Con los colmillos al aire, las hienas se acercaron al hombre mono. Al tiempo que prorrumpía en un chillido inarticulado, Bukawai se precipitó sobre ellas y procedió a aplicarles un chaparrón de bestiales estacazos, ya que cabía la posibilidad de que en aquel cuerpo en apariencia inerte quedase aún vida. Rugiendo y chasqueando los dientes, las fieras parecieron a punto de revolverse contra su amo y verdugo, pero el miedo cobarde al que tanto tiempo llevaban sometidas les impidió arrojarse contra la garganta de Bukawai. Retrocedieron unos metros y se sentaron sobre las patas traseras, con el odio y el hambre fulgurando salvajemente en sus pupilas.
Bukawai se agachó y aplicó el oído al pecho de Tarzan, sobre el corazón. Aún latía. En las corroídas facciones del hechicero se reflejó todo el placer que podía manifestar su rencoroso espíritu, pero la imagen no resultaba agradable para la vista. En el suelo, junto al hombre mono estaba la cuerda de hierba trenzada. Apresuradamente, Bukawai ató a la espalda las inertes muñecas de su ahora prisionero y luego se lo echó sobre uno de los hombros, porque, aunque Bukawai era viejo y estaba enfermo, no dejaba de ser todavía un hombre fuerte. Las hienas se quedaron atrás mientras el hechicero emprendía la marcha hacia la cueva. Siguieron a Bukowai por los negros pasillos, a lo largo de los cuales trasladó el brujo a su presa, rumbo a las profundas entrañas del monte. El peso de su carga hacía vacilar a Bukawai mientras atravesaba las cámaras subterráneas, comunicadas entre sí por zigzagueantes corredores. Tras doblar una esquina, la luz del día los inundó súbitamente y Bukawai entró en un pequeño cuenco circular del monte, al parecer el cráter de un antiguo volcán, uno de esos cráteres sin la categoría suficiente como para alcanzar la dignidad de abrirse en la cima de una verdadera montaña y que no pasan de ser hoyos insignificantes con filo de lava, un círculo que se dibuja sobre la superficie de la tierra.
Bordeaban aquella pequeña cavidad unas paredes empinadas. La única salida del recinto era el pasillo por el que Bukawai había entrado. En el suelo rocoso crecían unos cuantos árboles achaparrados. A una altura de cosa de treinta metros se veían los mellados rebordes de aquella helada y muerta boca del infierno.
Bukawai apoyó a Tarzán contra un árbol y lo ligó al tronco, siempre con la propia cuerda del hombre mono. Le dejó las manos libres, pero atando los nudos separados de forma que no pudiera alcanzarlos. Las hienas zascandileaban de un lado a otro, sin dejar de gruñir. El hechicero las odiaba tanto como las hienas le odiaban a él. Bukawai sabía que sólo esperaban el momento de verle indefenso… o bien que se produjera una circunstancia en la que su odio alcanzase tal punto de furiosa ebullición que les hiciera olvidar el rastrero temor que les infundía su amo.
En lo más profundo de su corazón, Bukawai sentía un pánico atroz hacia aquellas bestias repulsivas, y a causa de ese miedo las mantenía siempre bien alimentadas, A veces, incluso, llegaba a cazar para ellas, cuando las hienas fracasaban en sus intentos de procurarse comida por sí solas. A pesar de todo, el brujo nunca dejaba de tratarlas con la crueldad propia de un cerebro mezquino, enfermo, bestial y primitivo.
Las tenía desde que eran cachorros. Aquellos animales no conocían más vida que la que arrastraban con él, y aunque salian a veces a cazar solas, por su cuenta, siempre regresaban a la cueva. Últimamente, Bukawai había llegado a pensar que volvían no tanto por costumbre como por poseer una paciencia diabólica, que les permitía soportar toda clase de humillaciones y sufrimientos con tal de darse el gusto de paladear la venganza definitiva… Y poca fantasía necesitaba el hechicero para imaginar en qué iba a consistir esa venganza; aunque, después, otra persona le sustituiría.
En cuanto tuvo a Tarzán bien atado, Bukawai volvió al pasillo, no sin antes hacerse preceder por las hienas. Preparó un enrejado de ramas entretejidas, para cerrar el hoyo, a fin de poder dormir seguro durante la noche, ya que pensaba dejar a las hienas encerradas en el cráter, al objeto de que no pudieran deslizarse subrepticiamente y caer sobre él en la oscuridad, mientras estuviera dormido.
Bukawai salió por la boca de la cueva exterior, se llegó al manantial que brotaba en la cañada próxima, llenó de agua un recipiente y regresó hacia el hoyo. Las hienas estaban junto al enrejado de la verja, con la hambrienta mirada fija en Tarzán. Anteriormente, ya las habían alimentado otras veces así.
Bukawai se acercó a Tarzán y volcó parte del agua del recipiente sobre el hombre mono. El gigante blanco agitó las pestañas y, cuando la segunda ración de agua cayó sobre él, abrió los ojos del todo y miró a su alrededor.
—¡Dios-demonio! —anunció Bukawai—. ¡Tienes ante ti al gran hechicero! Mi medicina es poderosa y la tuya débil. Si no, ¿cómo es que te encuentras atado aquí, como una cabra que sirve de cebo para cazar leones?
Tarzán no entendió una palabra de lo que dijo Bukawai y, en consecuencia, se abstuvo de responder, limitándose a mirar impávida, gélida y fijamente al hechicero. Las hienas se le acercaron, sigilosas, por la espalda. El hombre mono las oyó gruñir, pero ni se molestó en volver la cabeza. Era una fiera con cerebro de hombre. La fiera que anidaba en su interior se negaba a mostrar temor alguno ante una muerte que su cerebro humano ya reconocía como inevitable.
Bukawai aún no estaba dispuesto a permitir que se arrojaran sobre la víctima y, para impedirlo, se precipitó contra ellas, enarbolada la estaca. Sucedió una breve refriega, en la que los repulsivos animales llevaron la peor parte, como de costumbre. Tarzán observó la contienda. Se percató del odio existente entre las dos fieras y aquel siniestro simulacro de hombre.
Una vez sometidas las hienas, Bukawai volvió a entregarse con entusiasmo a la tarea de incordiar a Tarzán, pero al darse cuenta de que su prisionero no comprendía nada de lo que le estaba diciendo, acabó por desistir. Después se retiró al pasadizo y colocó el enrejado como barrera para cortar la salida a las hienas. Se dirigió a la cueva, cogió su estera de dormir, regresó a la verja que cerraba el cráter y se tendió allí, dispuesto a presenciar cómodamente el espectáculo de la consumación de su venganza.
Furtivas y subrepticias, las hienas rondaban a Tarzán. Éste dio varios tirones a sus ligaduras, pero no tardó en comprender que la cuerda que había trenzado para que sostuviera a Numa, el león, le retendría a él con idéntica eficacia. No albergaba el menor deseo de morir, pero podía mirar a la muerte cara a cara, como tantas veces había hecho anteriormente, sin el más leve estremecimiento.
Al tensar la cuerda se dio cuenta de que rozaba con el tronco del arbolito al que le habían atado. Como una relampagueante secuencia cinematográfica, en la pantalla de su cerebro se proyectó una escena surgida del depósito de imágenes de su memoria. Vio la ágil e infantil figura de un chico que se columpiaba a bastante altura sobre el suelo, agarrado al extremo de una cuerda. Un nutrido grupo de monos le observaba desde abajo. Vio entonces que la cuerda se rompía y el chico caía hacia el suelo. Tarzán sonrió. Se apresuró de inmediato a frotar la cuerda rápidamente de un lado a otro contra la áspera superficie del tronco del árbol.
Las hienas habían hecho acopio de valor y se le acercaban. Empezaron a husmearle las piernas, pero cuando Tarzán las sacudió con los brazos, se retiraron. El hombre mono sabía que, en cuanto el hambre las acuciase un poco más, volverían a la carga. Fría, metódicamente, sin prisa, pero sin pausa, Tarzán continuó frotando la cuerda contra la fragosa superficie del tronco del arbolito.
En la entrada del hueco, Bukawai se quedó dormido, con la idea de que transcurriría algún tiempo antes de que las fieras reuniesen suficiente coraje o se encontraran lo bastante famélicas como para atacar al prisionero. Los ladridos de las hienas y los gritos de la víctima le despertarían. Bukawai se dijo que, entre tanto, bien podía descansar un poco.
Fueron pasando las horas del día sin que se produjera novedad alguna, porque las hienas aún no tenían bastante hambre y porque la cuerda que sujetaba a Tarzán era mucho más fuerte que aquella de su infancia, que no resistió tanto tiempo el roce con la corteza del árbol. A pesar de todo, el apetito no dejó de ir apoderándose de las hienas, ni la cuerda dejó de irse debilitando paulatinamente. Bukawai seguía durmiendo.
Bastante entrada la tarde, el tormento del hambre hizo mella en una de las hienas, que gruñó colérica y se abalanzó súbitamente sobre Tarzán. El ruido despertó al hechicero. Se incorporó automáticamente y, sentado en el jergón, miró hacia el interior del cráter. Vio a la famélica hiena lanzarse sobre el hombre, tratando de tirarle una dentellada al cuello. Vio a Tarzán extender la mano y agarrar al rugiente animal. Vio a la segunda hiena saltar sobre el hombro del dios-demonio. El gigantesco y terso cuerpo se adelantó con poderoso impulso. Músculos impresionantes, voluminosos, resaltaron bajo la bronceada piel; el hombre mono dio un impetuoso tirón hacia el frente, las cuerdas se rompieron y tres figuras rodaron por el piso del cráter, entre rugidos, zarpazos y mordiscos ávidos de desgarrar la carne.
Bukawai se puso en pie de un brinco. ¿Seria posible que aquel dios-demonio se impusiera a sus dos servidoras? ¡Era inconcebible! Aquella criatura estaba desarmada y había caído al suelo con las dos hienas encima. Pero Bukawai no conocía a Tarzán.
El hombre mono cerró sus dedos de acero en torno a la garganta de una de las hienas y se levantó sobre una rodilla, pese a que la otra fiera le lanzaba frenéticos envites tratando de volver a derribarlo. Tarzán sujetó con una mano al primer Dango, al tiempo que alargaba la otra con la intención de agarrar a la segunda fiera y atraerla hacia sí.
Al ver que el desenlace de la batalla se decantaba en contra de sus huestes, Bukawai abandonó la cueva para irrumpir en el cráter, con el garrote levantado. Tarzán lo vio acercarse y se puso en pie, con una hiena en cada mano. Arrojó uno de los furibundos animales a la misma cara del hechicero. Bukawai y su hiena fueron a parar al suelo, en confuso montón, donde todo eran rugidos y mordiscos. Tarzán despidió a la segunda hiena hacia el otro lado del cráter, mientras la primera le hincaba el diente al carcomido rostro de su amo. Pero eso no era lo que deseaba el hombre mono. Propinó un feroz puntapié a la fiera, que salió disparada, entre aullidos, y fue a reunirse con su compañera. Tarzán se llegó de un salto junto al postrado brujo y lo levantó de un tirón.
Todavía consciente, Bukawai vio la muerte, inmediata y terrible, en las pupilas de su captor y se revolvió contra él, con uñas y dientes. Tarzán se estremeció al ver tan cerca del suyo aquel repugnante rostro en carne viva. Las hienas consideraron que ya tenían bastante y decidieron perderse de vista a través de la abertura que conducía al pasillo de la cueva. Pocas dificultades tuvo Tarzán para someter y atar al hechicero. Luego lo trasladó al mismo árbol a cuyo tronco Bukawai le había sujetado a él. Claro que, al atarlo, se cercioró de que el brujo no pudiera escaparse como había hecho Tarzán. Y allí lo dejó.
Mientras recorría de vuelta los sinuosos corredores y cámaras subterráneas, el dios blanco de la selva no vio ni rastro de las hienas.
«Volverán», se dijo.
En el cráter, rodeado de aquellas paredes casi cortadas a pico, Bukawai, helado de miedo, tiritaba como si tuviese fiebre.
—¡Volverán! ¡Vendrán a devorarme! —gritó, y su estridente voz fue aumentando de volumen hasta convertirse en aterrado alarido.
Y volvieron.
NUMA, EL LEÓN
A
GAZAPADO detrás de un arbusto espinoso, en las proximidades del abrevadero, nada más pasada la curva del río donde las aguas formaban un remolino, Numa, el león, estaba al acecho. Había allí un vado y en ambas márgenes de la corriente fluvial un sendero transitadísimo, por el que a lo largo de una infinidad de siglos los animales salvajes de la jungla y de la llanura extendida más allá acudían a beber: los carnívoros con majestuosa intrepidez, los herbívoros con ánimo timorato, vacilantes, sin tenerlas todas consigo.
A Numa, el león, le acosaba un hambre atroz, por eso se mantenía en absoluto silencio. Durante su marcha hacia el abrevadero había dejado oír bastantes plañidos y no pocos rugidos, pero al acercarse al punto donde se apostaría a la espera de Bara, el ciervo, Horta, el jabalí, o cualquier otro de los muchos suculentos moradores de la selva que iban allí a saciar la sed, Numa, el león, mantuvo un silencio total. Un silencio lúgubre, terrible, que parecía dispararse desde el fulgor verde amarillo de sus ojos feroces y que subrayaban las ondulantes sacudidas de la sinuosa cola.
Pacco, la cebra, fue la primera en aparecer \1 Numa, el león, a duras penas logró contener un rugido de indignación, porque de todos los pobladores de la llanura, ninguno era más precavido que Pacco, la cebra. Detrás del garañón llegaba una manada de treinta o cuarenta cabezas de aquellos animales rollizos y maliciosamente desconfiados, semejantes a caballos de pequeña alzada. Durante la aproximación al río, el guía del rebaño efectuaba frecuentes altos, para erizar las orejas, levantar el belfo y ventear la brisa, a fin de captar los efluvios de los pavorosos devoradores de carne que pudieran andar por allí.
Numa cambió de postura, inquieto, introdujo bajo el rojizo cuerpo las patas traseras y se aprestó a desencadenar el repentino y salvaje ataque. Sus pupilas despedían llamaradas famélicas. Vibraron sus poderosos músculos bajo la excitación del instante.