Historias de la jungla (19 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Historias de la jungla
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—Haznos ahora un poco de tu medicina —instó Mbonga—. Veamos qué clase de medicina eres capaz de hacer.

Traedme fuego —pidió Bukawai— y os ofreceré una pequeña demostración de mi magia.

Enviaron a Momaya en busca del fuego y, mientras la mujer estaba ausente, Mbonga empezó a tratar con Bukawai la cuestión del precio. Alegó que diez cabras ya era demasiado caro para un guerrero adulto en plenitud de facultades físicas y bélicas. También llamó la atención de Bukawai sobre la circunstancia de que él, Mbonga, era muy pobre, que su pueblo era muy pobre, y que diez cabras eran ocho más de la cuenta, por no hablar de la estera de dormir nueva y del alambre de cobre. Pero Bukawai se mantuvo en sus trece. Su ensalmo era costosísimo y por lo menos tendría que ceder cinco cabras a los dioses que le ayudarían a prepararlo. Aún seguían discutiendo cuando llegó Momaya con el fuego.

Bulawai colocó en el suelo frente a sí un poco de lumbre, tomó un pellizco del polvo que contenía una bolsa que llevaba colgada al costado y roció las brasas con él. Se elevó una súbita nubecilla de humo, como una bocanada. Bukawai cerró los ojos y se balanceó de atrás adelante. Luego trazó en el aire unos cuantos pases y fingió un desmayo. Mbonga y los demás se quedaron impresionadísimos. Rabba Kega empezó a ponerse nervioso; se daba cuenta de que su prestigio se esfumaba. Aún quedaba algo de fuego en el caldero de Momaya. Con disimulo, cuando nadie miraba, el chamán de la tribu de Mbonga echó un puñado de hojas secas, al tiempo que profería un alarido terrible, que atrajo sobre su persona la atención de la audiencia de Bukawai. Incluso sacó a éste, milagrosamente, de su éxtasis, pero en cuanto vio el motivo de aquella alteración regresó de inmediato a su estado de inconsciencia, antes de que nadie se percatara de su
faux pas
.

Al comprobar que Mbonga, Ibeto y Momaya habían vuelto la cabeza para mirarle, Kabba Kega lanzó un rápido soplido al interior del recipiente y, como consecuencia, las hojas empezaron a prender y por la boca del caldero salió una densa humareda. Rabba Kega tuvo buen cuidado de que nadie viese el truco de las hojas secas. Los tres indígenas del poblado de Mbonga contemplaron el prodigio con ojos como platos, maravillados ante aquella demostración de los poderes del hechicero de su tribu. El chamán, eufórico, se dejó llevar por la embriaguez del éxito. Se puso a gritar, entre saltos y cabriolas, todo ello aderezado con espantosas muecas. Después acercó la cara a la boca del caldero y pretendió dar la impresión de que estaba comunicándose directamente con los espíritus del interior del recipiente.

Mientras se dedicaba con entusiasmo a semejante farsa, Bukawai volvió de su trance, al haberse apoderado la curiosidad de lo mejor de sí mismo. Nadie le prestaba la menor atención. Parpadeó indignado su único ojo, de su putrefacta boca brotó luego un sonoro rugido y, cuando el brujo tuvo la absoluta certeza de que Mbonga había vuelto la mirada hacia él, envaró el cuerpo, poniéndolo rígido, y procedió a ejecutar una serie de movimientos espasmódicos con los brazos y las piernas.

—¡Lo veo! —exclamó teatralmente—. Está muy lejos. No se encuentra en poder del dios-demonio blanco. Está solo y en un gran peligro… Pero si se me entregan en seguida las diez cabras cebadas y todas las demás cosas aún tendremos tiempo para salvarle.

Rabba Kega había hecho un alto para escuchar. Mbonga le miró. El cacique se encontraba con un dilema entre manos. Ignoraba cuál de las dos medicinas era mejor.

—¿Qué te dice tu magia? —le preguntó a Rabba Kega.

—También yo lo veo —chilló Rabba Kega—, pero no está donde Bukawai dice que está. Está muerto en el fondo del río.

Al oírlo, Momaya prorrumpió en agudos y resonantes alaridos. Tarzán siguió el rastro del viejo hechicero, las dos hienas y el muchacho hasta la boca de la caverna abierta en la cañada rocosa, entre los dos montes. Se detuvo un instante ante la barrera de ramas y arbolitos jóvenes que Bukawai había colocado allí. Escuchó los rugidos y gruñidos que llegaban débilmente desde los profundos recovecos de la gruta.

Entonces, mezclado con los bestiales bramidos de las hienas, los sensibles oídos del hombre mono captaron el gemido angustioso de un chiquillo. Tarzán no titubeó. Apartó de golpe la puerta que se oponía a su paso e irrumpió por la oscura entrada. El corredor era negro y angosto, pero los ojos del hombre mono llevaban mucho tiempo acostumbrados a las tinieblas estigias de las noches de la jungla y disponían de buena parte de las facultades visuales nocturnas de las criaturas salvajes con las que alternaba desde la más tierna infancia.

Tarzán avanzó con rapidez, aunque con precauciones, ya que el lugar, con toda su densa negrura y su trazado tortuoso, le resultaba además desconocido por completo. A medida que se aventuraba por el corredor oía cada vez más fuerte los feroces gruñidos de las dos hienas, que se mezclaban con el rasgar de las uñas contra la madera del enrejado. También aumentaba el volumen de los sollozos del niño y Tarzán reconoció la voz del negrito al que tiempo atrás quiso adoptar como
balu
,.

En la marcha del hombre mono a través de la oscuridad del corredor no había el menor asomo de histerismo. La vida en la selva le había acostumbrado de tal modo a contemplar la muerte que ni siquiera la de un ser al que conocía le alteraba en exceso; pero el acicate de la pelea le incitaba a seguir adelante. En el fondo no era más que una fiera salvaje, cuyo corazón aceleraba sus latidos ante la estimulante ilusión que para él representaba la lucha.

En la cámara de roca de las entrañas del monte, Tibo permanecía encogido contra la pared del fondo, todo lo lejos que le era posible de las dos hienas enloquecidas por el hambre. Vio que la verja cedía bajo los zarpazos frenéticos de las fieras. Comprendió que en cuestión de minutos su miserable vida se consumiría entre los desgarradores colmillos amarillentos de aquellas odiosas criaturas.

Las acometidas de los robustos cuerpos de las bestias acabaron por quebrantar la resistencia de la celosía, que se vino abajo con un chasquido y dejó libre el paso a los carnívoros para que se abalanzasen sobre el muchacho. Tibo lanzó un aterrado vistazo hacia las dos hienas y luego cerró los ojos y hundió la cara entre los brazos, mientras sollozaba lastimosamente.

Las hienas se detuvieron un instante: la cautela y la cobardía pareció retenerlas, como si no se atrevieran a lanzarse sobre la presa. Permanecieron así unos segundos, mirando al chico con fulgurantes pupilas y luego, pegado el cuerpo contra el suelo, sigilosa, lentamente, fueron deslizándose hacia él. Y así las encontró Tarzán, que entró entonces en la cámara, rápida y silenciosamente, aunque no tan silenciosamente como para que el agudo oído de las fieras no percibiese su llegada. Las hienas prorrumpieron en rabiosos gruñidos mientras desviaban su atención de Tibo para proyectarla sobre el hombre mono, que esbozó una sonrisa al tiempo que corría hacia ellas. Una de las fieras trató de mantenerse firme, sin ceder terreno, pero el hombre mono ni siquiera se dignó empuñar el cuchillo para emplearlo contra el despreciable Dango. Se precipitó sobre el animal, lo agarró por el pescuezo, en el momento en que trataba de eludirle, y lo arrojó hacia el otro lado de la cámara, contra su congénere, que trataba de escurrir el bulto y escapar por el pasillo.

A continuación, Tarzán levantó a Tibo del suelo y cuando el chico notó que lo que se había asentado sobre su cuerpo eran las manos de un hombre y no las zarpas y los colmillos de las hienas, alzó la cabeza y abrió los ojos, sorprendido, sin atreverse a creerlo. Al ver que su salvador era Tarzán, un estallido de sollozos de alivio brotó de los labios infantiles y las manos del chiquillo se aferraron a su protector, como si el dios-demonio blanco no fuese la más temida de las criaturas de la jungla.

Cuando Tarzán regresó a la entrada de la cueva, de las hienas no había ni rastro y, después de dejar que Tibo saciara la sed en una fuente que brotaba cerca de allí, se puso al chico sobre los hombros y partió rumbo a la selva a paso ligero. Estaba decidido a acallar cuanto antes los fastidiosos alaridos de Momaya, ya que había supuesto, sagazmente, que la desaparición de su balu era la causa de la plañidera aflicción de la mujer.

—¡No está muerto en el fondo der río! —protestó Bukawai—. ¿Qué sabe ese individuo de hacer magia? ¿Y quién es él para atreverse a decir que la magia de Bukawai no es buena? Bukawai ve al hijo de Momaya, que está solo y en peligro. Daos prisa en entregarme las diez cabras cebadas, la…

Pero no pudo seguir. Por encima de sus cabezas llegó una súbita interrupción. Se produjo en las ramas del mismo árbol al pie del cual se encontraban sentados en cuclillas. Los cinco indígenas miraron hacia arriba y, al hacerlo, en un tris estuvieron de desmayarse: el gigantesco diablo-dios blanco los contemplaba desde la enramada. Pero antes de que reaccionasen y emprendieran la huida, vieron otra cara: la del perdido Tibo, que reía y se mostraba muy feliz.

Tarzán se dejó caer osadamente entre ellos, con el chico todavía sobre los hombros. Depositó a Tibo delante de la madre. Momaya, Ibeto, Rabba Kega y Mbonga se agruparon alrededor del muchacho y empezaron a asaetearlo a preguntas, todos a la vez. De pronto, Momaya se revolvió con feroz movimiento para precipitarse sobre Bukawai, porque Tibo había dicho cuánto sufrió en poder de aquel cruel anciano. Sin embargo, Bukawai ya no estaba allí: no precisaba recurrir a la magia negra para que le informase de que el lugar donde se encontrase Momaya, una vez que Tibo refiriese su historia, no era un paraje saludable para el hechichero. De modo que éste corría en aquel momento a través de la selva, con toda la rapidez con que sus viejas piernas podían llevarle, rumbo a su distante madriguera, donde sabía que ningún negro se atrevería a perseguirle.

Tarzán también se había desvanecido en el aire, según su costumbre, para sembrar el desconcierto entre los indígenas. Los ojos de Momaya se clavaron luego en Rabba Kega. El hechicero de la aldea de Mbonga detectó en las pupilas de la mujer una expresión que no presagiaba nada bueno para él, por lo consideró saludable para él echarse hacia atrás prudentemente.

—De modo que mi Tibo estaba muerto en el fondo del río, ¿verdad? —clamó la mujer—. Así que está muy lejos, solo y en gran peligro, ¿no es cierto? ¡Magia! —En la declamación de esta última palabra puso Momaya tan elocuente ironía, tan teatral desprecio que por sí sola habría consagrado a cualquier primera figura del arte de Tespis. Insistió a voz en grito—: ¡Menuda magia! ¡Momaya os hará una demostración en vivo de su propia magia!

Cogió del suelo una rama caída del árbol y asestó con ella un tremendo estacazo en la cabeza a Rabba Kega. El hechicero soltó un aullido de dolor, dio media vuelta y emprendió la huida a todo correr.

Momaya le persiguió, sin dejar de sacudirle en la espalda con la rama rota, y de tal guisa cruzaron la puerta de la aldea y recorrieron la calle de un extremo a otro, con gran regocijo por parte de los guerreros, las mujeres y los niños que tuvieron la fortuna de presenciar aquel espectáculo, porque el que más y el que menos temía a Rabba Kega, y temer es odiar.

Y así fue como aquel día Tarzán de los Monos añadió a su ejército de enemigos pasivos un par de enemigos activos, los cuales se mantuvieron aquella noche en vela hasta altas horas de la madrugada, dedicados a tramar planes de venganza contra el dios-demonio blanco que los había desacreditado y puesto en ridículo, aunque en sus malintencionados proyectos se infiltraba una veta de auténtico terror que les resultaba imposible eliminar.

El joven lord Greystoke ignoraba lo que tramaban contra él, aunque, de saberlo, poco le hubiera importado. Aquella noche durmió exactamente igual que cualquier otra noche, y aunque sobre su cabeza no había techo, ni puerta cerrada alguna que impidiera el paso a los intrusos, su sueño fue más tranquilo que el de su aristocrático pariente de Inglaterra, que durante la cena de aquella noche se excedió en la ingestión de langosta y trasegó mucho más vino de la cuenta.

CAPÍTULO VII

EL FIN DE BUKAWAI

C
UANDO Tarzán de los Monos era todavía niño aprendió, entre otras cosas, a fabricarse cuerdas flexibles con las hierbas de la selva cuya fibra era resistente. Eran unas cuerdas fuertes y sólidas, las de Tarzán, el pequeño tarmangani. Tublat, su padre adoptivo, no sólo os hubiera dicho eso, sino también un montón de cosas más. De haberle tentado con un puñado de rollizas orugas, seguro que Tublat se hubiera sentido lo bastante contento como para extenderse en toda clase de detalles, al referiros las mil y una ignominias a que le sometió Tarzán con aquella odiada cuerda. Aunque dado que Tublat siempre se ponía hecho un basilisco en cuanto pensaba en Tarzán o en su maldita cuerda, puede que no resultase nada cómodo para vosotros permanecer lo bastante cerca de Tublat como para escuchar lo que tuviese que contar.

Aquel dogal con nudo corredizo que parecía una serpiente se había cerrado con tanta frecuencia alrededor de su cuello, tantas veces le había levantado del suelo, inopinada, ridícula y lamentablemente, aquella dichosa cuerda, que no es de extrañar que en el corazón selvático de Tublat existiese poco espacio, mejor dicho, ningún espacio para el cariño hacia aquel hijastro suyo de piel blanca, ni para sus ocurrencias e inventos. Hubo también ocasiones en las que Tublat se vio suspendido en el aire, pataleando, con el lazo ceñido implacablemente en tomo al cuello y los ojos de la muerte clavados en su rostro, mientras el pequeño Tarzán bailoteaba en una rama próxima, mofándose del simio, dedicándole las burlas y las muecas más indecorosas de su repertorio.

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