Historias de la jungla (16 page)

Read Historias de la jungla Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Historias de la jungla
8.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

Numa, el león, no se lanzó enloquecidamente al ataque. Reflexionó de nuevo y la razón le dijo que la presa ya era suya, de modo que llevó su enorme volumen entre el fóllaje y luego se detuvo, erguido, y contempló con siniestros y fulgurantes ojos la carne que tenía al alcance de sus mandíbulas.

Momaya lo vio y en sus labios estalló un alarido, a la vez que apretaba más fuerte a Tibo contra su pecho. ¡Había encontrado a su hijo y lo iba a perder, todo en unos segundos! Alzó el venablo y echó el brazo hacia atrás. Numa rugió mientras avanzaba con lento paso. Momaya disparó el venablo. El arma sólo rozó la rojiza paletilla de la fiera, causándole un arañazo poco profundo pero que provocó la terrorífica bestialidad del carnívoro. Numa desencadenó su ataque.

Momaya intentó cerrar los párpados, pero no le fue posible. Vio el raudo centelleo de la muerte que se precipitaba sobre ella… y luego vio algo más. Vio un poderoso hombre blanco desnudo que cayó del cielo y se interpuso en el camino del león lanzado a la carga. Vio los músculos de un brazo formidable fulgurar al recibir los rayos del sol ecuatorial que se filtraban, como si goteasen, a través de las frondas. Vio un pesado venablo que surcaba el aire y en su vuelo encontraba al león en pleno salto.

Numa aterrizó sobre los cuartos traseros. Sus rugidos eran espeluznantes mientras las patas delanteras golpeaban el asta del venablo que sobresalía de su pecho. Sus zarpazos doblaron y retorcieron el arma. Encorvado y con el cuchillo en la diestra, Tarzán describió cautelosamente un círculo alrededor del frenético felino. Con ojos como platos, Momaya contemplaba la escena, fascinada, inmóvil como si estuviese plantada en el suelo como un árbol.

Con repentino arrebato de furor, Numa se abalanzó ciegamente hacia el hombre mono, pero éste ágil, rápido y flexible, esquivó la ciega embestida con un quiebro lateral, que le permitió atacar de inmediato a su enemigo. La hoja del cuchillo de caza fulguró dos veces en el aire. Dos veces se hundió en el lomo de Numa, debilitado ya por el venablo, cuya punta había llegado muy cerca del corazón. La segunda cuchillada atravesó la espina dorsal de la fiera, que agitó convulsivamente las patas delanteras, en un vano intento de alcanzar a su verdugo. Fue su postrer sacudida, antes de desplomarse contra el suelo, paralizado y agonizante.

Temeroso de perder toda compensación por sus servicios, Bukawai había seguido a Momaya con la intención de convencerla para que le entregase sus adornos de hierro y cobre, como garantía de que iba a volver con el precio estipulado a cambio del conjuro. O sea, un anticipo a cuenta de sus prestaciones, como la cantidad que se le adelanta, por ejemplo, a un abogado, porque, como un abogado, Bukawai conocía el valor de su medicina y que lo mejor era siempre cobrar por anticipado lo máximo posible.

El hechicero llegó al escenario de los hechos en el preciso instante en que Tarzán saltaba para hacer frente al ataque de Numa. Presenció todo el episodio y, maravillado, supuso de inmediato que aquel gigante debía de ser el extraño demonio blanco acerca de cuyas hazañas ya había oído confusos rumores antes de que Momaya recurriese a él.

En cuanto comprobó que el león ya no se encontraba en condiciones de causar el menor daño, ni a ella ni a su hijo, Momaya volvió su aterrorizado rostro hacia Tarzán. Él fue quien le robó a Tibo. Indudablemente, querría quitárselo de nuevo. Momaya apretó aún más al muchacho contra su pecho. Estaba firmemente dispuesta a perecer antes que permitir que le arrebatasen a Tibo otra vez.

Tarzán los contempló en silencio. Ver al sollozante niño aferrado a su madre despertó en el pecho del hombre mono una profunda sensación de melancólica soledad. Nadie se aferraba de aquel modo a Tarzán, que tanto anhelaba el cariño de alguien o de algo.

Tibo levantó la cabeza al cabo de un momento, extrañado ante la calma que había caído sobre la jungla, y miró a Tarzán. No se acobardó.

—Tarzán —pidió, en el lenguaje de los grandes monos de la tribu de Kerchak—, no me separes de Momaya, mi madre. No me vuelvas a llevar al territorio de los peludos hombres de los árboles, porque Taug, Gunto y los otros me dan mucho miedo. ¡Deja que me quede con Momaya, oh, Tarzán, dios de la selva! Permite que me quede con Momaya, mi madre, y hasta el fin de nuestros días te bendeciremos y te pondremos alimento ante la puerta de la aldea de Mbonga, para que nunca tengas hambre.

Tarzán suspiró.

—Volved —dijo— al poblado de Mbonga. Tarzán os seguirá para cuidar de que no os ocurra nada malo.

Tibo tradujo a su madre las palabras del hombre mono y ambos dieron media vuelta y echaron a andar rumbo a su casa. Un temor enorme y un júbilo no menos inmenso colmaban el corazón de Momaya, porque nunca había caminado junto a Dios y porque nunca se había sentido tan dichosa. Estrechaba a Tibo contra sí y le acariciaba la mejilla. Tarzán lo observó y un nuevo suspiro brotó de sus labios.

—Hay un
balu
para Teeka —monologó—; hay
balus
para Sabor, lo mismo que para la gomangani, y para Bara, y para Manu, e incluso para Pamba, la rata… Pero no hay ninguno para Tarzán de los Monos. Para Tarzán de los Monos no hay hembra ni
balu
. Tarzán de los Monos es un hombre y sin duda el hombre tiene que caminar solo.

Bukawai los vio alejarse y de su medio corrompido rostro brotó una serie de murmullos. Farfullaba un juramento solemne: costara lo que costara, se encargaría de conseguir las tres cabras cebadas, la estera de dormir nueva y el trozo de alambre de cobre.

CAPÍTULO VI

LA VENGANZA DEL HECHICERO

L
ORD GREYSTOKE estaba cazando, o, para ser más precisos, se dedicaba a disparar a los faisanes en Chamston-Hedding. Lord Greystoke iba inmaculada y apropiadamente ataviado. A su elegancia no le faltaba el más mínimo detalle, según los cánones de la última moda. Desde luego, en aquella batida marchaba entre las escopetas de avanzada, al no considerársele tirador de primera, pero lo que le faltaba en cuanto a destreza cinegética lo suplía con creces con su presencia y distinción. Sin duda, al término de la jornada contaría con muchas piezas en su haber, ya que disponía de dos armas y un ayudante diligente como él solo. Iba a cobrar más faisanes de los que podría consumir en un año, incluso aunque tuviera apetito. Cosa que no le ocurría en aquel momento, ya que acababa de desayunarse.

Los ojeadores —veintitrés en total, todos con blusones blancos— acababan de conducir las aves a un terreno poblado de aulagas y se disponían a dar la vuelta para situarse en el lado opuesto y levantarlas hacia la zona donde estaban las escopetas. Lord Greystoke se encontraba todo lo eufórico que podía permitirse. Aquel deporte llevaba inherente en su práctica una excitación jubilosa que no se podía negar. Notó que la sangre le cosquilleaba en las venas cuando los ojeadores fueron acercándose cada vez más a las aves. Lord Greystoke sintió, como le ocurría siempre en tales ocasiones, que experimentaba algo así como una regresión al tipo prehistórico… como si la sangre de algún remoto antepasado circulase ahora por su organismo, la sangre de un ancestro cubierto de pelo, medio desnudo, que hubiese subsistido gracias a la caza.

Simultáneamente, muy lejos de allí, en la enmarañada espesura de una selva ecuatorial, otro lord Greystoke, el verdadero lord Greystoke, también cazaba. De acuerdo con las normas imperantes en su territorio y en las que se había impuesto, se ceñía asimismo a la moda… la suya era la suprema elegancia de su primer padre, antes del primer desahucio. Era un día de calor sofocante y el verdadero lord Greystoke se había desprendido incluso de la piel de leopardo. Por supuesto, el verdadero lord Greystoke no contaba con dos escopetas, ni siquiera con una, como tampoco disponía de un ayudante diligente, pero sí tenía algo infinitamente más eficaz que las armas de fuego, que los ayudantes que las recargasen y que, incluso, los veintitrés ojeadores de blanco blusón: poseía un apetito, un extraordinario conocimiento del bosque y unos músculos que eran como muelles de acero.

Aquel mismo día, un poco más tarde, en Inglaterra, un lord Greystoke ingería copiosamente alimentos que no había cazado y que regaba con bebidas que al descorcharse producían sonoros estampidos. Se aplicaba a los labios leves toquecitos con una servilleta de hilo, blanca como la nieve, a fin de eliminar las posibles huellas de su ágape, ajeno por completo a la circunstancia de que era un impostor y de que el auténtico propietario legítimo del título nobiliario estaba en aquel preciso instante terminando de cenar en la lejana África. Pero este último no usaba nívea servilleta de hilo, sino que se limpiaba los labios pasándose por ellos el dorso de la mano y el bronceado antebrazo, y los dedos manchados de sangre los enjugaba frotándoselos en los muslos. Después se encaminaba lentamente a través de la jungla hacia el abrevadero, se ponía a gatas en la orilla y bebía lo mismo que los demás animales de la selva, sus compañeros en aquel mundo.

Mientras saciaba la sed, por la senda que conducía a la corriente acuática se acercaba otro habitante de la jungla. Era Numa, el león, de cuerpo pardo rojizo y negra melena que, hosco y siniestro, emitía sordos rugidos carraspeantes. Tarzán de los Monos le oyó mucho antes de que el felino apareciese ante su vista, pero continuó bebiendo hasta que el cuerpo no le pidió más. Entonces se levantó, despacio, con la gracia airosa de una criatura de las soledades y con la tranquila dignidad que constituía su patrimonio.

Numa se detuvo al ver al hombre erguido en el punto donde le correspondía beber al rey de los animales. Abrió las mandíbulas y sus crueles pupilas fulguraron amenazadoras. Tarzán también dejó oír un gruñido y retrocedió apartándose a un lado, con la vista fija, no en la cara de Numa, sino en su cola. En el caso de que ésta empezara a agitarse a derecha e izquierda, con rápidas sacudidas nerviosas, sería conveniente mantenerse alerta; si de pronto se levantaba y permanecía erecta y rígida, entonces era cosa de aprestarse a luchar o emprender la retirada. Pero como Numa dejó la cola tranquila, Tarzán se limitó a retroceder, quitándose de en medio, y el león se llegó a la orilla del abrevadero y empezó a beber, a unos quince metros de donde se encontraba el hombre mono.

Era muy posible que al día siguiente se abalanzaran el uno sobre la garganta del otro, pero aquel día respetaron una de esas extrañas e inexplicables treguas que a menudo suelen darse entre los salvajes pobladores de la jungla. Antes de que Numa hubiese terminado de beber, Tarzán ya había vuelto a adentrarse por la floresta y se dirigía a la aldea de Mbonga, el cacique negro.

Hacía por lo menos una luna que el hombre mono no se presentaba de visita en el poblado de los gomanganis. Desde que devolvió Tibo a su consternada madre, no había vuelto a asaltarle el capricho de acercarse por allí. El episodio del
balu
adoptado ya había concluido para él. Su intención consistía en encontrar a alguien sobre quien volcar el cariño que Teeka prodigaba sobre Gazán, pero aquella breve y fallida experiencia con el negrito hizo comprender al hombre mono que un afecto así no podía existir entre ellos.

El hecho de haber tratado durante una temporada al negrito como hubiera tratado a un
balu
propio no había alterado en ningún aspecto el sentimiento vindicativo que Tarzán experimentaba hacia los que consideraba asesinos de Kaki. Los gomanganis eran sus enemigos mortales y jamás podrían ser otra cosa. Aquel día, Tarzán deseaba quebrar la monótona rutina y divertirse un poco a costa de los negros, jugándoles alguna trastada.

Aún no había oscurecido cuando llegó a la aldea y se acomodó en el árbol gigante que extendía sus ramas por encima de la empalizada. Desde las profundidades de una choza próxima llegaba el gemebundo sonido de unos lamentos. Algo que sonó de modo desagradable en los oídos de Tarzán…, un sonido rechinante, insoportable. Como le molestaba sobremanera, el hombre mono decidió alejarse unos momentos, con la esperanza de que pudiera cesar. Pero aunque estuvo ausente de allí un par de horas, a su vuelta seguía sonando el incordio de los sollozos.

Animado por la intención de poner fin, aunque fuera violentamente, a aquel fastidioso ruido, Tarzán descendió en silencio del árbol. Se deslizó entre las sombras, con sigilo y aprovechando la protección que le brindaban las otras chozas, hasta llegar a aquella de la que salian los lamentos. Ante su puerta crepitaba el fuego de una hoguera. Fogatas análogas ardían frente a los demás umbrales de la aldea. Sentadas por allí, varias mujeres añadían sus lastimeros clamores a los de la virtuosa plañidera del interior.

Tarzán esbozó una tenue sonrisa al imaginarse la desazón que se produciría cuando su salto le situara de pronto en medio de las mujeres, iluminado de lleno por la claridad de la fogata. Acto seguido, sacándole partido al desconcierto general, irrumpiría dentro de la choza, silenciaría a la llorona principal y regresaría a la jungla antes de que los negros tuvieran tiempo de recobrarse, dominar sus nervios y pensar en atacarle.

Tarzán había actuado muchas veces de forma similar en la aldea de Mbonga, el jefe. Sus misteriosas e inesperadas apariciones siempre inundaban de pavor el ánimo de los pobres y supersticiosos negros. Al parecer, nunca se acostumbrarían a verle. Ese pánico cerval que provocaba su presencia era lo que proporcionaba a la aventura ese acicate de interés y diversión con el que soñaba el cerebro humano del hombre mono. No bastaba con matar simplemente. Acostumbrado a la vista de la muerte, Tarzán no encontraba excesivo placer en ella. Hacía ya mucho tiempo que vengara el asesinato de Kala., pero durante el cumplimiento de esa venganza había comprobado que la emoción y el deleite que se derivaban de amargar la vida a los negros era algo superlativo. De eso no se cansaba nunca.

Other books

Creatures of Habit by Jill McCorkle
Babylon Berlin by Volker Kutscher
Night of the Cougar by Caridad Pineiro
Black Moon by Kenneth Calhoun
Some Faces in the Crowd by Budd Schulberg