Historias de la jungla (22 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Historias de la jungla
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Pacco avanzó unos trancos más, se detuvo de nuevo, relinchó y volvió grupas. Se oyó el repicar de unos cascos que se alejaban y la manada desapareció. Pero Numa, el león, no se movió. Conocía bien las costumbres, las argucias de Pacco, la cebra. Estaba completamente seguro de que volvería, aunque tal vez repitiese aquella maniobra de dar media vuelta y emprender la huida antes de reunir la cantidad de agallas que necesitaba para conducir su harén y sus retoños hasta el agua. Sin embargo, cabía la posibilidad de que Pacco se dejase dominar por el miedo y no volviera. Numa había visto darse tal circunstancia en ocasiones anteriores, por lo que continuó inmóvil, casi rígido, no fuera caso de que se percataran de su presencia y el pánico impulsara a las cebras a alejarse al galope, sin abrevar, de regreso a la pradera.

Una y otra vez, Pacco y su familia se aproximaron al río, y una y otra vez dieron media vuelta y emprendieron la retirada antes de llegar. Pero en cada una de aquellas operaciones se acercaban más a la orilla fluvial, hasta que, por fin, el rellenito garañón hundió delicadamente en el agua el aterciopelado belfo. Con paso cauteloso, los demás fueron aproximándose al cabeza de familia. Numa le echó el ojo a una yegua lustrosa, rozagante y bien alimentada; las pupilas del león llamearon vorazmente mientras la devoraba con la vista, porque a Numa, el león, le encanta la carne de Pacco casi más que ninguna otra de cuantas ha saboreado, tal vez porque Pacco es, de todos los herbívoros, el más difícil de cazar.

El felino empezó a levantarse despacio y, al hacerlo, una ramita chasqueó bajo una de sus grandes patas almohadilladas. Como el proyectil disparado por un rifle, Numa se lanzó al asalto de la yegua, pero el crujido de la ramita había sido suficiente para asustar a la miedosa presa: todos los miembros de la manada, como un solo individuo, emprendieron la fuga en el preciso instante en que Numa iniciaba el ataque.

El garañón fue el último integrante del rebaño en retirarse y, con un salto prodigioso, Numa surcó el aire catapultado hacia él. Pero la chasqueante ramita había escamoteado a Numa su festín, si bien sus largas y aceradas uñas consiguieron arañar la brillante piel de la grupa de la cebra, trazando sobre ella cuatro rayas de color carmesí.

Hecho una auténtica furia infernal, Numa abandonó la orilla del río y se fue a merodear por el interior de la selva, terrible, peligroso, hambriento. Tal era su apetito que no le hubiera hecho ascos a nada; hasta el mismísimo Dango, la hiena, le habría parecido a sus tragonas fauces un bocado digno de dioses. Y en ese estado de famélica cólera fue Numa, el león, a tropezarse con la tribu de Kerchak, el gran simio.

Nadie espera encontrarse a Numa, el león, a aquella hora tan avanzada de la mañana. En esos momentos suele estar dormido junto a la pieza capturada durante la noche anterior. Pero Numa no había cobrado ninguna pieza aquella noche. Aún estaba de caza, más hambriento que nunca.

Los antropoides andaban matando el tiempo por el claro, ya que habían satisfecho los primeros apetitos matinales. Numa los olió mucho antes de echarles la vista encima. Normalmente, habría dado media vuelta y se habría alejado en busca de otra presa, porque hasta Numa sentía un saludable respeto hacia los formidables músculos y los afilados colmillos de los grandes machos de la tribu de Kerchak, pero aquel día continuó avanzando directamente hacia ellos, erizado el bigote y fruncido el hocico mientras su garganta emitía gruñidos espeluznantes.

Sin un segundo de vacilación, Numa desencadenó su ataque en cuanto tuvo a los simios al alcance de su mirada. Por el pequeño claro deambulaban ociosamente una docena de aquellas peludas criaturas de aspecto grotescamente humano. Encaramado en la rama de un árbol, al borde del calvero, un joven de piel bronceada vio el celérico ataque de Numa. Vio también a los monos dar media vuelta y emprender la huida a la desbandada; los machos adultos tropezaron y pisotearon a los
balus
sin detenerse en consideraciones. Sólo una hembra tuvo los arrestos suficientes para quedarse allí y afrontar el asalto del león, una hembra joven, que había dado a luz recientemente y a la que la maternidad impulsaba al sacrificio, a cambio de que su
balu
pudiera escapar.

Tarzán saltó de la rama donde estaba sentado y empezó a dar voces a los simios que huían y a los que se encontraban a salvo en los árboles circundantes. Si los simios le hubieran plantado cara, Numa no hubiera continuado desarrollando su ataque, a no ser que le impulsara una rabia desmedida o las punzadas del hambre amenazasen con acabar con su vida. Y ni siquiera entonces hubiera salido ileso de la aventura.

Si los monos oyeron o no a Tarzán, lo cierto es que tardaron más de la cuenta en reaccionar, porque Numa tuvo tiempo de apoderarse de la hembra y llevársela a rastras al interior de la jungla antes de que los machos se recuperaran del susto y reunieran el valor suficiente para lanzarse en defensa de su compañera. La indignada voz de Tarzán consiguió despertar en el ánimo de los simios una cólera semejante a la suya. Ladrando y rugiendo se precipitaron todos en pos de Numa por la laberíntica espesura en la que el colosal felino pretendía ocultarse de ellos. El gigante blanco marchaba en cabeza; su avance era rápido pero no exento de cautela y, para localizar el paradero del león, se valia más del oído y del olfato que de la vista.

Resultaba facilísimo seguir aquella pista, porque él cuerpo de la víctima dejaba en el suelo un rastro de sangre y en el aire un olor muy fuerte. Incluso a unos seres tan negados para ello como pudiéramos ser cualquiera de nosotros les resultaría sencillo seguirla. Para Tarzán y los monos de Kerchak era tan evidente como si se tratase de huellas impresas en la acera de una ciudad.

Tarzán supo que se acercaban al gigantesco felino incluso antes de oír el iracundo gruñido de aviso casi frente a él. A voces, indicó a los simios que imitaran su ejemplo, trepó a un árbol y al cabo de un momento Numa se vio rodeado por un círculo de rugientes fieras, que se encontraban fuera del alcance de sus colmillos y zarpas, pero dentro de su campo visual. El carnívoro permanecía agazapado, con las patas delanteras apoyadas en la mona. Tarzán se dio cuenta en seguida que la hembra ya estaba muerta, pero algo en su interior le hizo comprender que, aunque aquel cadáver era un cuerpo inútil, resultaba indispensable de todo punto arrancarlo de las garras del enemigo e infligir a éste el correspondiente castigo.

Dedicó a Numa unas cuantas pullas e insultos, arrancó varias ramas secas del árbol en el que se había encaramado y procedió a arrojárselas al león. Los monos hicieron lo mismo. Furibundo y ultrajado, Numa llenó el aire de rabiosos rugidos. Le acosaba el hambre, pero en aquellas condiciones no podía satisfacerla.

De haberlos dejado solos, es indudable que los simios no hubiesen tardado mucho en retirarse, dejando tranquilo al león para que disfrutase pacíficamente de su banquete, puesto que ¿no estaba muerta ya la hembra? Arrojar palos a Numa no devolvería la vida a la mona y, en vez de hacer semejante memez, bien podían ellos seguir comiendo también plácidamente. Pero Tarzán de los Monos no opinaba lo mismo. Había que castigar a Numa y expulsarlo de aquel territorio. Era preciso demostrarle que, aunque matara a una mangani, no se le iba a permitir que la devorase. El hombre mono miraba al futuro, mientras que los simios sólo veían el presente. Se conformaban con poder quitarse de encima aquel día la amenaza que constituía Numa, mientras que para Tarzán era una necesidad perentoria eliminar esa amenaza para los días venideros.

De modo que siguió instando y animando a los grandes antropoides para que no dejasen de hostigar al león, que se vio sometido a un verdadero diluvio de proyectiles, que le obligaba a mover la cabeza continuamente, tratando de evitarlos, mientras dejaba oír gruñidos de protesta… Pero ni un segundo dejó de mantenerse aferrado desesperadamente a su presa.

No tardó el hombre mono en comprobar que las ramas y ramitas que caían sobre Numa no le ocasionaban ningún daño, ni siquiera aunque le alcanzasen de lleno, ya que en el cuerpo del león no se abría herida alguna. Así que Tarzán empezó a explorar con la vista el terreno, a su alrededor; no tuvo que mirar mucho. Un afloramiento de granito en descomposición, cerca del punto donde estaba Numa, parecía brindarle un arsenal de municiones susceptibles de resultar más eficaces y dolorosas. Tras decir a los monos que se fijaran en lo que iba a hacer, Tarzán descendió al suelo y cogió un puñado de pequeños fragmentos de piedra. Sabía que, en cuanto le vieran llevar a la práctica su idea, los demás simios imitarían su ejemplo con mayor rapidez que si se atuvieran simplemente a seguir sus instrucciones, en el caso de que les ordenara que fuesen a buscar guijarros y bombardeasen a Numa con ellos. Y es que, por entonces, Tarzán aún no era rey de los monos de la tribu de Kerchak. Eso llegaría años después. En aquellas fechas no era más que un simple joven, aunque ya se había ganado a pulso un puesto en los consejos que celebraban aquellas bestias salvajes entre las cuales le había situado un extraño destino. Los ariscos machos de la generación de más edad todavía le odiaban, como los animales suelen odiar a aquellos de los que desconfían, cuyo olor peculiar es el olor característico de una especie distinta, extraña y, por ende, enemiga. Los machos más jóvenes, los que habían crecido con Tarzán desde la infancia y compartido con él juegos y travesuras, estaban tan habituados al olor de Tarzán como con el de cualquier otro miembro de la tribu. No desconfiaban de Tarzán más que de cualquier otro macho que conociesen. Sin embargo, tampoco le apreciaban, porque no sentían afecto por nadie fuera de la época de celo, cuando buscaban pareja, y, por otra parte, las animosidades que se despertaban en el ánimo de los machos durante esa época de apareamiento solían prolongarse hasta la siguiente. En el mejor de los casos, eran un conjunto de individuos taciturnos y malhumorados, aunque entre ellos figuraban algunos en los que parecían germinar semillas primitivas de humanidad, regresiones al tipo original, sin duda; regresiones al remoto progenitor que dio el primer paso del mono al hombre, que ya andaba con frecuencia sobre los pies y que descubrió que le era posible hacer otras cosas con las manos, hasta entonces desocupadas.

De modo que Tarzán se limitaba a dirigir, ya que aún no podía dar órdenes. Había descubierto mucho tiempo atrás la tendencia de los simios al mimetismo y aprendió a sacarle partido. Tras cargarse un montón de trozos de granito desprendidos del peñasco, se subió de nuevo al árbol y comprobó satisfecho que, como había previsto, los monos le imitaban.

Durante el breve momento de respiro que los monos le concedieron mientras bajaban a buscar proyectiles, Numa se dispuso a comer; pero apenas se había aprestado a tirar la primera dentellada a la pieza cuando recibió en plena mejilla la afilada arista de la primera pedrada que la hábil diestra de Tarzán le dirigía. El súbito rugido de dolorida cólera que profirió Numa se vio acallado por la cerrada descarga de proyectiles disparados por los simios, que habían visto e imitaban la acción de Tarzán. Numa sacudió su formidable cabeza y alzó la mirada hacia sus torturadores. Durante media hora estuvieron lanzándole piedras y ramas, hostigándole incansablemente, y aunque el carnívoro arrastraba a su presa y buscaba los puntos donde la vegetación era más densa, los simios encontraban siempre el modo de alcanzarle con sus proyectiles, sin proporcionarle la menor oportunidad de alimentarse y acosándole sin tregua.

El mono carente de pelo y que olía a hombre era el peor de todos, porque tenía incluso la temeridad de acercarse hasta escasos metros del señor de la selva, a fin de que los agudos trozos de granito y las ramas que le lanzaba fueran más certeros y llevasen más fuerza. Una y otra vez lanzó Numa sus ataques —súbitos, feroces ataques—, pero el ágil y veloz verdugo se las arreglaba siempre para eludir las acometidas. Y lo hacía con tan insultante facilidad que el león llegó a olvidarse de su hambre inmensa para dejarse obsesionar por la pasión devoradora de su cólera, hasta el punto de dejar abandonada su alimenticia presa durante considerables espacios de tiempo, en sus inútiles esfuerzos para echar la zarpa a su enemigo.

Tarzán y los simios persiguieron al gran felino hasta un claro natural, donde evidentemente Numa había decidido plantear su última batalla, dado que se situó en el mismo centro de aquel espacio abierto, lo bastante lejos de todo árbol como para resultar prácticamente inmune a los más bien erráticos lanzamientos de los monos, aunque Tarzán aún continuó acertándole con insultante precisión e insistencia.

Sin embargo, eso no era lo que el hombre mono deseaba, ya que cuando Numa sufría el impacto de un proyectil lo único que se lograba con ello era que emitiese un gruñido de fastidio, en tanto aplazaba su festín que, a pesar de todo, acabaría celebrando. Tarzán se rascó la cabeza, mientras meditaba algún sistema de ataque más eficaz, ya que estaba firmemente resuelto a impedir que el león sacase provecho alguno de su ataque a la tribu de Kerchak. Los razonamientos de la mente del hombre se proyectaban hacia el futuro, mientras que los peludos simios sólo pensaban en el odio presente que sentían por aquel enemigo ancestral. Tarzán daba por supuesto que, si a Numa le resultaba fácil conseguir su alimento a base de los miembros de la tribu de Kerchak, antes que transcurriera mucho tiempo la existencia de ésta sería una pesadilla de terror y vigilancia constantes. A Numa había que darle una lección, demostrarle que matar a un mono comportaba un inmediato castigo y, desde luego, ninguna recompensa. No harían falta muchas lecciones para garantizar la seguridad posterior de la tribu. Aquel debía de ser un león viejo, al que ya le fallaban las fuerzas y la agilidad, por lo que se veía obligado a cobrar cualquier pieza que se le pusiera por delante en condiciones favorables; pero incluso un solo león, si no se le plantaba cara, podría acabar con toda la tribu o, por lo menos, amargarles la vida, hacérsela tan precaria y espantosa que perdería todo aliciente y dejaría de ser una experiencia agradable.

«Que vaya a cazar gomanganis —se dijo Tarzán—. Entre ellos encontrará presas fáciles. Le enseñaré a ese Numa feroz que no puede cazar manganis».

Pero el primer problema que debía resolver era el modo de arrebatar al león el cuerpo de la presa que pretendía comerse. Por fin, dio con el plan. A cualquiera que no fuese Tarzán de los Monos tal vez le hubiese parecido un plan más bien arriesgado; y es posible que también se lo pareciera a él. Pero a Tarzán le gustaban las cosas que incluyeran un considerable factor de peligro. Sea como fuere, me inclino a dudar que cualquiera de nosotros hubiese elegido un plan semejante para jugársela a un león irritado y hambriento.

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