Tarzán tiene ahora un
balu
—le dijo—. El
balu
de Tarzán y el de Teeka pueden jugar juntos.
—Es un gomangani —replicó la mona—. Matará a mi
balu
. Llévatelo de aquí, Tarzán.
El hombre mono se echó a reír.
—Ni siquiera haría daño a Pamba, la rata —aseveró—. No es más que un
balu
pequeño y muy asustado. Deja que Gazán juegue con él.
A Teeka seguía sin abandonarle el temor, ya que, con toda su ferocidad, los grandes antropoides son tímidos. Al final, sin embargo, tranquilizada por la confianza que le inspiraba Tarzán, empujó a Gazán hacia el chiquillo negro. El pequeño simio, inducido por el instinto, retrocedió, refugiándose en su madre, al tiempo que enseñaba sus colmillos y lanzaba una serie de chillidos en los que se combinaban el susto y la rabia.
Por su parte, Tibo tampoco manifestó el menor deseo de trabar una amistad íntima con Gazán, de modo que el hombre mono renunció a seguir esforzándose en ello.
Durante la semana siguiente, Tarzán estuvo ocupadísimo. Su
balu
constituía una responsabilidad mayor de lo que había supuesto. No se atrevía a dejarlo solo ni un instante ya que sabía que el único miembro de la tribu que no intentaría matar al indefenso negrito era Teeka; todos los demás lo hubieran hecho ya de no haber sido porque Tarzán se mantenía ojo avizor constantemente. Siempre que salia de caza, se llevaba consigo a Gobubalu. Lo cual no dejaba de ser un fastidio. Además, el negrito le parecía estúpido y miedica por demás. Un ser completa y lastimosamente desvalido ante la más insignificante de las criaturas de la selva. Tarzán se preguntaba cómo era posible que hubiese logrado sobrevivir hasta entonces. Trató de instruirle y vio algo así como un rayo de esperanza en el hecho de que Gobubalu aprendiese unos cuantos términos del lenguaje de los antropoides y que fuera capaz de mantenerse agarrado a una rama alta sin prorrumpir en chillidos de pavor; pero en aquel niño había algo que preocupaba a Tarzán. Había observado muchas veces a los negros de la aldea. Había visto a los chiquillos jugar entre ellos y observado que se reían mucho; sin embargo, aquel pequeño Gobubalu no se reía nunca. Alguna que otra vez llegaba a esbozar una sonrisa, más bien torva, pero nunca llegaba a reír a carcajadas. El hombre mono razonó que, a pesar de todo, el negrito debía reírse. Era algo que los gomanganis solían hacer normalmente.
También comprobó que el muchacho a menudo se negaba a comer y que adelgazaba a ojos vista de día en día. A veces le sorprendía sollozando disimuladamente a solas. Tarzán trataba de consolarlo, lo mismo que Kala había hecho con él cuando era un
balu
, pero sus intentos eran inútiles. Gobubalu ya no temía a Tarzán… pero eso era todo. Continuaba teniendo miedo a todos los demás seres vivos de la jungla. Le aterraban las jornadas en la selva, con las largas excursiones por las copas de los árboles, cuyas alturas le producían vértigo. Le llenaban de pavor las noches de la selva, acostado en el peligroso lecho de una rama que se balanceaba a bastante distancia del suelo, y los gruñidos y carraspeos de los grandes carnívoros que merodeaban por debajo de él.
Tarzán no sabía qué hacer. La sangre inglesa heredada de sus padres le ponía difícil incluso la mera consideración de abandonar su proyecto, aunque no tenía más remedio que reconocer ante sí mismo que su
balu
no era lo que había esperado. Y aunque continuaba dispuesto a cumplir fielmente la tarea que se asignó e incluso descubrió que había llegado a tomar cariño a Gobubalu, tampoco llegaba al extremo de engañarse pensando que sentía por el negrito el mismo afecto caluroso y apasionado que Teeka expresaba hacia su Gazán y que la madre negra había manifestado respecto a Gobubalu.
Ante Tarzán, el negrito pasó del terror indigno a la confianza en el hombre mono y, luego, a la franca admiración por sus proezas. Del gran dios-demonio blanco no recibía más que amabilidad y, no obstante, tuvo ocasión de ser testigo directo del salvajismo de que hacía gala, llegado el caso, en sus relaciones con los demás. Le había visto abalanzarse feroz sobre cierto mono que insistía en apoderarse de Gobubalu y matarlo. Vio entonces los blancos y fuertes dientes del hombre mono hundirse en el cuello de su adversario, mientras los formidables músculos se tensaban con el esfuerzo de la lucha. Oyó los bestiales gruñidos y rugidos que se producían en el fragor de la pelea y, con un escalofrío, comprendió que no le era posible distinguir los de su defensor de los del peludo simio.
Había visto a Tarzán abatir un gamo, exactamente igual a como lo hubiera hecho Numa, el león, es decir, saltando sobre su lomo y hundiendo los colmillos en el cuello del animal. Tibo se estremeció al contemplar la escena, pero también le entusiasmó la emoción de la misma y por primera vez penetró en su obtuso cerebro negroide el ambiguo deseo de emular a su salvaje padre adoptivo. Pero el negrito Tibo carecía de la chispa divina que había permitido a Tarzán, el muchacho blanco, sacar el máximo partido al adiestramiento que le brindó el salvajismo de la vida en la jungla. Imaginación era algo de lo que carecía Gobubalu e imaginación no es más que otra forma de denominar a la superinteligencia.
Mientras Tarzán meditaba en el problema relativo al futuro de su
balu
, el destino se disponía a quitárselo de las manos y resolverlo. Momaya, la madre de Tibo, desconsolada por la pérdida de su hijo, recurrió al hechicero de la tribu, pero sin resultado positivo. El remedio que le preparó el brujo curandero no era bueno, porque aunque Momaya pagó dos cabras por aquella medicina, no sólo no le devolvió a Tibo, sino que ni siquiera le indicó por dónde podía buscarle con ciertas garantías de dar con él. Mujer de temperamento vivo y perteneciente además a otro pueblo, Momaya sentía poco respeto por el hechicero de la tribu de su marido, de modo que cuando el brujo insinuó que tal vez el pago de otras dos cabras le capacitaría para preparar un ensalmo más eficiente, la negra no pudo contenerse y volcó sobre el hechicero toda la ponzoña de su lengua viperina, con tan formidable efecto que el hombre se alegró no poco de poder salir disparado y ponerse a salvo con su cola de cebra y su caldero de poción mágica.
Cuando el hechicero hubo desaparecido y Momaya logró calmar parcialmente su indignación, empezó a reflexionar, cosa que solía hacer con frecuencia desde el secuestro de Tibo, alentada por la esperanza de descubrir algún modo factible de localizar al chico o que, al menos, le garantizase si estaba vivo o muerto.
Los negros sabían que Tarzán no comía carne humana, puesto que aunque acabó con la vida de más de un guerrero de la tribu, nunca probó la carne de ninguno. Por otra parte, siempre se encontraron los cadáveres, que a veces caían a través de las nubes y aterrizaban en el centro de la aldea. Como quiera que el cuerpo de Tibo no había aparecido, Momaya argumentaba ante sí misma que su hijo aún vivía, ¿pero dónde?
De pronto acudió a su mente el recuerdo de Bukawai, el impuro, que moraba en una cueva de la ladera norte de una colina y que, como sabía todo el mundo, alternaba con los diablos en su cubil. Pocos, por no decir ninguno, cometían la temeridad de ir a visitar al viejo Bukawai; primero por miedo a su magia negra y a las dos hienas que convivían con él, a las que se consideraba comúnmente diablos disfrazados; y en segundo lugar por la repugnante afección que había convertido a Bukawai en un marginado… una enfermedad que le iba carcomiendo la cara poco a poco.
El sagaz razonamiento de Momaya la llevó a la conclusión de que, puesto que el que se había llevado a su hijo era dios y demonio, si alguien podía conocer el paradero de Tibo, ese alguien sería Bukawai, que se relacionaba familiarmente con dioses y demonios. Pero con todo su inmenso amor maternal, a Momaya le costaba una barbaridad reunir el valor necesario para aventurarse por la tenebrosa selva y caminar hasta los lejanos montes y la extraña morada de Bukawai, el impuro, y sus demonios.
Pero el amor de madre, sin embargo, es una de las pasiones humanas que más se acercan a la dignidad de una fuerza irresistible. Potencia de tal modo la frágil carne de una débil mujer que la impulsa a empresas de proporciones heroicas. Físicamente, Moyama no era frágil ni débil, pero sí era mujer, una salvaje africana ignorante y supersticiosa. Creía en demonios, magia negra y brujería. Para Momaya, la selva estaba poblada por cosas y seres mucho más terribles que simples leones y leopardos… por criaturas horrendas, indescriptibles y anónimas, poseedoras de la facultad de causar daños espantosos amparadas en disfraces inocentes.
Gracias a uno de los guerreros de la tribu, que en cierta ocasión se había tropezado con la guarida de Bukawai, la madre de Tibo, que conocía ese detalle, se enteró dónde y cómo podía encontrar al impuro: cerca de un manantial que brotaba en una pequeña cañada rocosa, entre dos montes. El que se alzaba en la parte oriental era fácil de reconocer porque en su cima descansaba un gigantesco peñasco de granito. El monte occidental era más bajo que su compañero y estaba completamente desprovisto de vegetación, salvo una mimosa que crecía un poco más abajo de la cumbre.
Según le informó el indígena, aquellos dos cerros eran visibles desde bastante distancia y constituían un excelente punto de referencia para llegar al destino que buscaba Momaya. No obstante, el negro trató de quitar de la cabeza de la mujer la idea de emprender una aventura tan insensata y peligrosa y subrayó algo que Momaya sabía perfectamente: que si lograba escapar indemne de las manos de Bukawai y sus demonios, no dejaban de existir muchas probabilidades de que no tuviera tanta suerte con los grandes carnívoros de la jungla, de una selva cuya espesura debería atravesar en un doble trayecto de ida y vuelta.
El guerrero incluso fue a avisar al marido de Momaya, quien, a su vez, al comprender la poca autoridad que tenía sobre el basilisco que eligió por esposa, recurrió a Mbonga, el jefe. Éste convocó a Momaya y cuando la tuvo ante su presencia la amenazó con aplicarle el más atroz de los castigos posibles si se arriesgaba a tan impía excursión. En realidad, el interés del anciano cacique se debía en exclusiva a la secular alianza que existe entre Iglesia y Estado. El hechicero local, que conocía sus propios remedios mejor que nadie, no estaba dispuesto a permitir competidores en el ramo de la magia negra. Estaba celoso de Bukawai, de cuyos poderes tenía noticia desde mucho tiempo atrás, y le inquietaba el temor de que, si el impuro conseguía que Momaya recuperara a su hijo, una parte significativa de su parroquia, con los correspondientes honorarios, se convertiría en clientela de Bukawai. Y como Mbonga, en su condición de jefe de la aldea, cobraba una parte de las retribuciones del brujo de plantilla de la tribu y no podía esperar nada de Bukawai, era natural que se entregase en cuerpo y alma a la protección de la iglesia oficial.
Pero si Momaya había preparado con corazón sereno la osadía de aquel intrépido recorrido por la selva para visitar el temible cubil de Bukawai, era muy improbable que se echara atrás por la amenaza del futuro castigo que pudiese aplicarle el anciano Mbonga, al que despreciaba en secreto. Sin embargo, pareció plegarse a sus mandatos y regresó a su choza sumida en un engañoso silencio. La mujer hubiera preferido ponerse en marcha de día, pero eso quedaba ahora descartado puesto que le era preciso llevar provisiones de boca y alguna clase de arma, cosas que nunca podría sacar de la aldea a plena luz del día sin provocar preguntas curiosas y comentarios que indudablemente llegarían de inmediato a oídos de Mbonga.
Así, pues, Momaya aguardó hasta que cayó la noche y, momentos antes de que cerraran los portones del poblado, se deslizó entre las sombras y se adentró por la selva. Aunque la dominaba un miedo atroz, se encaminó hacia el norte con paso decidido, si bien se detenía de vez en cuando para escuchar, contenida la respiración, por si algún ruido delataba la presencia de grandes felinos, que era lo que más terror le inspiraba. Tras unos segundos sin captar nada, reanudaba la marcha. Llevaba varias horas de camino cuando un leve gemido, que se produjo a su espalda, un poco a la derecha, la hizo detenerse bruscamente, en seco.
Con el palpitante corazón en un puño se quedó inmóvil, casi sin atreverse a respirar. Percibió entonces, débil pero inconfundible para su aguzados oídos, el sigiloso chasquear de ramas y el rumor de hierbas oprimidas por el peso de unas patas acolchadas.
Alrededor de Momaya se alzaban gigantescos árboles, orlados de colgantes enredaderas y más o menos recubiertos de musgo. La mujer se agarró a una rama del que tenía más cerca y trepó como un mono hacia la fronda superior. A su espalda se produjo el súbito envite de un cuerpo que se había precipitado tras ella, un rugido fragoroso que hizo temblar la tierra y el crujido de algo que topaba con las mismas enredaderas que ella acababa de abandonar… pero por debajo de donde Momaya se encontraba.
La mujer ascendió hasta alcanzar un punto seguro entre el follaje y agradeció el haber tenido la previsión de llevar al cuello, colgada de un cordón, la oreja humana momificada. Siempre supo que aquel amuleto era una medicina estupenda. Se la había regalado, cuando era una niña, el hechicero de su tribu, y no tenía nada que ver con los poco eficaces remedios del brujo curandero de Mbonga.
Momaya permaneció toda la noche aferrada a las ramas donde se había refugiado, porque aunque el león no tardó en alejarse en busca de otra presa, la indígena no se atrevió a bajar de nuevo al suelo, por temor a qué, en aquella oscuridad selvática, volviera a tropezarse con el felino o con otro de su especie. Sin embargo, cuando llegó la claridad del día, descendió a tierra firme y continuó su marcha.
Como quiera que su
balu
seguía mostrándose aterrado en presencia de los simios de la tribu y dado que la mayor parte de los adultos de la misma seguían siendo una amenaza constante para la vida de Gobubalu, hasta el punto de que no se atrevía a dejarlo solo entre ellos, Tarzán de los Monos se llevaba siempre consigo al negrito, cuando salia de caza y, poco a poco, fue alejándose con él cada vez más de los terrenos que solían frecuentar los antropoides.
Sus ausencias de la tribu fueron prolongándose paulatinamente, ya que de una vez para otra se distanciaba más, hasta que por último se alejó tanto por el norte, en una ocasión, que llegó a una zona en la que nunca había estado. Era una región en la que abundaba el agua, la caza y la fruta, por lo que Tarzán no se sintió nada propenso a volver a la tribu de Kerchak.