Tarzán esperaba.
Por fin había llegado. A la señal de Mbonga, el jefe, las mujeres y los niños que se encontraban inmediatamente delante de Tarzán se pusieron en pie y se apartaron lateralmente, abriendo un amplio espacio para dar paso a la jaula del león. Al mismo tiempo, Tarzán emitió un sordo rugido, perfecta imitación del que suelta un león érico, y avanzó despacio, majestuosamente, por el recién abierto camino, en dirección a los frenéticos danzarines.
Una mujer fue la primera en verle. Le faltó tiempo para ponerse a chillar. De inmediato, se desencadenó el pánico alrededor del hombre mono. La luminosa claridad que irradiaba la hoguera cayó de lleno sobre la cabeza de león y, tal como Tarzán sabía que iba a ocurrir, los indígenas llegaron a la automática conclusión de que el prisionero Numa había escapado de la jaula.
Tarzán soltó otro rugido y siguió avanzando. Los bailarines interrumpieron momentáneamente su danza. Hasta entonces habían estado cazando un león prisionero en una jaula de fuertes barrotes y de pronto se encontraron con que tenían a la fiera entre ellos y gozando de entera libertad: el asunto presentaba un aspecto completamente distinto. Los nervios de los indígenas no estaban preparados para aquella emergencia. Las mujeres y los niños ya habían huido hacia la problemática seguridad de las chozas próximas y los guerreros no tardaron mucho en imitar su ejemplo, de modo y manera que Tarzán se quedó solo como absoluto dueño y señor de la calle de la aldea.
Claro que no por mucho tiempo. Tampoco él quería que lo dejasen así. No convenía a su plan. Al poco, una cabeza asomó cautelosa por la puerta de una choza cercana; después apareció otra, y otra, y otra, hasta que al cabo de varios minutos más de una veintena de guerreros le contemplaban, a la espera de su inmediato movimiento… O sea, aguardaban a ver si el león se lanzaba al ataque o intentaba huir del poblado.
Los guerreros empuñaban sus venablos, dispuestos a obrar en consecuencia, según se diera la primera o la segunda circunstancia. Y entonces el león se levantó sobre los cuartos traseros, la rojiza piel se desprendió de su cuerpo y a la claridad de las llamas de la hoguera apareció erguida en toda su talla la joven figura del dios-demonio blanco.
Durante unos segundos, los negros se quedaron demasiado estupefactos para reaccionar. Aquella aparición les aterraba más que el propio Numa, aunque de mil amores se habrían lanzado de inmediato a dar muerte a aquel ser…, si hubieran podido recuperarse del sobresalto con la suficiente prontitud. Pero el miedo y la superstición, unidos a su natural escasez de luces, mantuvieron paralizados a los indígenas mientras el hombre mono se agachaba y recogía del suelo la piel de león. Después le vieron dar media vuelta y desaparecer engullido por las sombras del fondo más alejado de la aldea. Hasta aquel instante no fueron capaces de reunir el valor suficiente para emprender la persecución, pero cuando salieron en masa, blandiendo las lanzas y llenando el aire de gritos de guerra, la presa se había esfumado.
Tarzán no se entretuvo en el árbol ni un segundo. Arrojó la piel sobre una rama y saltó de nuevo al interior de la aldea, por el lado contrario del grueso tronco, se zambulló luego en las sombras de una choza y se dirigió a todo correr hacia el lugar donde estaba el león enjaulado. Se subió de un brinco al techo de la jaula, tiró de la cuerda que levantaba la puerta e, instantes después, un león impresionante, en la primavera de su esplendidez fisica, en la plenitud de su vigor y energía, salió a la calle del poblado.
Al regresar de su infructuosa búsqueda de Tarzán, los guerreros vieron al felino iluminado por las claridades del fuego. ¡Ah! Allí estaba otra vez el dios-demonio con su viejo truco. ¿Es que pensaba que podía engañar con la misma añagaza a los hombres de Mbonga, el jefe, dos veces seguidas? ¡Ya le enseñarían! Llevaban mucho tiempo aguardando una ocasión como aquella para desembarazarse de una vez por todas de aquel terrible diablo de la jungla. Como un solo hombre se lanzaron a la carrera hacia él, enarbolados los venablos.
Salieron de las chozas las mujeres y los niños para ser testigos de la muerte del dios-demonio. Centelleantes las pupilas, el león volvió la cabeza para echarles una mirada y luego se encaró con los guerreros que avanzaban en su dirección.
Entre salvajes gritos de júbilo y triunfo, los indígenas se acercaron a Numa, en alto las amenazadoras lanzas. ¡Ya era suyo el dios-demonio! Y entonces, con un rugido espeluznante, Numa, el león, atacó. Las huestes de Mbonga, el jefe, se enfrentaron a Numa con los venablos a punto y la boca llena de gritos burlones. Formaban una masa sólida y compacta de músculos de ébano deseosa de parar los pies al dios-demonio que se abalanzaba sobre ellos. Sin embargo, bajo la valentía superficial acechaba un miedo latente: el temor de que aquello no les saliera todo lo bien que habían dado por supuesto…, de que aquella enigmática criatura resultara invulnerable a sus armas y les infligiera un castigo atroz por su temeraria insolencia. Aquel león que los atacaba era demasiado real, demasiado auténtico. Así se lo pareció en el fugaz instante de la acometida; pero sabían que bajo la piel rojiza se ocultaba la carne blanda y suave del hombre blanco, y ¿cómo podía éste resistir el alanceamiento de tantos venablos de guerra?