Puesta la carne a buen recaudo, Tarzán reanudó la marcha a paso ligero en pos de los gomanganis. Los alcanzó a cosa de cuatro o cinco kilómetros más allá de la jaula y entonces se subió a una rama y continuó la persecución por los árboles y a cierta distancia…, a la espera de su oportunidad.
Con los guerreros negros iba Rabba Kega, el hechicero. Tarzán los odiaba a todos, pero a Rabba Kega más que a ninguno. En su marcha en fila india por el culebreante sendero, Rabba Kega, perezoso y pesado, fue rezagándose. Al observarlo, una gran satisfacción inundó el ánimo de Tarzán; todo su ser empezó a irradiar un jubiloso y terrible contento. Como un ángel de la muerte la figura de Tarzán se cernió ominosa sobre el desprevenido negro.
Como sabía que la aldea estaba ya cerca, Rabba Kega decidió tomarse un respiro y se sentó. ¡Descansa a gusto, oh, Rabba Kega! ¡Es tu última oportunidad de hacerlo!
Tarzán se deslizó sigilosamente por la enramada dispuesto a situarse inmediatamente encima del bien alimentado y orgulloso de sí mismo hechicero. El hombre mono no produjo ningún ruido que los obtusos oídos del brujo pudieran percibir, distinguiéndolo de los murmullos que la brisa de la selva levantaba entre el levemente agitado follaje de las copas de los árboles. Oculto tras la cortina formada por la tupida fronda y las enredaderas, Tarzán se detuvo muy cerca del indígena.
Rabba Kega estaba sentado, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, de cara a Tarzán. No era precisamente la posición que un depredador al acecho desearía que hubiera adoptado su presa, por lo que, con la infinita paciencia del cazador avezado, Tarzán se mantuvo inmóvil y silencioso como una figura tallada, a la espera de que el fruto madurase para cosecharlo. Un insecto con el aguijón cargado de veneno surcó el aire y lo hizo vibrar a base de zumbidos furiosos. Revoloteó ociosamente en círculo, casi rozando el semblante de Tarzán. El hombre mono vio y reconoció a aquel insecto. El virus que inoculaba su aguijón ocasionaba una muerte inmediata a los seres más pequeños que él; para Tarzán significaría pasar unos cuantos días aquejado por diversos dolores. Se mantuvo inmóvil. Tras tomar nota de la presencia de la tortura alada y lanzarle un rápido vistazo, las rutilantes pupilas de Tarzán se clavaron en Rabba Kega y sobre él permanecieron fijas. Su aguzado oído percibía y seguía los movimientos del insecto. Notó entonces que se le posaba en la frente. No movió un músculo, porque los músculos de los seres como Tarzán están al servicio del cerebro. El horripilante artrópodo se deslizó rostro abajo: pasó por la nariz, los labios y la barbilla. Hizo una pausa en la garganta, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Tarzán continuaba vigilando a Rabba Kega. Ahora ni siquiera se le movían los ojos. Tan impresionantemente quieto estaba que sólo la muerte podía competir con él en inmovilidad. El insecto ascendió por la bronceada mejilla y se detuvo con las antenas acariciando las pestañas del párpado inferior. Cualquiera de nosotros hubiera echado la cabeza hacia atrás, cerrado los ojos y aplicado un manotazo al dichoso bicho; pero nosotros somos esclavos, no amos, de nuestros nervios. Es verosímil que, de haber llegado el insecto al globo del ojo, el hombre mono hubiera continuado rígido y con los párpados abiertos, pero el artrópodo no llegó. Anduvo unos segundos por las cercanías del párpado inferior y luego desplegó las alas, remontó el vuelo y se alejó zumbando.
Descendió hacia Rabba Kega y el negro oyó el zumbido, vio al insecto y trató de sacudirlo con la mano. Consiguió matarlo, pero no antes de que el insecto le hubiera picado en la mejilla. El hechicero se incorporó al tiempo que lanzaba un aullido de dolor y rabia. Cuando se dispuso a lanzarse camino adelante rumbo a la aldea de Mbonga, el jefe, su amplia y negra espalda quedó expuesta a las intenciones del hombre que aguardaba la ocasión propicia, apostado por encima del indígena.
En el preciso instante en que Rabba Kega se volvía, una figura ágil salió disparada hacia adelante y hacia abajo, desde las ramas del árbol, y cayó sobre las anchas espaldas. El impacto envió a Rabba Kega contra el suelo. Unas mandíbulas poderosas se cerraron sobre la parte posterior del cuello y, cuando el brujo intentó gritar, unos dedos de hierro le apretaron la garganta hasta casi asfixiarle. El vigoroso indígena trató de resistir, pero era como un niño bajo la potente presa de su adversario.
Tarzán aflojaba a intervalos la presión sobre la garganta del negro, pero cada vez que Rabba Kega intentaba gritar, los dedos crueles volvían a poner allí la dolorosa angustia de la asfixia. Al final, el hechicero desistió. Tarzán medio se incorporó entonces, apoyó una rodilla en la espalda de su víctima y cuando Rabba Kega bregaba para levantarse, el hombre mono le obligaba a bajar, a morder el polvo, con la cara pegada al suelo. Con un trozo de la cuerda que sirviera para sujetar al cabrito, Tarzán ligó las muñecas de Rabba Kega a la espalda. Acto seguido se levantó, obligó de un tirón a su prisionero a ponerse en pie, lo puso de cara al lado contrario del sendero y le empujó camino adelante.
Hasta que estuvo de pie, frente a su atacante, Rabba Kega no pudo verle el rostro. Cuando descubrió que se trataba del dios-demonio blanco, al hechicero se le cayó el alma a los pies y empezaron a temblarle las rodillas. Pero a medida que caminaba y pasaban los minutos sin que su captor se ensañara con él, hiriéndole o molestándole, la moral del indígena fue elevándose y Rabba Kega casi recuperó el valor. Cabía la posibilidad de que, después de todo, el dios-demonio no tuviera intención de matarle. ¿Acaso no había tenido en su poder a Tibo durante varios días sin causarle el menor daño? ¿Y no perdonó también la vida a Momaya, la madre de Tibo, cuando fácilmente podía haberla matado?
En estas llegaron al lugar donde Rabba Kega y los otros guerreros negros del poblado de Mbonga, el jefe, habían colocado la jaula, la trampa destinada a cazar a Numa. Rabba Kega observó que el cebo había desaparecido, aunque dentro de la jaula no había ningún león, ni tampoco había caído la puerta. Ver aquello y sentirse invadido por una mezcla de asombro y temor fue todo uno. En su romo cerebro empezó a filtrarse la sospecha de que aquella combinación de circunstancias se relacionaba de algún modo con su presencia allí en calidad de prisionero del dios-demonio blanco.
No se equivocaba. Tarzán le empujó de mala manera al interior de la jaula y Rabba Kega sólo tardó un segundo en comprender de qué iba el asunto. Un sudor frío brotó de todos los poros de su cuerpo y empezó a tiritar como si la fiebre palúdica le hubiese atacado de pronto. Y es que Tarzán lo estaba atando en el mismo punto que antes ocupara el cabrito. El hechicero imploró, al principio para que le perdonase la vida y después para que le aplicase una muerte menos cruel. Pero lo mismo podía haber reservado sus súplicas para presentárselas a Numa, puesto que las dirigía a una fiera salvaje que no entendía una palabra de lo que le estaba diciendo.
Su continuo parloteo, sin embargo, no sólo incomodó a Tarzan, que trabajaba en silencio, sino que le sugirió que aquel negro podía aumentar el volumen de su voz y pedir socorro a gritos, por lo que el hombre mono salió de la jaula, arrancó un puñado de hierbas, cogió un trozo de rama, regresó, introdujo las hierbas en la boca de Rabba Kega, colocó el trozo de rama cruzado entre los dientes del hechicero y sujetó aquella tosca mordaza con la correa del taparrabos del propio indígena. El hechicero ya no podía hacer nada, salvo mover los ojos en todas direcciones, ponerlos en blanco y sudar. Y en tal tesitura lo dejó Tarzán.
El hombre mono se encaminó primero al sitio donde había escondido el cuerpo del ternasco. Lo desenterró, se subió con él a un árbol y procedió a matar el hambre. Después enterró de nuevo el resto de la carne y, a través de los árboles, se dirigió al punto donde, entre dos rocas, burbujeaba el agua de un fresco manantial. Apagó la sed a gusto. Los demás animales solían meterse en la poza y beber el agua estancada, pero eso no iba con Tarzán de los Monos. En tales cuestiones era realmente delicado. Se lavó las manos para eliminar de ellas todo vestigio oloroso del gomangani y después limpió del rostro las manchas de sangre que había dejado el cabrito. Se levantó, se estiró, poco más o menos como lo haría un enorme felino perezoso y, finalmente, subió a un árbol próximo y volvió a echarse a dormir.
Había oscurecido cuando se despertó, aunque una tenue luminosidad ponía una pincelada rosa en el cielo occidental. Gimió y carraspeó un león que cruzaba la selva rumbo al agua. Se acercaba ya al abrevadero. Tarzán sonrió adormilado, cambió de postura y volvió a conciliar el sueño.
Al llegar al poblado de Mbonga, el jefe, los indígenas se percataron de que Rabba Kega no iba con ellos. Transcurridas varias horas sin que apareciese, acabaron por deducir que debía de haberle ocurrido algo y la mayoría de los miembros de la tribu albergaron la esperanza de que ese algo fuera fatal. No les caía nada bien el hechicero. El cariño y el miedo no suelen hacer buenas migas, pero como un guerrero es un guerrero, Mbonga organizó una partida de búsqueda. Aunque, dicho sea de paso, lo que pudiera haberle ocurrido a Rabba Kega no atribulaba, ni mucho menos, a Mbonga hasta llevarle al borde del desconsuelo, como se infiere del hecho de que se quedó en la aldea y se fue tranquilamente a dormir. Los jóvenes guerreros que constituyeron la patrulla de búsqueda llevaban media hora cumplida entregados con entusiasmo y tenacidad a la tarea, cuando, por desgracia para Rabba Kega —el destino de un hombre puede depender a veces de circunstancias insignificantes—, un abejaruco atrajo la atención de los integrantes de la partida, que optaron por renunciar a la búsqueda y dirigirse hacia la exquisita despensa que el ave había señalado previamente, lo cual representó la sentencia de muerte de Rabba Kega.
Cuando los expedicionarios regresaron con las manos vacías, Mbonga se puso hecho un basilisco, pero en cuanto le echó el ojo al espléndido botín de miel que llevaban, la indignación del jefe se volatilizó automáticamente. Un joven llamado Tabuto, ágil y de endemoniado cerebro, con el rostro espantosamente pintarrajeado, que alimentaba la ilusión de heredar el cargo y los momios de Rabba Kega, hacía prácticas ya entrenándose en la magia negra con un niño enfermo.
Aquella noche, las viudas del hechicero gemirían, llorarían y ulularían. Pero, por la mañana, todos se habrían olvidado de Rabba Kega. Así es la vida, así es la fama, así es el poder, tanto en el centro de la civilización más desarrollada del mundo como en las profundidades de la negra selva primitiva. Siempre, en todas partes, el hombre es el hombre y no ha evolucionado gran cosa desde que hace seis millones de años se coló por el agujero abierto entre dos rocas para escapar del tiranosaurio.
A la mañana siguiente a la desaparición de Rabba Kega, los guerreros, con Mbonga, el jefe, a la cabeza, emprendieron la marcha para comprobar si Numa había caído en la trampa. Mucho antes de llegar a la jaula oyeron los rugidos de un gran león, lo que les hizo creer que tenían una buena presa, de modo que, exultantes y sin dejar de proferir gritos de jubilo, se acercaron al lugar donde daban por supuesto encontrarían a su prisionero.
¡Sí! Allí estaba, un ejemplar enorme, magnífico…, un gigantesco león de negra melena. Los guerreros se volvieron locos de alegría. Daban saltos y cabriolas en el aire, lanzaban gritos salvajes, roncos alaridos de victoria… Pero luego, al acercarse más, los gritos se agostaron en sus labios, se les desorbitaron los ojos hasta ponérseles en blanco y sus labios inferiores quedaron colgando bajo las mandíbulas abiertas de par en par. Retrocedieron aterrados, a la vista de lo que había dentro de la jaula: el maltratado y mutilado cadáver del que, hasta el día anterior, fuera Rabba Kega, el hechicero.
El león capturado estaba excesivamente furioso y amedrentado como para alimentarse del cuerpo de su víctima, pero había descargado sobre él gran parte de su ira, de forma que el desgraciado negro constituía un espectáculo demasiado horrible de soportar.
Desde su oculta atalaya en lo alto de un árbol próximo, Tarzán de los Monos, lord Greystoke, presenció la escena interpretada por los indígenas y sonrió divertido. Una vez más se enorgulleció de sus aptitudes como virtuoso de la broma. Su ingenio y habilidad para la guasa permanecieron dormidos desde aquella vez en que disfrazado con la piel de Numa intentó gastar una bonita jugarreta a los simios de la tribu de Kerchak y recibió una tunda que en un tris estuvo de acabar con él. Pero esta broma de ahora había constituido un éxito concluyente.
Al cabo de unos instantes, los negros lograron sobreponerse al terror y se aproximaron a la jaula. La rabia sustituía al miedo…, la rabia y la curiosidad. ¿Cómo había ido a parar Rabba Kega al interior de la jaula? ¿Dónde estaba el cabrito? Allí no quedaba el menor rastro del cebo. Al mirar con más atención observaron con horror que el cadáver de su antiguo compatriota estaba atado con la misma cuerda que ellos utilizaron para sujerar al cabrito. ¿Quién podía ser el autor de aquello? Se miraron unos a otros.
Tubuto fue el primero que habló. Había acompañado aquella mañana a los expedicionarios animado por una esperanza: la de que era posible que encontrasen pruebas de la muerte de Rabba Kega. El muchacho se había salido con la suya y fue el primero en adelantar una posible explicación.
—El dios-demonio blanco —susurró—. ¡Esto es obra del dios-demonio blanco!
Nadie llevó la contraria a Tubuto, porque, realmente, ¿qué otro podía haber sido, aparte aquel mono blanco sin pelo que tanto pánico producía en el espíritu de todos? De forma que el odio que sentían hacia él se incrementó un poco más. Y en la misma proporción aumentó su temor. Y, mientras, Tarzán se congratulaba, sentado en una rama del árbol.
Ninguno de los allí presentes lamentaba la muerte de Rabba Kega, pero todos los indígenas experimentaron un miedo personal hacia el ingenioso cerebro capaz de idear para cada uno de ellos una muerte tan horrible como la que había sufrido el hechicero. Abatidos y meditabundos, los negros empujaron la jaula con el cautivo león a lo largo de la ancha senda de elefantes en dirección a la aldea de Mbonga, el jefe.
Cuando por fin entraron con la jaula en la aldea y cerraron los portones de la empalizada, el que más y el que menos exhaló su correspondiente suspiro de alivio. Durante todo el trayecto, desde el mismo instante en que dejaron atrás el punto donde habían montado la trampa, todos tuvieron la sensación de que alguien los espiaba, aunque ninguno de ellos oyó ni vio nada tangible que diese pábulo a sus temores.